Fuente: Catholic Social Science Review, Vol. 20, 2015. Páginas 21 – 38.



El pensamiento político de Frederick D. Wilhelmsen

Mark D. Popowski


Es inusual –especialmente en los Estados Unidos de América (la vanguardia de nuestra era democrática)– que haya gente que se oponga a la supuesta santidad del gobierno democrático (incluidos los católicos americanos). Ésta siempre se ha inclinado –especialmente durante la Guerra Fría– hacia la opinión protestante evangélica sostenida desde hace mucho tiempo de que la democracia era el sistema de Dios (o, al menos, que era compatible con el catolicismo). El filósofo e intelectual público católico romano Frederick D. Wilhelmsen (1923 – 1996) lamentaba este consenso liberal-democrático; para él la Democracia americana era potencialmente anticristiana, incompatible con la Realeza de Cristo, en el hecho de que la autoridad última en el orden social tendía a residir en el pueblo, y no en Cristo.


Conocido en los círculos académicos principalmente por su actividad filosófica tomística sobre la existencia y el conocimiento del hombre (desde la mitad del siglo XX hasta su última década –principalmente como profesor de filosofía en la Universidad de Dallas), Frederick D. Wilhelmsen (1923 – 1996) fue menos conocido por sus opiniones políticas –a pesar de que éstas ocupaban un lugar destacado en su corpus doctrinal– muy seguramente porque él contemplaba la política americana desde las posiciones exóticas del ideal de un orden confesional católico y de la tradición monárquica europea.1 El contexto histórico de Wilhelmsen y sus inusuales opiniones políticas fue el de la Guerra Fría, la cual fomentaba –pues ella era percibida como un desafío mortal– un interés por la autodefinición política, un momento o situación de “conocimiento de uno mismo” colectivo. Las excepcionales y tumultuosas transformaciones habidas en la sociedad americana en las décadas de los cincuenta, sesenta y setenta también estimularon esa introspección colectiva. Para el católico Wilhelmsen, la convergencia de esos desarrollos con el profundo cambio que se produjo dentro de la Iglesia Católica Romana –incluyendo la incorporación del catolicismo en la sociedad americana–, reavivó un largo debate sobre la compatibilidad del catolicismo con el americanismo y, de esta forma, intensificó su indagación para conocer a América.

Wilhelmsen se mantuvo aparte tanto de la posición católica liberal –que parecía querer intentar bautizar la democracia americana (a través de publicaciones como The Commonweal)–, como de la de los católicos conservatistas (que se comunicaban a través de la National Review), los cuales celebraban y abrazaban el sistema americano, pero querían definirlo de manera diferente a como lo hacían los católicos liberales. Veían al sistema americano como una república: como un sistema antimayoritario (ponían énfasis en la ley por encima de una mayoría del pueblo, incluyendo especialmente la autoridad prevalente de la Ley Natural); un sistema antigualitario (la jerarquía social era natural); un sistema fiduciario o de confianza en favor del liderazgo político; y un sistema de libertad religiosa, aunque también necesitado de cristianismo. Para Wilhelmsen, el sistema americano, cualquiera que fuera su aspecto original, tenía dentro de su naturaleza una potencialidad que acabó floreciendo en un absolutismo democrático. Tal sistema era incompatible con la fe católica, dado el mandato que Cristo dio a Su Iglesia de transfigurar el mundo “en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo.”2 Puesto que Cristo es “el camino y la verdad y la vida”, ese sistema militaba en contra de aquello que era consustancial con la existencia del hombre: el impulso o necesidad de vivir dentro de una sociedad sacra, una esencialmente cristiana, coronada por un orden político que confesara la soberanía de Cristo.3


DEMOCRACIA AMERICANA

Para Wilhelmsen, había dos problemas entrelazados en el sistema político americano: un mecanismo de gobierno defectuoso (el verdadero mecanismo establecido por la Constitución, que radicaba la autoridad y el poder en el pueblo, y no en Dios), y una defectuosa ortodoxia pública (es decir, las principales creencias de una sociedad que cada vez más deificaba al hombre). 4 Si el mecanismo de gobierno está subordinado a la ortodoxia pública, cada componente resulta ser importante para la existencia del otro; están interrelacionados, pero no son lo mismo. La acción y reacción de uno sobre el otro –un proceso natural– finalmente fomentó un absolutismo democrático en los Estados Unidos en donde el pueblo, actuando como una mayoría, asumió un poder absoluto, el cual, en efecto, constituía una negación de que el poder proviene de Cristo, y un aserto de que no debía ser especificado por Su autoridad moral (a través de Su Iglesia).

El mecanismo de gobierno era defectuoso de una manera triple (aunque interrelacionada). Sus creadores no instituyeron una organización cristiana, e hicieron radicar la autoridad y el poder en el pueblo (no en Dios), y construyeron un sistema diseñado para oponerse o contraponerse los variados intereses los unos contra los otros, a fin de difundir el poder, para así proteger y promover la libertad (como fin último del gobierno). Ésta última constituía una proposición secularista, pues significaba el rechazo a facilitar la obediencia a Dios como una finalidad del gobierno (que es el objetivo, sostenía Wilhelmsen, de una política cristiana).5 A pesar de todo, ¿y si los creadores suponían –o asumían– que los americanos, como pueblo, eran en general cristianos (o, al menos, monoteístas), y que infundirían la obediencia a Dios dentro del sistema de gobierno? (Los artículos religiosos de la Primera Enmienda, por ejemplo, deberían ser entendidos –considerando el contexto histórico– como estableciendo la libertad religiosa, y no como separando completamente la política de la religión. 6) Posiblemente, entonces, el pueblo pondría su poder bajo la autoridad de Dios siempre que el cristianismo continuara siendo la esencia de las creencias de la república. Los fundadores crearon, sin embargo, una estructura en la cual el pueblo podría hacer lo contrario (la libertad para el pueblo –a través de la mutua competencia– constituía su finalidad última). ¿Y si el pueblo decidía abandonar su fe cristiana? En cualquier caso, diseñaron un sistema que no reconocía una autoridad más alta que la del pueblo.

