Esto escribe Menéndez y Pelayo sobre el jansenismo en España:
HISTORIA DE LOS HETERODOXOS... >
V : REGALISMO Y ENCICLOPEDIA > LIBRO VI > CAPÍTULO II.—EL JANSENISMO REGALISTA EN EL SIGLO XVIII
(…) Cuando los llamados en España jansenistas querían apartar de sí la odiosidad y el sabor de herejía inseparable de este dictado, solían decir, como dijo Azara, que tal nombre era una calumnia, porque jansenista es sólo el que defiende todas o algunas de las cinco proposiciones de Jansenio sobre la gracia, o bien las de Quesnel, condenadas por la bula Unigenitus.
En ese riguroso sentido es cierto que no hubo en España jansenistas; a lo menos yo no he hallado libro alguno en que de propósito se defienda a Jansenio (1585-1638). Es más: en el siglo XVIII, siglo nada teológico, las cuestiones canónicas, se sobrepusieron a todo; y a las lides acerca de la predestinación y la presciencia, la gracia santificante y la eficaz, sucedieron en la atención pública las controversias acerca de la potestad y jurisdicción de los obispos, primacía del papa o del concilio; límites de las dos potestades, eclesiástica y secular; regalías y derechos mayestáticos, etc., etc
La España del siglo XVIII apenas produjo ningún teólogo de cuenta, ni ortodoxo ni heterodoxo); en cambio hormigueó de canonistas, casi todo adversos a Roma.
Llamarlos jansenistas no es del todo inexacto, porque se parecían a los solitarios de Port-Royal en la afectación de nimia austeridad y de celo por la pureza de la antigua disciplina; en el odio mal disimulado a la soberanía pontificia, en las eternas declamaciones contra los abusos de la curia romana; en las sofísticas distinciones y rodeos de que se valían para eludir las condenaciones y decretos apostólicos; en el espíritu cismático que acariciaba a idea de iglesias nacionales y, finalmente, en el aborrecimiento a la Compañía de Jesús. Tampoco andan acordes ellos mismos entre sí: unos, como Pereira, son episcopalistas acérrimos; otros, como Campomanes, furibundos regalistas; unos ensalzan las tradiciones de la Iglesia visigoda; otros se lamentan de las invasiones de la teocracia en aquellos siglos; otros, como Masdéu, ponen la fuente de todas las corrupciones de nuestra disciplina en la venida de los monjes cluniacenses y en la mudanza de rito. El jansenismo de algunos más bien debiera llamarse hispanismo, en el mal sentido en que decimos galicanismo.
Ni procede en todos de las mismas fuentes; a unos los descarría el entusiasmo por ciertas épocas de nuestra historia eclesiástica, entusiasmo nacido de largas y eruditas investigaciones, no guiadas por un criterio bastante sereno, como ha de ser el que se aplique a los hechos pasados. Otros son abogados discretos y habilidosos que recogen y exageran las tradiciones de Salgado y Macanaz y hacen hincapié en el exequatur y en los recursos de fuerza.
A otros que fueron verdaderamente varones piadosos y de virtud, los extravía un celo falso y fuera de medida contra abusos reales o supuestos. Y, por último, el mayor número no son, en el fondo de su alma, tales jansenistas ni regalistas, sino volterianos puros y netos, hijos disimulados de la impiedad francesa, que, no atreviéndose a hacer pública ostentación de ella, y queriendo dirigir más sobre seguro los golpes a la Iglesia, llamaron en su auxilio todo género de antiguallas, de intereses y de vanidades, sacando a reducir tradiciones gloriosas, pero no aplicables al caso, de nuestros concilios toledanos y trozos mal entendidos de nuestros Padres, halagando a los obispos con la esperanza de futuras autonomías, halagando a los reyes con la de convertir la Iglesia en oficina del Estado, y hacerles cabeza de ella, y pontífices máximos, y despóticos gobernantes en lo religioso, como en todo lo demás lo eran conforme al sistema centralista francés.
