La disolución del pensamiento político católico en España (1):
Una previa, de la monarquía católica a la nación de católicos
sinnombre / 13 agosto, 2018
Comunicación presentada en la
LV Reunión Amigos de la Ciudad Católica
Madrid, 7 de abril de 2018
La disolución del pensamiento político católico en España (1): Una previa, de la monarquía católica a la nación de católicos
En 2014, tuvimos a bien participar en la Reunión de Amigos de la Ciudad Católica y presentar una comunicación titulada Catolicismo político tradicional, liberalismo, socialismo y radicalismo en la España contemporánea, que posteriormente sería publicada en la revista Verbo[1]. En ese artículo se intentaba sintetizar la dialéctica entre el pensamiento tradicionalismo y el conservadurismo a lo largo del siglo XIX y parte del XX. Se concluía en la exposición cómo, en una estructura confesionalmente católica como el Estado español, el pensamiento tradicionalista quedó agotado a pesar de muchos intentos de renovación e incluso de atraer pensadores conservadores a su campo. El temerario escrito -por su extensión temática- abarcaba una amplia historia del pensamiento político y culminaba con la crisis provocada con el Concilio Vaticano II y cómo desorientó, a la par que desmoralizó, a muchos intelectuales católicos.
Acabábamos el texto con la lamentación de un antiguo colaborador de Acción Española, Aniceto de Castro Albarrán, que exclamara al conocer el contenido del Concilio: «¡Pobre Iglesia! ¡Pobre España!»[2]. Así, esta nueva contribución, intentará seguir la evolución del problema del pensamiento político católico en España, tomando varias claves: el impacto del Concilio Vaticano II, las sendas eclesiales que recorrió el modernismo para infiltrarse en las estructuras eclesiales, el fracaso de la Democracia cristiana como alternativa (bastarda) al pensamiento político católico y por último el vacío intelectual católico que ha sido rellenado por un extranjerizante y anticatólico pensamiento neocon que ha entusiasmado (y confundido) a no pocos católicos interesados por la política. No hace falta advertir que hemos vuelto a caer en un temerario intento de abarcar un tema excesivamente extenso. Pero ahí quedarán apuntadas las líneas de investigación a desarrollar posteriormente.
Una previa: de la monarquía católica a la nación de católicos
Con el título de De la monarquía católica a la nación de católicos, José M. Portillo[3] nos lanza a la par que un título provocador, una tesis muy sugerente. El debate del escrito se centra en una posible interpretación de uno de los más controvertidos artículos de la Constitución de 1812, el número 12, que reza: «La religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquiera otra». En la Constitución de 1837 (promovida por el Partido Progresista), el redactado se sustituiría por: «La Nación se obliga a mantener el culto y los ministros de la Religión Católica que profesan los españoles». La Constitución de 1845 (moderantista), subrayará más claramente que: «La Religión de la Nación española es la Católica, Apostólica, Romana. El Estado se obliga a mantener el culto y sus Ministros».![]()
Hasta ahora, la interpretación casi unánime de este tipo de artículos referentes a la intrínseca relación entre la Nación española y la Religión católica, expresado en la Constitución de 1812, era una peaje que los liberales debían pagar a los sectores católicos más intransigentes que así lograban una consagración de la “confesionalidad“ del Estado. Sin embargo, sorprende que ciertos liberales se alegraran de un artículo tan “reaccionario”. Argüelles, por ejemplo, previó que ese era el inicio de la secularización de la política católica en España. Según el político liberal: “el punto podía ser de suma relevancia. Tanto, que pudo leer ahí mismo, en el artículo 12, una literal condena del despotismo religioso y un pronunciamiento a favor de la libertad religiosa”[4]. Igualmente, el afamado cura liberal Juan Antonio Posse[5] así se lo hizo saber a sus feligreses de San Andrés (León), al presentarles en su Discurso sobre la Constitución de 1812 que ésta recogía los auténticos principios de la religión católica “que no eran otros que los liberales”[6]. ¿Cómo interpretar esta satisfacción de los liberales ante un artículo que aparentemente blindaba la unidad católica frente a la libertad religiosa?
