La historia de las relaciones anglohispanas comienza, propiamente hablando, con la unión de los distintos reinos españoles bajo una sola dinastía; pero no pueden ser claramente comprendidas tales relaciones sin echar una mirada retrospectiva sobre los principales acontecimientos ocurridos en los dos o tres siglos anteriores a dicha unión. El elocuente, Vázquez de Mella, en su famosa filípica contra Inglaterra del teatro de la Zarzuela, atacó, efectivamente, a los reyes ingleses de la dinastía Plantagenet por el apoyo que prestaron a la Casa portuguesa de Aviz frente a las reclamaciones que la de Castilla formulaba a la corona de Portugal; no existe, sin embargo, conexión alguna entre los motivos que impulsaron a Juan de Gante a defender en el siglo XIV la independencia portuguesa y los que inspiraron la ulterior política desarrollada a este respecto por Isabel de Inglaterra y los príncipes Estuardos, y muy particularmente por Carlos II y por la reina Ana.
La política inglesa, durante la guerra de los Cien Años con Francia, estaba alimentada, principalmente, por un sentimiento de envidia, en parte dinástico, pero también nacional, hacia este país, ya que al llevar a cabo su propia unificación bajo los reyes de la tercera dinastía, había despojado a los príncipes ingleses de la Casa de Plantagenet de sus tres ducados ancestrales de Normandía, de Maine y de Anjou, así como la gran región comprendida entre el Loira y el Garona, aportada en calidad de dote por Leonor de Aquitania a su esposo Enrique II. Francia, además, había prestado su apoyo a los escoceses, cuando éstos opusieron tenaz resistencia a los planes de conquista y dominio que sobre dicho reino abrigaba el biznieto de Enrique, Eduardo I. La guerra, pues, en un principio no fue motivada por causas nacionales, ya que ambas dinastías rivales eran de origen francés, además de que cuando comenzó la lucha, las nacionalidades de Francia e Inglaterra, tal y como se comprende dicho concepto, estaban sin definir aún; si bien aquella larga contienda fue, con sus consecuencias, lo que más desarrolló la conciencia nacional de ambos países.
Sin embargo, el efecto principal que produjo la lucha entre Eduardo III de Inglaterra y Juan II de Francia (1350-60), en lo que se refiere al primer período de la guerra de los Cien Años, fue el convertir a Inglaterra en una potencia continental de primer orden. No logró ciertamente recuperar su posesiones francesas del Norte del Loira; pero conservó la ciudad de Calais, de la que se había apoderado al principio de la guerra, y afirmó y consolidó su autoridad en la vasta región del Oeste y del Sur de Francia, que se extiende desde las inmediaciones de Poitiers hasta los Pirineos. La posesión de dicha región fue entonces por primera vez absoluta (es decir, que Inglaterra defendía allí su propia soberanía), y no en virtud del vasallaje que los reyes ingleses como duques de Normandía o de Aquitania debían a la Corte de París.
Una de las consecuencias más importantes e inmediatas de aquella nueva situación, fue el de poner en contacto al gobierno del virrey inglés en Burdeos con los estados de la Península Ibérica -Castilla, Aragón, Navarra y Portugal-, de los cuales los tres primeros eran limítrofes del gran territorio que administraba. Dos de dichos estados, el de Castilla y el de Navarra, dependiente este último de Francia, estaban entroncados con la Casa Real de Valois; pero las disputas del rey de Navarra, Carlos el Malo, con la Corte francesa y sus intrigas con los ingleses, le llevaron finalmente a unir sus fuerzas a las de éstos, y fue incluída Navarra, gracias a la mediación de Inglaterra, en la paz de Bretigny (1360) sin sufrir merma alguna de su territorio, pudiendo, gracias a ello, molestar de continuo a los franceses.
En Castilla, el rey Pedro el Cruel, destronado después por sus propios súbditos, capitaneados por su hermano bastardo Enrique de Trastamara, que estaba apoyado por Francia, obtuvo en Burdeos, merced al antagonismo anglofrancés, la poderosa ayuda del Príncipe Negro de Gales, al que ofreció a cambio de su apoyo las Provincias Vascongadas. Enterado su rival Enrique de lo que se tramaba, llevóse a cabo la alianza francocastellana, a la que opuso Inglaterra un Tratado con el rey Pedro de Aragón (1377), siendo este último reino, dentro de la Península, el principal rival de Castilla. Aragón estaba además identificado como Estado mediterráneo con oposición a la ambición francesa en Nápoles y otras partes de Italia, en donde la política de Francia hallábase unida a la resistencia del partido francés y papal de los güelfos al de los gibelinos, que a su vez sostenía dentro de Italia los intereses alemanes e imperiales, de tal modo, que un profesor alemán llegó a decir que la batalla de Sedán era la revancha de la derrota de Conradino en Tagliacozzo.