Dado este análisis, Wilhelmsen afirmaba que la Constitución era un mecanismo que facilitaba un absolutismo democrático. Los creadores hacían radicar el poder y la autoridad en el pueblo. Aparentemente, diseñaron este sistema para contener o refrenar al pueblo (es decir, al poder) a través de una ley (es decir, la autoridad) escrita –llamada fundamental–, e instituyeron pesos y contrapesos institucionales para prevenir específicamente el absolutismo democrático, o cualquier tipo de absolutismo. A pesar de todo, “el Pueblo” de la Constitución asumió un poder absoluto, porque se identificaba a sí mismo como la fuente de esa carta de gobierno, la cual venía a ser un contrato con una violabilidad implícita (a causa de esa soberanía absoluta del pueblo). Crearon un sistema que no reconocía una autoridad separada del poder (es decir, del pueblo). Para Wilhelmsen, el poder en un orden social debe estar –a fin de evitar que se convierta en un poder ilimitado (y, por tanto, tiránico)– informado, controlado o especificado por una autoridad fuera de él mismo.7

Más aún, Frederick Wilhelmsen no creía que el mecanismo tripartito de los creadores –en el cual el pueblo podría controlar al pueblo– impidiera un absolutismo democrático, sino que pensaba que aquél era un intento de controlar o refrenar una concepción del gobierno que ya era absolutista. “Montesquieu”, escribía él, “intentó encontrar la libertad dentro del seno del estado que él conocía.”8 “Si el poder se divide así en tres de tal forma que cualesquiera uno o dos de esos poderes puedan controlar o refrenar los excesivos abusos o invasiones del tercero”, escribía Wilhelmsen, “entonces ese poder –sea el legislativo, el judicial o el ejecutivo– viene a ser no sólo lo que ya es en cuanto poder constituido, sino también viene a ser una autoridad sobre los poderes vecinos a los que pretende juzgar.” 9

Mecánicamente, pues, el sistema político americano era defectuoso. A pesar de todo ello, ¿qué hay de la tesis del Padre John Courtney Murray de que la Ley Natural informó la fundación de América?10 Fue inexistente operativamente, pues no había ningún mecanismo para su aplicación en el sistema americano. Si una sociedad “desea salvaguardar la ley natural desde un punto de vista político”, escribía Wilhelmsen, “entonces deberá idear alguna institución que tenga ella misma la fuerza de la ley positiva y el poder de la espada, encargada de asegurar la aceptación pública de la ley natural.”11 “La Constitución americana fue un instrumento que intentó resolver problemas fundamentales, no mediante la creación de un tribunal que representara la ley natural en su carácter último y universal,” escribía Wilhelmsen, “sino planificando, en forma de tensión, los diversos intereses del pueblo.”12 “No había”, apuntaba a continuación, “una autoridad última en todo el sistema Federal capaz de defender la ley natural. El sistema estaba construido para evitar la apelación a una autoridad última”, incluyendo –lo que constituye lo más importante– al intérprete de la Ley Natural: la Iglesia de Cristo.13

Con todo, este defecto mecánico de querer encapsular o encerrar la Ley Natural apuntaba hacia un problema más fundamental dentro del sistema americano: una defectuosa ortodoxia pública. Para Wilhelmsen, las leyes o cartas no gobiernan, sino que lo hacen los seres humanos, y normalmente gobiernan conforme a un conjunto de creencias fundamentales (en este sentido, todos los sistemas políticos son representativos de sus sociedades, si bien no son democracias representativas). Esta ortodoxia pública informa –si bien no es la forma de gobierno– el mecanismo de gobierno y la manera en que los hombres gobiernan.

Él veía que la ortodoxia pública del periodo fundacional –aun cuando se fundamentaba en la Ley Natural y poseía una deferencia social hacia Cristo– estaba cargada por la influencia de la mezcla de calvinismo y racionalismo ilustrado. Ambos elementos informaban y, por tanto, corrompían la tradición política americana de compromiso con la Ley Natural. El calvinismo subrayaba “una total corrupción del hombre por el pecado original”, mientras que el racionalismo ilustrado postulada un “historicismo”; ambos minaban la fe en la Ley Natural. “A menos que la naturaleza humana disfrute de una cierta estabilidad, cuyo centro sea intrínsecamente bueno y no corrompido por el pecado,” escribía Wilhelmsen, “es inútil hablar de un bien común radicado en una finalidad supuestamente descubierta dentro de la esencia del hombre.” 14

La trayectoria cristiana anticatólica de la modernidad exacerbó las tendencias anti-Ley Natural latentes en la ortodoxia pública existente durante la fundación de América, la cual a su vez informó al verdadero sistema dotándole de una fe ilimitada en la mayoría como poder absoluto (el hecho de que fuera un documento escrito el que supuestamente creara el sistema de gobierno americano, intensificó esta interacción). “América –en un sentido muy literal y literario del término– fue fundada como una nación mediante su anotación escrita sobre un papel. (…) América”, escribía él, “forjó su sentido colectivo en forma impresa.”15 El sentido, por tanto, y no la existencia (es decir, un orden vivido), era lo esencial para el entendimiento de la Constitución, la cual era susceptible de reinterpretación o manipulación “como lo son todos los objetos escritos. (…) América”, escribía él, “ha sido un largo, y a menudo brillante, debate acerca de su propio sentido.”16 Los Estados Unidos, insinuaba él, podían volver a nacer en cada generación sucesiva.

El predominio del liberalismo en la América contemporánea (la causa de la libertad individual), impulsó, en parte, esta trayectoria anticatólica. La fe liberal en la capacidad del gobierno de rehacer la sociedad de acuerdo con abstractas concepciones de derechos de la naturaleza –como fines en sí mismos– no soló prácticamente adelantó la llegada del estado absolutista, sino que también desencadenó moralmente al hombre y ayudó a producir “el totalitarismo solipsista de la conciencia individual que reivindica sus ‘derechos’ en contra del bien común”, y por encima de cualquier autoridad fuera de ella misma (es decir, Dios).17 Esto último contribuyó a que el hombre se configurara a sí mismo como soberano último –ignorando o proscribiendo, así, al Dios-hombre en favor del hombre-dios– y generó el absolutismo democrático (el hombre-dios con mayúsculas). Con todo, el liberalismo sólo era una simple parte de un problema de alcance aún mayor.

Para Wilhelmsen, América, igual que el resto del Occidente moderno, sufría de una alienación del ser, que era un acontecimiento en desarrollo que obedecía a muchas causas, y que acarreaba, o bien un rechazo intencionado, o bien una ignorancia de la existencia (del ser) considerada como un acto de Dios. Es decir, el hombre es porque Dios Es. Más aún, este don, el ser, en la metafísica tomística de Wilhelmsen, “se entiende mejor verticalmente como un acto que se está realizando, ejercido por el Señor Dios, en el momento presente. Él me dio a mí el ser en el pasado, pero ese ser”, escribía él, “no debe imaginarse como si fuera el regalo de un abrigo que se me entregó ayer y que está deteriorado hoy.”18 La pérdida del ser-siendo es la pérdida de nuestra consciencia de nuestra dependencia de Dios, de que nuestra identidad existencial es Dios (somos los seres de Dios, pero no somos del ser de Dios), que frustra nuestro impulso ontológico de devolver el amor que constituye la causa de nuestra existencia, de la creación –la cual es efluencia del amor de Dios–, de buscarle a Él en Quien nosotros somos. La pérdida del ser-siendo, por tanto, distanció al hombre de Dios y Su creación. El hombre, sin consciencia de su ser-siendo, empezó a proclamar su propia divinidad, viéndose a sí mismo como existiendo con poder para convertirse en cualquier otra cosa distinta de lo que él es, y creyendo que la creación (imaginada sin, o desconectada de, Dios) estaba a su disposición, la cual buscó rehacerla a su imagen (su nuevo dios). El rehacer el mundo a su propia imagen, incluía construir un orden político sobre el cual él, y no Dios, era soberano. El absolutismo democrático concordaba con la metafísica de un hombre que mantiene su existencia con su propio poder; constituía la extrapolación (política) de un hombre considerado como su propio soberano absoluto, como un auto-soberano.

