Voluntarios para morir
10 Feb 2020
/ARTURO PÉREZ-REVERTE
Legionarios en el Sáhara (foto de Arturo Pérez-Reverte).
Algunos la detestan, pero allá cada cual. Es más ignorancia que otra cosa, supongo. 10.000 muertos y 35.000 heridos en un siglo de historia son cifras a respetar. A usted puede gustarle mucho la Legión Española o gustarle poco, pero lo que no podrá negar es su hoja de servicios. Desde su fundación en 1920, los españoles y extranjeros que sirvieron en sus filas escribieron páginas de heroísmo, abnegación y servicio a España, o a la idea de España que se les impuso según las distintas épocas. Supieron ser buenos soldados y obedecer, incluso cuando les costó la vida. Disciplinados y orgullosos de serlo, mercenarios en sus comienzos, distinguidos en la guerra de Marruecos, implacable punta de lanza de la República en Asturias y del ejército franquista en la Guerra Civil, combatientes en Ifni y el Sáhara, los legionarios –30 laureadas y 223 medallas militares– evolucionaron con los tiempos hasta convertirse en la tropa de élite que son ahora, agrupación de hombres y mujeres presente en tantas misiones internacionales de paz.
Poco tiene que ver la Legión de hoy con la de hace un siglo. Sin embargo, la recuerda e imita en lo mejor que aquélla tuvo: valor, disciplina, desprecio a la propia vida. En estos tiempos de charlatanería buenista, de besos con lengua y violonchelistas tocando Imagine, los legionarios siguen siendo voluntarios para morir cuando se les exige, que se dice fácil. Y eso no me lo ha contado nadie; lo he visto en el Sáhara y en Bosnia –23 muertos–, donde estuve con ellos. Incluso los políticos que hace tiempo prometían disolver el Tercio acabaron respetándolo por la sangre derramada, la lealtad y el sacrificio.
Pocos hechos reflejan lo que acabo de decir como el llamado Blocao Malo o de la Muerte, próximo al monte Gurugú, que para los legionarios sigue siendo norma de conducta y ejemplo que mencionan con orgullo. Sucedió en Marruecos en 1921. Guarnecido por tropas disciplinarias –veinte hombres enviados como castigo al lugar más peligroso–, fue atacado por una enorme masa de enemigos rifeños. Al enterarse de que la guarnición estaba a punto de sucumbir, el jefe de la unidad más cercana, que era de la Legión, pidió permiso para socorrerla. Se le denegó por el riesgo de que perecieran todos; y entonces el oficial, avergonzado por dejar sin ayuda a los del blocao, pidió a su gente voluntarios para morir. La unidad completa dio un paso al frente, y de ella se eligió a los que no tenían mujer e hijos o dijeron no tenerlos: un cabo y catorce legionarios. Y de noche, caladas las bayonetas, los quince hombres emprendieron la marcha, cruzaron las alambradas, atravesaron luchando cuerpo a cuerpo la masa de atacantes enemigos y entraron en el blocao llevando con ellos a dos compañeros heridos en el exterior, cuando los defensores, casi todos muertos o heridos, estaban a punto de sucumbir.
Resueltos a tomar el reducto, los rifeños mandaron oleada tras oleada de atacantes, apoyados por el fuego de un cañón. Pelearon los legionarios a oscuras, sólo iluminados por los fogonazos de los disparos y el resplandor de las bombas de mano. Lucharon como fieras, cayendo uno tras otro. Y a las dos de la madrugada, sin municiones y mientras los supervivientes calaban bayonetas para encarar el último asalto, el cabo ordenó a dos de ellos abrirse paso para pedir refuerzos o, al menos, informar de lo ocurrido. Después los atacantes penetraron en el reducto, y los últimos supervivientes, tras defenderse al arma blanca, fueron pasados a cuchillo. Y cuando a la mañana siguiente llegaron al fin sus compañeros a socorrerlos (A la voz de «a mí La legión» acudirán todos, y con razón sin ella socorrerán al compañero en peligro, decía entonces el código del Tercio) allí sólo había legionarios muertos, rodeados de docenas de cadáveres enemigos.
Ésa es la antigua historia que todavía los legionarios cuentan con veneración. No son ya, por fortuna, tiempos de blocaos de la muerte, ni de aventureros o desesperados que se alistaban en la Legión para escapar a la desgracia o la Justicia, ganándose con sangre un nombre nuevo y una vida distinta. Pero ahí permanecen: diferentes, eficaces, modernos profesionales integrados en el tiempo y la España que les ha tocado vivir. Voluntarios con nuevos y nobles desafíos: misiones vinculadas al humanitarismo y la paz. Y creo que es bueno que sigan ahí, con su orgullo y su lealtad. Con su centenaria memoria. Porque, aunque nos esforcemos en ocultarlo, u olvidarlo, la vida, que tiene sus propias reglas, de vez en cuando exige a ciertos seres humanos que sepan morir sin protestar, con decoro y sencillez, como es debido. Y ellos saben.
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