Esta conspiración se llevó a término simultáneamente en toda Europa; y si la Tentativa, de Pereira, y el De statu Ecclesiae, de Febronio, y el Juicio imparcial, de Campomanes, y el sínodo de Pistoya, y las reformas de José II no llegaron a engendrar otros tantos cismas, fue quizá porque sus autores o fautores habían puesto la mira más alta e iban derechos a la revolución mansa, a la revolución de arriba, cuyos progresos vino a atajar la revolución de abajo, trayendo por su misma extremosidad un movimiento contrario que deslindó algo los campos.
En España, donde la revolución no ha sido popular nunca, aún estamos viviendo de las heces de aquella revolución oficinesca, togada, doctoril y absolutista, no sin algunos resabios de brutalidad militar, que hicieron D. Manuel de Roda, D. Pedro Pablo Abarca de Bolea, D. José Moñino y D. Pedro Rodríguez Campomanes. Hinc mali labes. Veremos en este capítulo cómo la ciencia de nuestros canonistas sirvió para preparar, justificar o secundar todos los atentados del poder y cómo antes que hubieran sonado en España los nombres de liberalismo y de revolución, la revolución, en lo que tiene de impía, estaba no sólo iniciada, sino en parte hecha; y, lo que es aún más digno de llorarse, una parte del episcopado y del clero, contagiado por la lepra francesa y empeñado torpemente en suicidarse. Historia es ésta de grande enseñanza, aunque se la exponga sin más atavíos ni reflexiones que las que por su propia virtud nacen de los hechos. (…)
- II -
Triunfo del regalismo en tiempo de Carlos III de España. -Cuestiones sobre el catecismo de Mesenghi. -Suspensión de los edictos inquisitoriales y destierro del inquisidor general. -El pase regio. -Libro de Campomanes sobre la «regalía de amortización».
«En tiempo de Carlos III se plantó el árbol, en el de Carlos IV echó ramas y frutos, y nosotros los cogimos; no hay un solo español que no pueda decir si son dulces o amargos». Con estas graves y lastimeras palabras se quejaba en 1813 el cardenal Inguanzo, y ellas vienen como nacidas para encabezar este relato, en que trataremos de mostrar el oculto hilo que traba y enlaza con la revolución moderna las arbitrariedades oficiales del pasado siglo.
De Carlos III convienen todos en decir que fue simple testa férrea de los actos buenos y malos de sus consejeros. Era hombre de cortísimo entendimiento, más dado a la caza que a los negocios, Y aunque terco y duro, bueno en el fondo y muy piadoso, pero con devoción poco ilustrada, que le hacía solicitar de Roma, con necia y pueril insistencia, la canonización de un leguito llamado el hermano Sebastián, de quien era fanático devoto, al mismo tiempo que consentía y autorizaba todo género de atropellos contra cosas y personas eclesiásticas y de tentativas para descatolizar a su pueblo. Cuando tales beatos inocentes llegan a sentarse en un trono, tengo para mí que son cien veces más perniciosos que Juliano el Apóstata o Federico II de Prusia. Pues qué, ¿basta decir, como Carlos III decía a menudo, «no sé cómo hay quien tenga valor para cometer de, liberadamente un pecado aun venial»? ¿Tan leve pecado es en un rey tolerar y consentir que el mal se haga? ¿Nada pesaba en la conciencia de Carlos III la inicua violación de todo derecho cometida con las jesuitas? ¿Qué importa que tuviera virtudes de hombre privado y de padre de familia y que fuera casto y sobrio y sencillo, si como rey fue más funesto que cuanto hubiera podido serlo por sus vicios particulares?
Mejor que él fue Felipe III, y más glorioso su reinado en algunos conceptos, y, sin embargo, no le absuelve la historia, aun confesando que hubiera sido excelente obispo o ejemplar prelado de una religión, así como de Carlos III lo mejor que puede decirse es que tenía condiciones para ser un especiero modelo, un honrado alcalde de barrio, uno de esos burgueses, como ahora bárbaramente dicen, muy conservadores y circunspectos, graves y económicos, religiosos en su casa, mientras dejan que la impiedad corra desbocada y triunfante por las calles.
A pesar de su fama, tan progresista como su persona, Carlos III es de los reyes que menos han gobernado por voluntad propia. (…)
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