Separados de Cristo en el mecanismo confesionalmente no católico establecido por los creadores –quienes ni siquiera proclamaron un cierto vago monoteísmo, por no hablar de la Realeza de Cristo– y dada la antropocéntricamente sembrada ortodoxia pública, que iría cada vez más confesando la divinidad del hombre, la adherencia a la Ley Natural se marchitó. La Ley Natural en el contexto americano careció, por tanto, de autoridad, porque carecía de legitimidad, legalidad y lealtad; porque no radicaba en una personalidad trascendente: carecía de vínculo con la Persona de Cristo, Su Autoridad (a través de Su Iglesia), tanto política como socialmente.19 La Ley Natural permaneció como una abstracción: una telaraña, que había de ser barrida por los vientos historicistas y positivistas de la modernidad.20 Sin la Ley Natural, el imperio de la mayoría rebasó cualquier simple arreglo o ajuste procedimental de su poder, y se transformó en un poder absolutista, asumiendo toda autoridad y poder en sí mismo, lo cual “significaba que había una ‘ley’ superior a la ‘ley natural’: la ley de la voluntad del cincuenta por ciento más uno”, la cual “se convierte en la primerísima de todas las leyes”.21 El poder absoluto del pueblo, por tanto, fue causa y efecto a la vez de la muerte de la Ley Natural: sin ella, el pueblo era supremo (tanto en autoridad como en poder), y como poder absoluto no podrían reconocer ninguna ley anterior y superior a su autoridad.22 “El principio democrático”, concluía Wilhelmsen, “constituye la ortodoxia no escrita en los Estados Unidos. (…) Este principio sencillamente ha tomado el lugar de todas las viejas ortodoxias, y hoy día juega el papel que la ley natural jugó una vez en la civilización occidental.”23

En todo caso, la Ley Natural permaneció como una guía atrofiada en la América secular y protestante (la tradición de la Reforma, como se señaló antes, no podía afirmar un entendimiento moral en nuestra naturaleza razonable). Sin embargo, más importante aún es que la América secular y protestante (la tradición de la Reforma no veía la creación como un medio potencial de la gracia) no proporcionaba suficiente acceso a las gracias actuales y santificantes (que nos ayudan a adherirnos a la Ley Natural). “Es la gracia de Dios la que nos lleva a través de las corrientes adversas de la tentación y las tormentas que nos rodean. Aunque podríamos bien ser guiados por la ley natural”, escribía Wilhelmsen, “es la Gracia de Dios que ofrece Su Divina Voluntad, unida siempre con la Cruz de Cristo, la que salva y únicamente salva, la que nos saca adelante.”24


POLÍTICA MODERNA

Para Frederick Wilhelmsen, el mecanismo de gobierno de los Estados Unidos y la ortodoxia pública que lo informa constituye y no constituye a la vez un supuesto nuevo orden secular. Por un lado, él veía el sistema político americano como una continuación de la trayectoria política europea hacia un estado absolutista seguida desde el siglo dieciséis, fomentada por los desarrollos convergentes de las teorías políticas justificadoras de la adquisición terrestre de un poder absoluto (que negaba la soberanía de Cristo) y de la Rebelión Protestante (que destruía la autoridad de Cristo, a través de Su Iglesia). Él escribía, por ejemplo, “Que la Revolución Francesa” –supuestamente el momento engendrador de la Edad de la Libertad– simplemente “convirtió la Voluntad del Príncipe en la Voluntad de la Mayoría”, lo cual “simplemente constituía un florecer democrático hacia un (…) [desarrollo, que] ya había sido escrito en gran parte.”25 Se trataba de la “voluntad de poder del pueblo”, y no de limitar el poder.26 La Revolución Francesa, cuya esencia, escribía Wilhelmsen, consistía en “la negación de la relación del hombre con lo Transcendente, la afirmación del hombre como autónomo, siendo él mismo la fuente de todos los derechos”, propugnó el absolutismo a través del concepto del gobierno como representante del pueblo, y buscando establecer sus derechos individuales, absolutos y autónomos.27 Los revolucionarios franceses simplemente se limitaron a asesinar la forma monárquica, pero abrazaron el absolutismo; hacían radicar el poder no en el derecho divino, sino solamente en la autoridad (racional) del hombre. Sin embargo, también es cierto que a veces mitigaba su opinión, concibiendo a los Estados Unidos como algún tanto diferente del absolutismo europeo. Esto podría haber sido el resultado de su amistad con Russell Kirk y, especialmente, con Melvin Bradford, un colega de las Universidad de Dallas. Estos intelectuales postulaban, de varias formas, que la Constitución era principalmente de carácter procedimental –en lugar de un documento definidor de derechos– y antimayoritario, no igualitario, y enraizado en los antecedentes clásicos y cristianos a través de la tradición política inglesa y, por tanto, no constituía un nuevo orden secular, nacido de las concepciones abstractas de la Ilustración referentes al hombre y al orden político. Ocasionalmente, pues, tanto desde el punto de vista cultural como político –si bien no desde el punto de vista metafísico, moral y religioso– Wilhelmsen consideraba el sistema político americano como medieval. A pesar de todo, él creía que dicha fundación todavía estaba “herida por las influencias mutiladoras del espíritu puritano, [y] dañada por la influencia de la Ilustración racionalista.”28

Por otro lado, Wilhelmsen veía los desarrollos del siglo dieciséis que marcaron el comienzo del absolutismo, como diferentes del gobierno que había en la Edad Media precedente. Postulaba que la monarquía dinástica medieval mantenía una división entre la autoridad y el poder. En ese sistema, el rey sostenía todo el poder, pero tanto él como la sociedad reconocían dicho poder como habiendo sido delegado por Cristo y, de esta forma, sujeto en última instancia a Su autoridad moral (a través de Su Iglesia: “la Autoridad de Dios en la tierra”).29 La autoridad también residía en diversos grados o niveles –porque el rey no era la autoridad, sino el poder al servicio de la comunidad política–, en la aristocracia, el derecho común o consuetudinario, las universidades libres, los gremios, las asambleas regionales, las leyes regionales, los municipios con autogobierno, y el campesinado. El rey no dependía de esas autoridades, él sostenía todo el poder, pero su poder estaba refrenado, escribía Wilhelmsen, pues “toda autoridad –estructurada de manera múltiple y jerárquica– pertenecía a la Sociedad misma.”30