La alianza contra Inglaterra, llevada a cabo por Francia durante el reinado de Carlos V y por parte de Castilla por D. Enrique de Trastamara, produjo una guerra que terminó con el vencimiento de Inglaterra. Su aliado, el destronado Don Pedro, fue vencido y muerto en Montiel. Du-Guesclin, al frente de las fuerzas francesas, invadió la Aquitania inglesa y logró impedir que Navarra le prestase auxilio, en tanto que la escuadra inglesa, a las órdenes del conde de Pembroke, fue aniquilada frente a la Rochelle por las flotas comandadas por los almirantes castellanos Boca Negra y Cabeza de Vaca. Como resultado de todo ello, las posesiones inglesas en Francia quedaron en el año 1374 reducidas a Burdeos, Bayona y algunos castillos aislados en las orillas de la Dordogne.
No era, pues, de extrañar que en vista de la política seguida por Enrique de Trastamara en contra de Inglaterra, ésta intentase, veinte años más tarde y al ofrecérsele ocasión propicia, vengarse de Castilla. Nació la lucha por las pretensiones que al trono de Portugal tenían el rey castellano Juan II, hijo político de Pedro I, último soberano de la Casa de Borgoña, y el Maestre de Aviz, hijo natural de Pedro, a quien las Cortes portuguesas habían elegido como su sucesor y cuya esposa eran nieta del rey Eduardo III de Inglaterra. La batalla de Aljubarrota no aparecía, pues, ante los contemporáneos como una victoria inglesa o angloportuguesa sobre Castilla, sino como una derrota de los tres reinos: Castilla, Francia y Escocia, aliados, contra Inglaterra y Portugal, beneficiándose por ella los dos últimos países. El propio duque de Lancaster, al ayudar a los portugueses, se preocupaba muy especialmente de las relaciones anglofrancesas y en particular de las rivalidades existentes dentro de la Península entre las Coronas de Francia y de Inglaterra. Los Estados ibéricos estaban, además, divididos entre sí, respecto a la guerra anglofrancesa, como lo estaban frente al cisma de la Iglesia, en el que Inglaterra, Alemania y Portugal reconocían al Pontífice romano, en tanto que Francia, Castilla y Escocia, acataban al cismático francés. Fue presenciada la batalla de Aljubarrota por legados de ambos Papas, que en nombre de ésrtos absolvieron y bendijeron a los ejércitos respectivos.
Estas pasajeras luchas dinásticas produjeron, a pesar de su carácter efímero, efectos duraderos en la historia de los países interesados, ya que la habilísima dinastía de Juan I y Felipa de Lancaster, que obtuvo el trono de Portugal, fue la que fundó más tarde el imperio colonial portugúes.Inglaterra, sin darse cuenta de ello, preparaba con la batalla de Aljubarrota el camino a Enrique el Navegante y a Vasco de Gama y, echaba los cimientos de su propio porvenir, adquiriendo en el siglo XVII, y merced a una nueva alianza matrimonial angloportuguesa (la de Carlos II y Catalina de Braganza, que llevaba en dote entre otros territorios la ciudad de Bombay), los principios de este imperio británico de las Indias, que de modo tan decisivo ha influído en la política mundial de los tiempos modernos, creando con ello la necesidad de mantener libres las vías de comunicación entre aquellas colonias y la Gran Bretaña, y el paso franco del Mediterráneo al Canal de Suez, razón única en el fondo de la cuestión de Gibraltar.
Así, pués, aun cuando los reyes de la Casa de Plantagenet, al decidirse a intervenir en la política interior de la Península Ibérica por defender los intereses de Navarra, Aragón y Portugal frente a los de Castilla y Francia, no lo hicieron por inferir un daño deliberado a una España todavía no unida; es indudable que al obrar de tal modo ayudaron inconscientemente a crear esos Imperios portugueses de Asia y de África, siendo dicha gestión, después de la retención de Gibraltar, una de las principales ofensas de Inglaterra a España, tal como lo consideran sus detractores contemporáneos.