La “Nación” era el sujeto y el adjetivo era “católica”. Por tanto, el sujeto de la confesionalidad católica no era el Rey, ni la monarquía ni el Estado, sino la misma Nación. Ésta, implícitamente se convertía en el sujeto político esencial. Empezaba así -bajo apariencia de catolicismo reaccionario- el nacionalismo liberal español
La respuesta no deja de ser sorprendente. Tras las apariencias, de facto, el artículo 12, reforzaba la idea de la soberanía de la Nación y de su primacía en el orden constitucional, por encima de individuos, monarca, territorios e incluso la Religión. Con otras palabras, la “Nación” era el sujeto y el adjetivo era “católica”. Por tanto, el sujeto de la confesionalidad católica no era el Rey, ni la monarquía ni el Estado, sino la misma Nación. Ésta, implícitamente se convertía en el sujeto político esencial. Empezaba así -bajo apariencia de catolicismo reaccionario- el nacionalismo liberal español. Como señala José M. Portillo: “Sustituir la monarquía católica y, más concretamente, al Rex Catholicus como vínculo colectivo de unión y pertenencia a un mismo cuerpo político, el de la monarquía, no era desde luego empresa sencilla … No carecía de sentido, por tanto, procurar transferir a la nación, junto con la soberanía, la seña de identidad más fuerte de la monarquía tradicional, esto es, la catolicidad”[7].
Fernando VII
El hecho inesperado para los más intransigentes, que creían que el artículo 12 había sido un triunfo para las tesis católicas tradicionales, es que en nombre de ese mismo artículo se suprimió el Santo Oficio[8]. En nombre la soberanía absoluta de la Nación católica se podía disponer sobre el futuro de la Inquisición. Aunque asemejara lo contrario, la Constitución de 1812 había “roto la identidad entre monarquía y religión católica encarnada en la persona del rey católico para sustanciar la idea de una nación de católicos, la «república de almas» que dijera Martínez Marina que, precisamente por ser intolerantes en materia de religión, se comprometía qua communitas con su protección”[9].
En los intensos años que siguieron a la restauración de 1874, se intentó insistente y traumáticamente un Ralliement, al estilo francés
Hemos realizado esta previa, porque sin lugar a dudas ésta es una de las sutiles claves que no podemos perder de vista la hora de comprender la evolución del pensamiento político católico hasta nuestros días. En los intensos años que siguieron a la restauración de 1874, se intentó insistente y traumáticamente un Ralliement, al estilo francés[10]. Será en este contexto donde debemos encontrar la llave para entender la debacle posterior de la política confesional promulgada por el tradicionalismo. Ya hemos señalado en algún otro escrito que la diferencia entre integristas y carlistas, y la fractura que causó, dio oxígeno al catolicismo liberal encarnado en los conservadores de Cánovas, aunque éste no lograra su objetivo: la integración total de los católicos en el régimen monárquico-liberal[11].
La diferencia entre carlistas e integristas no era tanto esencialmente doctrinal sino de estrategia[12]. Pero a la postre, la distinta estrategia sí conllevaba un presupuesto análogo al que hemos expuesto sobre la constitución de Cádiz. Los integristas creyeron que era más eficaz deslindar la lucha por la unidad católica de España de la cuestión dinástica, pues así atraerían a mayor masa de católicos[13]. Por otro lado, la prudencia de Don Carlos VII hacia los temas romanos y la relación con los obispos españoles, desesperaba a muchos integristas y la veían como cesión al liberalismo[14].