Esta separación entre autoridad y poder era el punto clave de la superioridad de la política medieval sobre la política moderna, pues verdaderamente refrenaba el poder del gobierno y prevenía la posibilidad de que se convirtiera en un poder absoluto. Esta separación alcanzó su punto óptimo de división durante la Edad Media, porque la fe cristiana informaba la sociedad, la cual fomentaba lo que Wilhelmsen denominaba la “política cristiana de lo transcendente.”31

El hombre medieval aceptaba al Dios Trinitario como soberano.32 Si sólo Dios era soberano, entonces el hombre medieval podía ver de manera reflexiva a cualquier poder terrestre como siendo delegado por Dios y, de esta forma, como estando sujeto a Su autoridad. El poder último de Dios proviene de –es– Su sabiduría (o autoridad) última. “Si la soberanía es propia de la plenitud de autoridad”, escribía Wilhelmsen, “entonces sólo Dios es soberano porque sólo él habla con una autoridad no derivada de nadie”, la cual no puede ser delegada sino sólo comunicada (pues toda autoridad es personal).33 De esta forma, el poder secular, al no ser Cristo (la Sabiduría/Verdad del Padre no derivada de nadie), no podría él mismo invocar Su autoridad, sino sólo un poder delegado de Cristo (Quien heredó el poder de Su Padre en Su victoria sobre Satán en la cruz).34 Esto es, Cristo delegó todo poder temporal (todo poder es delegado ya que proviene de un poder mayor que él mismo), pero eso no constituía una teocracia; era poder delegado, destinado a guiar a los hombres a su felicidad temporal, mientras que el campo espiritual, gobernado por la Iglesia, “guía a los hombres a su salvación: ésta es su finalidad.”35 Se trataba de dos campos distintos –con todo, lo ideal sería que “el orden político fuera estimulado, vivificado”, escribía Wilhelmsen, “por los principios morales proclamados por la Iglesia cuya Cabeza es Cristo.”36

El alejamiento transitorio respecto de esa división de la soberanía, argumentaba Wilhelmsen, comenzó con el teórico político francés Jean Bodin, quien hizo inmanente la soberanía situándola “dentro de la existencia terrestre, dentro de la política en cuanto tal.”37 Bodin, escribía Wilhelmsen, “identificó el poder del Príncipe con una Autoridad que era Absoluta, y que residía en él mismo. De esta forma, consideraba al Príncipe como Soberano en su pleno sentido ontológico, y no simplemente en el sentido ceremonial del término.”38 “El nuevo Príncipe gobernaba de acuerdo con una Soberanía”, subrayaba él, “que era la suya propia; un Poder unido a una Autoridad que era irrefrenable e ilimitada. [Él era] la fuente tanto de la ley como de la Autoridad.”39 Esto condujo a la “divinización de la existencia política.”40 Este proceso del príncipe que asume toda autoridad y poder en sí mismo rompió la dicotomía que existía en la concepción medieval de la soberanía. “Todo acto de armonizar el Poder y la Sabiduría de la que proviene la Autoridad, solamente es posible bajo dos condiciones: 1) o bien el Poder es idéntico a la Sabiduría (…) o bien 2) el Poder está limitado desde fuera de sí mismo. El Poder”, escribía Wilhelmsen, “puede permanecer absoluto y bueno solamente cuando es Divino. Si el Poder ha de actuar en una forma distinta a la meramente poderosa; si el Poder ha de actuar sabia y prudentemente en armonía con la justicia y la verdad”, subrayaba él, “entonces el Poder debe ser especificado o limitado por dimensiones del ser que no estén formalmente identificadas con el Poder como tal.”41 Él dedujo esto de su metafísica tomista. “El Poder debe vivir del lado de la existencia. (…) En Dios, el Poder es uno con el Ser, pero en ninguna parte podemos descubrir –dentro del Ser mismo– ninguna especificación o determinación del Poder. Esta especificación”, escribía él, “que constituye ella misma siempre cierta limitación, debe provenir de un principio que no sea idéntico al Poder: es decir, el orden de la esencia o determinación de la existencia. Un Poder ilimitado que no sea Dios constituye una monstruosidad metafísica.”42

Un poder terrestre absoluto es una abominación moral, “‘esencialmente [un] Poder anticristiano y (…) simultáneamente’” –Wilhelmsen citaba del teórico político español Juan Donoso Cortés– “‘un atentado realizado a la majestad de Dios y la dignidad del hombre. (…) Un Poder ilimitado es también una idolatría en el sujeto, porque adora al rey; una idolatría en el rey porque él se da culto a sí mismo.’”43 Explicando las opiniones de Donoso, Wilhelmesen observó que esta concepción del poder violaba la estructura Trinitaria de la existencia, “la ley de la unidad en la variedad y de la variedad en la unidad”, que concordaba con la metafísica cristiana de Wilhelmsen de una estructura paradójica de la existencia que consistía en ser compleja, diversificada, pero a la vez unificada en su ser a causa de Dios.44 “Mientras que la uniformidad y univocidad gobiernan el universo racionalista y liberal”, escribía Wilhelmsen, “la variedad y la unidad dominan el mundo tradicionalista cristiano.”45 Donoso “encuentra su principio supremo del ser operando dentro de la existencia política de la siguiente manera”, escribía Wilhelmsen: “‘en la sociedad la unidad se manifiesta a través del Poder, y la variedad se manifiesta a través de las jerarquías [de autoridad, desde la Iglesia hasta los parlamentos medievales].’ Ambas son”, subrayaba Wilhelmsen, “inviolables y sagradas. ‘Su coexistencia constituye simultáneamente el cumplimiento de la voluntad de Dios y la garantía de la libertad del pueblo [pues el poder es refrenado por una autoridad fuera de él mismo].’”46

La Revolución Protestante ayudó al desarrollo del estado absolutista.47 Minó la autoridad moral de la Iglesia Católica Romana –su derecho a hablar en nombre de Dios en la tierra– lo cual precipitó la absorción por el estado de la autoridad moral en sí mismo. La trayectoria de la Reforma Protestante hacia la “inmediación” y hacia un énfasis de la conciencia individual (imbuida por la interpretación personal de la Biblia) por encima de la Iglesia, y su concepción de la gracia como no mediata, minaron el orden político confesional (consistente en que el poder político debería ponerse al servicio de la autoridad moral de Cristo a través de su Iglesia). No había ninguna necesidad en la visión protestante de reforzar la preeminencia de la Iglesia Católica Romana o de asegurar caminos para su gracia santificante, desde el momento en que consideraban a la Iglesia superflua para la salvación; de hecho, ese orden podría frustrar la creencia y el culto religiosos por intentar obligar o vincular a la conciencia individual en materias de fe y moral. En realidad, los protestantes americanos se convirtieron en los principales defensores de la “separación” de la iglesia y el estado –y no simplemente de la libertad religiosa– porque cada vez más no podían tolerar que ninguna fe reivindicara una autoridad moral sobre el individuo (especialmente la reivindicación de la Iglesia Católica Romana), lo cual les parecía tiránico. El protestantismo, pues, “separó la religión de la política permitiendo una “relación individualista y totalmente vertical con Dios, y negó cualquier papel ‘horizontal’ para la religión para ‘modelar el orden social y político.’”48 El estado secular moderno buscó cumplir con el papel civilizador que una vez estuvo reservado para la Iglesia.