Al mismo tiempo, además de Portuga, formábase por medio de otra pequeña pero gloriosa comunidad europea, un nuevo punto de contacto entre España e Inglaterra, destinado a representar un papel más importante aún en las relaciones de ambos países y de efectos más transcendentales y duraderos. Más antiguo en casi medio siglo que la alianza angloportuguesa firmada a perpetuidad en Windsor en el año 1386, fue el primer Tratado llevado a cabo entre Inglaterra y las provincias o Estados flamencos, que formaron dentro del santo Imperio Romano la parte más importante del círculo de Borgoña, aproximadamente igual a los reinos modernos de Bélgica y de Holanda. Hay que notar que la suerte que tuvieron dichas provincias después que hubieron pasado con la propia España a poder de la Casa de Austria, fue uno de los factores determinantes de las relaciones políticas anglohispanas durante las centurias XVI y XVII. La Inglaterra medieval, que carecía entonces casi en absolulto de manufacturas propias, constituía el centro de venta y mercado principal de las grandes ciudades industriales flamencas, Brujas, Gante e Ipres. A pesar de ello sus gobernantes, los condes de Flandes, vasallos de Francia, siguiendo una política determinada, intentaron poner fin al comercio con Inglaterra, prohibiendo la importación de la lana inglesa, elemento esencial para el funcionamiento de las fábricas flamencas. Dichas medidas produjeron un levantamiento (1337) de la democracia flamenca, apoyada por el arzobispo de Colonia y varios príncipes de la Alemania occidental. Aquélla, rebelión contra el conde Luis de Flandes y su mandatario el rey de Francia, pidió auxilio al rey Eduardo III de Inglaterra, el cual desembarcó al frente de un ejército en Amberes, y ayudado -aunque no muy eficazmente- por el emperador y los príncipes alemanes y por el vecino duque de Brabante, expulsó a Luis, puso en su lugar a van Artevelde, ciudadano de Gante, invadiendo, en unión de fuertes contingentes flamencos y alemanes, a Francia, y destrozando en la batalla de Sluys (1349) la escuadra francesa, que había atacado la ciudad de Southampton y otros puertos ingleses del Canal de la Mancha; siendo ésta la victoria que se puede considerar base del futuro poderío naval de la Gran Bretaña. Al firmarse la paz de Bretigny (1360) se rompieron temporalmente las alianzas entre Francia y Escocia de una parte, e Inglaterra y Flandes de la otra; pero el desarrollo y crecimiento de la Casa de Borgoña, francesa por su origen y antifrancesa en su política -pues gobernaban sus jefes por derecho hereditario las antiguas provincias flamencas y los territorios adyacentes que se extendieron en tiempo de Carlos el Temerario desde la coste Norte de Holanda hasta la Alsacia-, significó nada menos que el advenimiento en el Noroeste de Europa de un nuevo vigoroso poder, deseoso de encontrar en Inglaterra protección en contra de Francia.
Después de la seguna expulsión de los ingleses del territorio francés, reconquistado por Enrique V y arrancado nuevamente a su infante heredero por Juana de Arco; la guerra de las Rosas, llevada a cabo por dos ramas rivales de la Casa Real de Inglaterra, puso término por espacio de algún tiempo a toda intervención de ésta en el continente; pues la alianza que contra Francia formaron Carlos el Temerario, el rey inglés Eduardo IV y Juan II de Aragón, con el objeto de que Carlos se apoderase de la Champaña y París, Eduardo de la Normandía y Juan de Guyena, con el Rosellón catalán, no produjo efecto alguno práctico. Después de la muerte de Carlos, la boda de su hija María de Borgoña con Maximiliano de Austria, seguida por la de hijo de ambos, Felipe de Hapsburgo, más tarde Felipe I de Castilla, con la hija y heredera de los Reyes Católicos, sustituyó la influencia inglesa por la austriaca en Bruselas, convirtiéndose así ésta, más adelante, en un dominio austroespañol por el procedimiento definido en las palabras del famoso hexámetro:
¡Bella gerant alii; tu felix Austria nube!
El resultado positivo de este confuso y oscuro período, fue que Inglaterra logró en Portugal y en Aragón, verificada ya la unión española, y en Flandes, dependencia de España, un apoyo decidido contra Francia, y no sólo a favor suyo y de sus aliados, sino también en contra del satélite de Francia, que era entonces Escocia.
Estos resultados pusieron término al período medieval de las relaciones angloespañolas, que puede considerarse como la primera parte de éstas.
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