Como el integrismo, al escindirse del carlismo, no podía apelar a la dinastía legítima y su esencial catolicidad, tuvo que recurrir -aunque fuera inconscientemente- al argumento liberal de la mayoría católica como argumento político para imponer sus tesis
Fue precisamente en las últimas dos décadas del siglo XIX y las dos primeras del XX donde los católicos en general apelaban frecuentemente como argumento de razón, a las “masas católicas” (en el fondo un reflejo ya debilitado de aquella “república de almas”) para exigir la unidad católica y frenar la imposición de la libertad religiosa de facto que quiso imponer el canovismo[15]. Como el integrismo, al escindirse del carlismo, no podía apelar a la dinastía legítima y su esencial catolicidad, tuvo que recurrir -aunque fuera inconscientemente- al argumento liberal de la mayoría católica como argumento político para imponer sus tesis[16].
A modo de ejemplo, en la revista El Pilar se ensalzaba una exitosa movilización católica en la primera década del siglo XX con el siguiente argumento: «El catolicismo tiene masas, tiene pueblo. El catolicismo no es enervamiento de energías, opresión de espíritu ni resignación de apocados… Tiene masas, que no son un conglomerado inconsciente formado por la ignorancia y el odio…»[17]. Pero con el tiempo, este poderoso argumento en el que lo católico aún era el “sujeto” y las masas el “adjetivo,” se volvería en contra. Las masas podían menguarse, como de hecho pasó, y las reivindicaciones del catolicismo perderían su legitimidad si se fundamentaba en ellas.
Javier Barraycoa
NOTAS:
[1] Cf. Verbo, núm. 527-528 (2014), 617-658.
[2] Aniceto DE CASTRO ALBARRÁN, Lo nuevo conciliar y lo eclesial perenne, Madrid, Studium, 1967, p. 101.
[3] José M. PORTILLO VALDÉS, “De la monarquía católica a la nación de los católicos” en Historia y Política, núm. 17, Madrid, enero-junio (2007), pp. 17-35.
[4] Cit en José M. PORTILLO VALDÉS, Op. cit., p. 20
.[5] Juan Antonio Posse fue un sacerdote liberal español nacido en San Esteban de Suesto (La Coruña), el 26 de diciembre de 1766, y muerto en San Andrés de Rabanedo (León), el 12 de mayo de 1854. Sufrió persecución y cárcel varias veces por su constitucionalismo doceañista.
[6] Juan Antonio POSSE, Discurso sobre la Constitución (1813), en Memorias del cura liberal don Juan Antonio Posse con su Discurso sobre la Constitución de 1812, edición de Richard HERR, Madrid, CIS y siglo XXI, 1984
.[7] José M. PORTILLO VALDÉS, Op. cit., p. 31
.[8] La supresión del Santo Oficio en España se realizó en cuatro fases. La segunda fase fue por mandato de las Cortes de Cádiz el 28 de febrero de 1813
.[9] José M. PORTILLO VALDÉS, Op.cit., p. 33.