ORDEN CONFESIONAL

La solución última para estos males políticos, que nos han estado conduciendo hacia la anarquía, es la cristianización católica de la sociedad: restaurar la fe en la autoridad moral de Cristo (a través de Su Iglesia) por encima del hombre y la sociedad. Esto último implicaría la construcción de un orden confesional, para así sellar este compromiso con Cristo en el orden público. Este nuevo orden era una construcción teórica, pero derivaba de la concepción que tenía Wilhelmsen de la Cristiandad histórica, la cual nunca podría ser restaurada en su forma real originaria, pero sí podría servir como inspiración para una futura Cristiandad.

La salud de este nuevo orden civilizado dependería del orden político, representativo de la ortodoxia pública. Para Wilhelmsen, la salud de este orden político –lo más importante– dependería de cómo de cercano se encontrara conformada la ortodoxia pública (dado que en su corazón, las ortodoxias públicas eran la visión que tiene una sociedad de su existencia y finalidad) con la visión cristiana-católica del ser, aquélla en la que se ven “todas las cosas como manteniendo su existencia por sufragio del Señor.”49

Esta visión metafísica perpetúa la fidelidad (que nace del amor) hacia Dios, de Quien el hombre –por causa del amor– existe. Este amor Divino se hizo carne en Cristo, Quien a través de la Cruz redimió la creación. Este amor llama al hombre a imitar al Dios Encarnado, Quien, por causa del amor, eleva al mundo en el Espíritu dándose a Sí mismo como ofrenda al Padre para redimir al hombre. El hombre, pues, por causa del amor, se da a sí mismo para redimir al mundo (para tomar parte en la misión redentora de Cristo), encarnando este amor, expresándolo en adelante al mundo al signarlo con la cruz y, de esta forma, trayéndolo de vuelta al Padre, a través del Hijo, en el Espíritu Santo.50 El mandato de la Encarnación consiste, escribía Wilhelmsen, en “moldear la creación de nuevo y santificar todas las cosas, de tal forma que puedan participar en la Redención de nuestro Señor Jesucristo (…) para cubrir lo que le falta a los sufrimientos de la Cruz.”51

Esta misión sacralizadora, de santificar todas las cosas en Cristo, es intrínseca al hombre; una necesidad ontológica para poder retornar al Dios Trinitario, de Quien, a través de Quien, y en Quien él es. Esta misión sacralizadora-redentora engendraría una sociedad sacra; una sociedad marcada con la fe de la cruz y, de esta forma, repleta de símbolos de salvación en Cristo, sacramentales o gracias actuales, que dirigen al hombre hacia Cristo, especialmente la gracia santificante derramada a través de Su Iglesia –que también se hace más extendida en una sociedad sacra– que salva al hombre y le lleva a Cristo. “Yo tomo como revelada la siguiente proposición”, escribía Wilhelmsen: “Dios quiere que todos los hombres se salven. Considero como evidente que es más fácil que él se salve en una sociedad que le anime y sustente en la Fe, que le rodee con símbolos de su salvación.”52 Esto es porque la gracia, aunque siempre perfecciona la naturaleza y “puede obrar en la naturaleza humana en cualquier momento y bajo cualesquiera circunstancias”, “obra de mejor manera, en la medida en que más perfecto esté el hombre en el plano natural.”53 Por tanto, concluía él, “el hombre está mejor dentro de un orden sacro que fuera de él.”54

El orden confesional se desarrollaría naturalmente a partir de una sociedad sacra. Así como un hombre cristiano expone su fe al mundo, en la medida en que su fidelidad a Cristo y su vida sean una sola cosa, así también la sociedad sacra, análogamente, confesaría públicamente su devoción a Cristo, en la medida en que su alianza con Él y su existencia constituyeran una sola cosa. El hombre es una “unidad en la existencia”; él no podría sanamente compartimentar su fe en Cristo y vivirla solamente en algo llamado “esfera privada”.55 Él no está dividido dentro de sí mismo; no es una dualidad en la existencia; no es un ser temporal y un ser espiritual, porque no es ninguna de esas dos cosas, sino que es un “espíritu encarnado”.56 Si el hombre es la fe (aunque la fe no es él), si la gracia teje la Cruz en su corazón y mente, y si el hombre se comunica en adelante al mundo, entonces su fe y su vida son necesariamente una sola cosa.57 Los hombres católicos, pues, se dedicarían a construir un orden político que fuera una extensión de ellos mismos, al servicio del “Dios-Hombre”.58 El orden confesional serviría como una ayuda más para dirigir al hombre a Cristo. Reforzaría y protegería la sociedad sacra. Este orden político, separado del orden espiritual gobernado por la Iglesia, sujetaría su poder a la autoridad moral de la Iglesia de Cristo, se adheriría a la ley moral, y confesaría en general la fe católica romana, incluyendo el reforzamiento de su preeminencia en la sociedad.

El orden confesional sería verdaderamente legítimo porque reconocería al verdadero soberano de la creación, Cristo. La Realeza de Cristo sobre la existencia existe, con independencia de que se la reconozca o no. Cristo, como observa San Juan, es el “príncipe de los reyes de la tierra”, y San Mateo escribe que, “todo poder en el cielo y en la tierra”, se le ha dado a Él.59 “Cristo es el Rey de todos los Reyes”, escribía Wilhelmsen, “Señor de la Creación. Heredó Su título de Su Padre; Ganó Su título en la cruz mediante Su victoria sobre Satán; y se le ha reconocido Su título por su Infinita Sabiduría y Bondad.”60

La finalidad de la política confesional sería el amor, que fue el fundamento de la misión de Cristo; él vino, escribe San Marcos, “no para ser servido, sino para servir, y dar la vida en rescate de muchos.”61 El orden político que confiesa la soberanía de Cristo ayuda al hombre en su búsqueda de la salvación (su finalidad última) al proscribir vicios y proporcionar estímulos para obedecer a Dios, y al proteger y ayudar a la misión de la Iglesia de llevar la Cruz al mundo.

¿Y qué hay de la libertad y la igualdad en un futuro orden confesional? El reconocimiento de la soberanía de Cristo refrenaría el ascenso de un estado absolutista. En primer lugar, el poder del orden político sería refrenado por la autoridad de Cristo (comunicada a través de Su Iglesia). En segundo lugar, tal orden respetaría y protegería la dignidad transcendente de la persona, la cual pertenece a Dios, y no al estado. En tercer lugar, siguiendo la lógica de la delegación del poder por Cristo en favor de entidades de gobierno menores, el orden confesional delegaría poder en favor de la más pequeña unidad política posible capaz de cumplir con “los fines consubstanciales a ella misma.”62 En cuarto lugar, el orden confesional fomentaría una mayor devoción a la ley y una ciudadanía más autogobernante o autónoma, y de esta forma se requeriría un gobierno menos intrusivo. Ayudando al hombre a obedecer a Dios, dicho orden ayudaría a liberarle de la esclavitud del pecado. Más aún, la obediencia a la ley –en conformidad con la autoridad de Cristo– tendría un propósito más elevado: el amor por la Persona de Cristo, y no simplemente el objetivo de adherirse a una mayoría, o al poder de alguna clase o gobernante en particular, o a la ley como un fin en sí misma.63

En un contexto católico romano, el hombre posee una inviolable racionalidad y voluntad libres, que hacen radicar su libertad en su existencia (su capacidad de elegir a Dios), y no en una carta constitucional o una tradición. Los derechos derivados de esta existencia moral no se conciben como derechos absolutos o ilimitados, sino que están limitados por la autoridad de Dios.64 En cualquier caso, la libertad –entendida simplemente como elección (no como capacidad de elegir)– “nunca podría constituir un fin en sí misma” para el individuo o la sociedad, el cual o la cual, de ser así, tendría que permanecer en una perpetua estasis (para mantener la elección).65 La elección nunca podría ser un fin. El “fin” u objetivo de una sociedad debería ser el amor, lo cual significa establecer un orden comprometido en ayudar al pueblo a actuar moralmente, lo cual haría nacer una mayor libertad, “liberación del mal.”66 El orden confesional, pues, limitaría la elección para asegurar el bien del individuo y el bien común. “El amor se opone a la libertad”, señalaba Wilhelmsen, “solamente cuando la libertad se opone al amor.”67 Sin embargo esto último no sería tan opresivo como pensaría el mundo moderno, porque el asunto actual de la libertad religiosa “constituye una tautología”, escribía él, “cuando se lo somete a un análisis filosófico. Nadie puede coaccionar el asentimiento a una Fe, ni siquiera Dios mismo.”68 De todas formas, todas las sociedades poseen una cierta ortodoxia pública.69 La llamada “sociedad abierta” es un mito. Incluso los pluralistas Estados Unidos imponen una ortodoxia: el “acuerdo de no estar de acuerdo.”70

Más aún, el orden confesional no se adheriría a ningún concepto abstracto de igualdad, sino que respetaría la dignidad de todas las personas (por quienes Cristo murió). “Todos somos igualmente hombres pero no hombres iguales”, escribía Willhelmsen.71 No podrían ser iguales ante la ley, ni tampoco podrían tener si quiera igualdad de oportunidades. El hombre es valioso porque es, porque Dios lo ama. Las desigualdades podrían ofender la dignidad humana, pero no dan ni quitan la dignidad de la persona. Dado que los hombres no son iguales (y están impregnados de una naturaleza caída), y que la jerarquía es conforme con el patrón divino, y que la sociedad es engendrada no a partir del individuo, sino de la familia (una “jerarquía ordenada”), se infiere que una ordenación jerárquica de la sociedad es naturalmente necesaria para el orden y la armonía.72

Sin embargo, en un contexto cristiano, esas diferencias individuales y sociales indican una obligación de usar cualesquiera ventajas al servicio de los demás, imitando así a Cristo. La misión redentora –llevar la cruz al mundo– incluye, como lo más importante, el servir a “los hermanos más pequeños” del Rey.73 Esa diferenciación entre personas y clases también evidencia la necesidad que hay de comunidad; que el hombre necesita de un “nosotros”. El hombre se atrofia como individuo solitario o como clase solitaria.


MONARQUIA DINÁSTICA

Frederick Wilhelmsen creía que una monarquía dinástica sería el sistema político más conducente a una sociedad que confesara la soberanía de Cristo. Del mismo modo que el orden confesional necesita para poder funcionar de una sociedad que sea fiel a Cristo, así también Wilhelmsen sabía que una monarquía tendría que depender para su existencia de una tradición monárquica. Él creía que una monarquía sería más fiel a –y comunicativa con– un entendimiento corporativo y orgánico de la sociedad; que la monarquía sería la cabeza de un cuerpo político, dependiendo el uno del otro.74 Lo más importante: él creía que una monarquía se modelaba conforme a la Realeza de Cristo.

La monarquía dinástica-confesional sería “análoga a la realeza de Cristo”, de una manera triple.75 En primer lugar, en la monarquía, el poder sería unitario –como lo es la soberanía de Cristo– proporcionando la unidad de acción en el cuerpo político necesaria para el orden. El poder podría delegarse –del mismo modo que Cristo delega poder– pero el rey, en el campo político –igual que Cristo sobre la creación–, seguiría siendo el poder último. Más aún, puesto que la monarquía posee todo el poder, no sería un poder dependiente; el rey tendería a estar por encima de las luchas políticas y no estaría sujeto a partidismos o grupos de interés; lo cual también apunta de manera semejante a la transcendencia del imperio de Cristo, Quien está por encima de todo poder terrestre.

En segundo lugar, el poder monárquico sería personal, igual que la soberanía de Cristo, que también es personal. Cristo es una Persona. Las leyes o abstracciones –Wilhelmsen era inflexible en esto– no gobiernan a los hombres; por el contrario, es la persona la que los gobierna. Los hombres podrían ser más leales a las personas que ejercen el poder, que a una ley o a una mayoría sin rostro.76 Ese gobierno personal sería superior en el hecho de que transciende –si bien está beneficiosamente condicionado por– el, más abstracto y anónimo, imperio de la ley.77 Paradójicamente, una monarquía (con toda su diferenciación o separación con respecto a los asuntos ordinarios), sería una forma de gobierno más personal, pues es el rey, una persona, la que gobierna; mientras que la democracia (con toda su relación o vinculación con el pueblo, pues es el pueblo quien gobierna), constituye un gobierno más anónimo, pues son las masas las que gobiernan.

En tercer lugar, la base de la legitimidad de la monarquía sería la herencia dinástica, del mismo modo que Cristo, Quien heredó su soberanía de Su Padre. La fuente de la legitimidad de ese gobierno “es la paternidad”, una ordenación ontológica en el hecho de que ese poder es –el poder del rey está en su ser (el hijo de su padre)–; no derivaría ni dependería de una elección o promulgación legal; tendería a ser de carácter sagrado o inviolable.78 Esta legitimidad ontológica apuntaría hacia el origen transcendente del poder.