[10] El Ralliement fue el término con que se designó la cuestión suscitada, a fines del siglo XIX, entre los católicos franceses sobre la legitimidad moral o no de aceptar la República como un poder constituido que se debía obedecer de por sí. León XIII, ante la persecución de que eran víctimas el clero y la Iglesia, justificada gubernamentalmente so pretexto de que los católicos eran contrarios a la III República, publicó, en 1884, la Encíclica Nobilissima gallorum gens. De facto, se incitaba a una táctica de ralliement o aceptación de la República como poder constituido. Su Encíclica Immortali Dei, en la que afirmaba que la autoridad no está ligada a forma alguna determinada de gobierno, fue utilizada por los católicos liberales para dividir al catolicismo francés e interpretar que el Papado aceptaba una República laica. Por el contrario, católicos tradicionales como Monseñor Freppel, defendieron que la República francesa no era una “forma de gobierno”, sino una “doctrina sectaria”. Por aquél entonces, apareció la “Unión de Francia”, acaudillada por Chesnelong, propugnando la reinstauración de la monarquía y la libertad de enseñanza contra los republicanos. León XIII intervino de nuevo por su Encíclica, Au milieu des sollicitudes, en que distingue entre gobierno constituido, que hay que aceptar, y sus leyes inicuas, que hay que combatir. Esta encíclica calmó los ánimos. Pero la paz entre católicos y republicanos duró poco. A partir de 1898 el anticlericalismo republicano culminó con la ley de Combes (1903-1904), por la que fueron expulsados de Francia varias Órdenes religiosas. El Magisterio del sucesor de León XIII, San Pío X, debe -entre otras cosas- entenderse desde la perspectiva de un intento de rectificación de la política de Ralliement y sus funestos resultados
.[11] La restauración canovista, coincidió con el pontificado de León XIII. Por tanto, la cuestión del Ralliement estaba presente. En España, las bases católicas aún eran suficientemente potentes como para oponerse al “accidentalismo” (la consideración de que había que aceptar como accidental el nuevo régimen o poder constituido y con él se podía colaborar siempre y cuando no fuera contra los intereses y principios de la religión) de ciertas elites, que excusándose en la “doctrina” de León XIII, pretendían que el catolicismo acabara plenamente integrado en el régimen de la Restauración. Ante ello siempre se encontraban la resistencia del carlismo.
[12] En Dogma y Razón, en 1887 un año antes de la escisión, se escribía: «Por nuestra parte añadiremos que en España el Integrismo no es bandera de un “partido per se”; hay un “partido per accidens” que forma parte de los hombres de buena voluntad que desean salvar España por medio de un gobierno íntegramente católico. Nadie ha aceptado el programa completamente católico sino esta comunión; debía, pues, el Integrismo amparar a esta comunión que siendo fuerte, respetable, aguerrida y organizada, ofrece, y es la única que puede cumplirlo, realizar y actualizar el programa católico en el orden político». Cit en Solange HIBBS-LISSORGUES, “La prensa católica catalana de 1868 a 1900 (II)”, en A.L.E.U.A. / 10, p. 89.
[13] Cf. Feliciano MONTERO, “Las derechas y el catolicismo español: del integrismo al socialcristianismo” en Historia y Política, núm. 18, Madrid, julio-diciembre, 2007, p. 108. La resistencia activa carlista e integrista impidieron la consolidación de un movimiento católico nuevo (con la oculta intención de convertirlo en partido político), la Unión Católica, de Alejandro Pidal y Mon (1881).
[14] En 1888, los integristas rescataron el Manifiesto de Morentín como “prueba” del liberalismo de Don Carlos. Es entonces cuando se produce la ruptura entre carlismo e integrismo.[15] Cánovas, siguiendo sus esquemas mentales, buscó en punto medio o “centrismo” respecto a la siempre agitada cuestión religiosa. Tras el sexenio revolucionario y la I República, logró en la Restauración recomponer el presupuesto eclesiástico, reforzó la cuestión del matrimonio canónico, suprimió la “libertad de cátedra” (pura excusa de los liberales para poder atacar a la Iglesia). Pero todo ello debía tener un contrapeso para contentar a los más liberales: la aceptación de la libertad religiosa. Cánovas creyó que, aunque legalmente no se aprobara la libertad de facto, el régimen sí que podía aceptarla de facto. El catolicismo más intransigente, por el contrario, intuyó que esta era una cuestión fundamental inaceptable y fue una de las causas para no entrar en el juego de la restauración. Sus sospechas quedaron confirmadas cuando en se autorizó, en 1876, la instalación del Instituto de Libre Enseñanza en 1876
.[16] La Juventud Católica Española, por ejemplo, se fundó en 1923, impulsada con la llegada del nuevo nuncio Tedeschini y la ACNP.[17] Citado en José ESTARÁN MOLINERO, Cien años de «Acción Social Católica de Zaragoza» (1903-2003), Acción Social Católica de Zaragoza, Zaragoza, 2003, p. 248.
https://barraycoa.com/2018/08/13/la-...-de-catolicos/
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