Más aún, la dinastía monárquica, vendría a ser el gobierno de una familia (el poder del rey sería en nombre de su familia) y, de esta forma, reconocería y protegería a la familia (la “base”, ella misma, “de la existencia política”).79 Un hombre no nace como un hombre solo, ni su identidad proviene solamente de sí mismo. Los hombres nacen dentro de familias; estructuras que “son anteriores a toda elección, que son más profundas que cualquier ley, más profundas que cualquier filosofía”; mini cuerpos políticos, que encarnan los principios del orden, esto es, los elementos monárquicos, aristocráticos y democráticos necesarios para el orden político: poder, autoridad y comunión (respectivamente). Esta última se da porque el hombre descubre en su familia que su identidad es intrínsecamente de carácter comunal (o relacional): es un “nosotros”, la familia, la que le da el nombre.80 La monarquía dinástica no sólo constituiría un gobierno ejercido por una familia, sino también un gobierno moldeado conforme a la estructura de la familia, jerárquica y paternalmente ordenado. “Allí donde los padres son reyes en sus propias familias”, escribía Wilhelmsen, “uno de ellos –un rey dinástico– viene a ser padre de todos los padres.”81

En un orden social compuesto de familias, que están representadas en el cuerpo político, la personalidad se adecúa a su estructura ontológica. “El tema teológico y metafísico fundamental que está en cuestión tiene que ver con la misma estructura de la personalidad. Si yo principalmente soy quien soy y no lo que soy”, escribía Wilhelmsen, “entonces la sociedad debería estructurarse alrededor de la familia: yo soy el Nombre que soy gracias a mis padres. Si, por el contrario”, señalaba él, “quién soy yo constituye algo irrelevante; si la principal cuestión en relación a mí tiene que ver con qué soy yo, entonces el individualismo democrático debería tener vía libre.”82 El mantener la integridad de la familia –algo que está mejor asegurado mediante una monarquía dinástica– salvaguardaría mejor la verdadera dignidad del hombre, de que su valor es (está en su ser, en su existencia); una identidad inherente en una identidad familiar. Por el contrario, la identidad del hombre sin familia, la identidad que deriva solamente de sí mismo, es una identidad necesariamente pasajera, porque radica principalmente en las exigencias de su vida. Este es el individuo cultivado por la democracia, la cual sólo reconoce la existencia de individuos solitarios. “¡Un hombre, un voto! Este es el dogma capital de la democracia liberal”, escribía Wilhelmsen.83 La democracia, por tanto, no respeta la personalidad y hace perder el orden en favor de un individualismo que solamente se cumple en el hecho de estar convirtiéndose –en lugar de estar siendo. La vida solitaria “vivida fuera de la familia”, escribía Wilhelmsen, “permite a un hombre asumir cualquier papel, desde el de un santo al de un pecador, puesto que nunca permite que ese hombre sea.”84

La crítica de Wilhelmsen a la democracia americana y su promoción de un orden confesional, además de su preferencia por una monarquía dinástica como forma de gobierno, ciertamente hizo de él un anacronismo tanto para los conservatistas como para los católicos liberales americanos, en el período de la Guerra Fría. Sin embargo, él argumentaba que el gobierno americano se había convertido en un poder absoluto, y que dicho desarrollo nunca podría reconciliarse con las enseñanzas de la Iglesia. ¿Qué es, preguntaría él, lo que está por encima de la ley positiva del estado? ¿Qué autoridad separada hay que cualifique o limite a ese poder? El que el cincuenta y uno por ciento de la población pudiera cambiar su mente en cada elección no resolvería el problema (del control o limitación del estado). En realidad, el problema es que la decisión de una mayoría ha venido a concebirse como algo más que un simple mecanismo procedimental; se ha concebido o considerado como la autoridad última o final en la sociedad. ¿Cómo, alegaría él, podría reconciliarse esto con la Realeza de Cristo? Wilhelmsen, si bien él una vieja voz, exigía una reevaluación de la democracia americana, y esto constituyó el propósito fundamental de sus comentarios políticos.



Notas


1. Gracias a los dos revisores de la Catholic Social Science Review, y al Dr. David Cullen, a la Dr. Alexandra Wilhelmsen, al Dr. David J. Popowski y Amber M. Popowski por leer este trabajo y proporcionar sugerencias útiles. Gracias también al Dr. Carl Hasler por proporcionar sus pensamientos sobre Wilhelmsen. Un buen número de autores han examinado el pensamiento de Wilhelmsen: Patrick Allitt, Catholic Intellectuals and Conservative Politics in America, 1950 -1985 (Ithaca, N.Y.: Cornell University Press, 1993); James J. Lehrberger, “Christendom´s Troubador: Frederick D. Wilhelmsen”, The Intercollegiate Review (Primavera 1997): 52 – 55; George H. Nash, The Conservative Intellectual Movement in America (New York: Basic Books, 1976); Jeffrey O. Nelson, “Wilhelmsen, Frederick D.”, en American Conservatism: An Encyclopedia, ed. Bruce Frohnen, Jeremy Beer, y Jeffrey O. Nelson (Wilmington, Del.: ISI Books, 2006), 921 – 23; Michael Henry, introducción a Christianity and Political Philosophy, por Frederick D. Wilhelmsen (New Brunswick, N.J.: Transaction Publishers, 2014), ix – xxi; Mark D. Popowski, The Rise and Fall of Triumph: The History of a Radical Roman Catholic Magazine, 1966 – 1976 (Lanham, Md.: Lexington Books, 2012); R. A. Herrera, James Lehrberger, O. Cist., y M. E. Bradford, eds. Saints, Sovereigns, and Scholars: Studies in Honor of Frederick D. Wilhelmsen (New York: Peter Lang Publishing, Inc., 1993); Craig Schiller, The Guilty Conscience of a Conservative (New Rochelle, N.Y.: Arlington House Publishers, 1978); Sin firma, Frederick D. Wilhelmsen (Eminent Profesor and Catholic Intellectual): A Tribute from the University of Dallas (Irving, Tex.: University of Dalls, 1998); y véase el número de invierno de 1996 de Faith and Reason 22:4 (Invierno 1996): 233 – 67.

2. Mateo 28:19.

3. Juan 14:6.

4. Para el concepto de “ortodoxia pública”, véase: Frederick D. Wilhelmsen y Willmoore Kendall, “Cicero and the Problem of the Public Orthodoxy”, Intercollegiate Review 5:2 (Invierno 1968 -1969): 84.

5. Frederick D. Wilhelmsen, “Hallowed Be Thy World,” Triumph 3:6 (Junio 1968): 13.

6. Frederick D. Wilhelmsen, “Civil War in 1984,” Southern Partisan (Invierno 1984): 37.

7. Frederick D. Wilhelmsen, “Donoso Cortés and the Meaning of Political Power,” Intercollegiate Review 3:3 (Enero – Febrero 1967): 122.

8. Ibid., 115–16.

9. Frederick D. Wilhelmsen, “The Political Philosophy of Alvaro d’Ors,” The Political Science Reviewer 20:1 (Primavera 1991): 165. Véase también: Wilhelmsen, “Donoso Cortés and the Meaning of Political Power,” 122.

10. Wilhelmsen, “The Political Philosophy of Alvaro d’Ors,” 173. La “Propuesta Americana”, argumentaba el Padre Murray, consistía en que Dios era soberano sobre las naciones y sobre los individuos. Véase: John Courtney Murray, S.J., We Hold These Truths: Catholic Reflections on the American Proposition (Garden City, N.Y.: Image Books, 1960).

11. Frederick D. Wilhelmsen, “The Natural Law Tradition and the American Political Experience,” The Occasional Review (Febrero 1974): 19.

12. Ibid., 24.

13. Ibid., 25–26.

14. Ibid., 25.

15. Frederick D. Wilhelmsen and Jane Bret, The War in Man: Media and Machines (Athens: University of Georgia Press, 1970), 59.

16. Ibid.

17. Frederick D. Wilhelmsen, “Transcending the Dialectic,” Triumph 4:9 (Septiembre 1969): 17.

18. Frederick D. Wilhelmsen, “A Philosopher’s Meditation: Creation and Its Enemies,” The Angelus 16:2 (Febrero 1993): 24.

19. Ibid., 17–28.

20. Frederick D. Wilhelmsen, “John Courtney Murray and the Optimism of the 1950s,” in We Hold These Truths and More: Further Reflections on the American Proposition, The Thought of Fr. John Courtney Murray, S.J., and Its Relevance Today, ed. Donald J. D’Elia y Stephen M. Krason (Steubenville, Ohio: Franciscan University Press, 1993), 29; y Wilhelmsen, “The Natural Law Tradition and the American Political Experience,” 20–30.

21. Wilhelmsen, “John Courtney Murray and the Optimism of the 1950s,” 29; y Wilhelmsen, “The Natural Law Tradition and the American Political Experience,” 20.

22. Frederick D. Wilhelmsen, Citizen of Rome: Reflections from the Life of a Roman Catholic (La Salle, Ill.: Sherwood Sugden & Company, 1980), 335.

23. Wilhelmsen, “The Natural Law Tradition and the American Political Experience,” 27.

24. Frederick D. Wilhelmsen, “Sign, Faith and Society,” Faith & Reason 20:2 (Verano 1994): 159–60.

25. Wilhelmsen, “The Political Philosophy of Alvaro d’Ors,” 164.

26. Irving Kristol, “The Most Successful Revolution,” American Heritage 25:2 (Abril 1974).

27. Frederick D. Wilhelmsen, “Otto von Habsburg and the Future of Europe,” Modern Age 2:3 (Verano 1958): 270.

28. Frederick D. Wilhelmsen, “The Sovereignty of Christ—Or Chaos,” The Wanderer 100:43 (Octubre 7, 1967): 12.

29. Ibid.

30. Ibid.

31. Wilhelmsen, “Donoso Cortés and the Meaning of Political Power,” 112.

32. Frederick D. Wilhelmsen, “The Conservative Vision,” The Commonweal (Junio 24, 1955): 297.

33. Wilhelmsen, “Donoso Cortés and the Meaning of Political Power,” 112.

34. Ibid., 113.

35. Frederick D. Wilhelmsen, “A Philosopher’s Meditation: Quas Primas,” The Angelus 16:10 (Octubre 1993): 30.

36. Ibid.

37. Wilhelmsen, “The Political Philosophy of Alvaro d’Ors,” 174; y Wilhelmsen, “Donoso Cortés and the Meaning of Political Power,” 113.

38. Wilhelmsen, “The Sovereignty of Christ—Or Chaos,” 12.

39. Ibid.

40. Wilhelmsen, “Donoso Cortés and the Meaning of Political Power,” 13–14.

41. Ibid., 114.

42. Wilhelmsen, ““The Political Philosophy of Alvaro d’Ors,” 166.

43. Ibid., 122.

44. Ibid., 119–20.

45. Ibid., 121.

46. Ibid.

47. Ibid., 174.

48. Wilhelmsen, “Hallowed Be Thy World,” 12–13; citado en: Popowski, The Rise and Fall of Triumph, 69.

49. Frederick D. Wilhelmsen, “The Good Earth,” Triumph 4:2 (Febrero 1969): 13.

50. Wilhelmsen, “Sign, Faith and Society,” 156.

51. Wilhelmsen, “Hallowed Be Thy World,” 11.

52. Wilhelmsen, “Sign, Faith and Society,” 158.

53. Frederick D. Wilhelmsen, Hilaire Belloc: No Alienated Man, A Study in Christian Integration (New York: Sheed and Ward, 1953), 85.

54. Wilhelmsen, “Sign, Faith and Society,” 158.

55. Ibid., 161.

56. Frederick D. Wilhelmsen, “Angels,” The Angelus 18:12 (Diciembre 1995): 39.

57. Wilhelmsen, “Sign, Faith and Society,” 160.

58. Wilhelmsen, Hilaire Belloc, 32.

59. Revelation 1:5 and Matthew 28:18.

60. Wilhelmsen, “A Philosopher’s Meditation: Quas Primas,” 30.

61. Mark 10:45.

62. Wilhelmsen, “The Political Philosophy of Alvaro d’Ors,” 161.

63. Wilhelmsen, “The Sovereignty of Christ—Or Chaos,” 12; y: Wilhelmsen y Kendall, “Cicero and the Problem of the Public Orthodoxy,” 84–100.

64. Wilhelmsen and Bret, The War in Man, 58; y: William H. Marshner, “Liberty and the Social Order,” Triumph 8:5 (Mayo 1973): 24–26.

65. Frederick D. Wilhelmsen, “Love versus Freedom,” Intercollegiate Review 30:2 (Primavera 1995): 9–10; y: Marshner, “Liberty and the Social Order,” 24–26.

66. Wilhelmsen, “Love versus Freedom,” 8–10.

67. Ibid.

68. Wilhelmsen, “Transcending the Dialectic,” 17.

69. Frederick D. Wilhelmsen, “My Doxy is Orthodoxy,” National Review (Mayo 22, 1962): 365.

70. Ibid.

71. Frederick D. Wilhelmsen, “Friendship and Equality,” The Angelus 18:8 (Agosto 1995): 38.

72. Ibid.

73. Mateo 25:40.

74. Frederick D. Wilhelmsen, “The King: Sir John Fortescue and the English Tradition,” Modern Age 19:3 (Verano 1975): 255.

75. Popowski, The Rise and Fall of Triumph, 112.

76. Wilhelmsen, “The King: Sir John Fortescue and the English Tradition,” 251–52.

77. Frederick D. Wilhelmsen, “Royalist Revival in Central Europe” National Review (Enero 18, 1958): 61–63.

78. Wilhelmsen, “The Political Philosophy of Alvaro d’Ors,” 151.

79. Frederick D. Wilhelmsen, “The Family as the Basis for Political Existence,” The Intercollegiate Review 26:2 (Primavera 1991): 10.

80. Frederick D. Wilhelmsen, “Respondeo Dicendum: Family Politics,” Triumph 10:2 (Febrero 1975): 43.

81. Ibid.; véase también: Wilhelmsen, “The Political Philosophy of Alvaro d’Ors,” 153.

82. Ibid.

83. Wilhelmsen, “The Family as the Basis for Political Existence,” 12.

84. Wilhelmsen, “Respondeo Dicendum: Family Politics,” 43.