Pedro J, del Pozo y la desventura de España
Pedro J. Ramírez ha publicado otro tocho sobre historia del liberalismo. Esta vez se trata de su análisis de la política española entre 1820 y 1823, en base a las memorias del jurista progresista José María Calatrava, ministro de Gracia y Justicia en 1822, y presidente del consejo de ministros en 1836, elevado por las bayonetas de los oficiales liberal-progresistas sublevados contra el gobierno en el motín llamado “de la Granja”. Un currículo inmaculado para un genuino representante de lo peor que nuestro país puede ofrecer al mundo: el liberalismo español.
Aunque lo despacharan como director del buque insignia de la prensa que él fundo, los editores del diario “El Mundo” apoyan de corazón las veleidades histórico-políticas del logroñés, y le hacen de mil amores la publicidad del recién parido libro. Dice su columnista Raúl del Pozo- flor de la bellaquería periodística nacional, que lo mismo escribe para el ABC que para el Interviú- que leer “la desventura de la libertad” (¡que pomposos y vacuos son los librepensadores hispanos cuando se empeñan en titular sus fárragos!) da ganas de borrarse de ser español.
Y dice bien, porque para los liberales sus únicas patrias son su ideología y el trinque público, y no aman nada que no se pliegue a sus intereses. No es casual que el primer nombre que recibieron fuera el de afrancesados. Extranjerizar es su auténtica vocación: el odio por lo propio y la admiración servil por lo foráneo. Como decía un gran carlista que conocí, la definición más exacta y breve de un liberal es la de aquel que escupe en las tumbas de sus padres. Realmente empleó otra función fisiológica para construir la metáfora, pero se entiende. No he oído jamás definición más certera.
Dice pues don Raúl que “tras leer el libro dan ganas de borrarse de ser español”. Descubre el escribidor algo que los carlistas ya sabíamos desde el principio: que los españoles eran abrumadoramente contrarrevolucionarios en la época de la dictadura militar que los oficiales traidores por partida doble (a su rey en España y a España en las Américas) perpetraron con el golpe de estado del ignominioso Riego, y que los vencedores postreros llaman muy finalmente “trienio liberal”. Trienio en el que secuestraron al rey para usarlo como escudo frente al pueblo español, hondamente monárquico, que se hubiese levantado sin dudar de haberle tocado un pelo.
Durante tres horrendos años bajo el yugo de La Pepa, los moderados (en aquella época llamados “doceañistas”) y los exaltados (llamados “veinteañistas”) arruinaron el tesoro y se enzarzaron en luchas intestinas infinitas por alcanzar el poder, con frecuencia públicas, llegando a la guerra abierta entre las sociedades masónicas y carbonarias afines a uno u otro partido. Una sociedad modélica, como se ve. No se puede decir que los “negros” no hayan sido fieles a sus ideales desde el principio.
Tras tres años de este cariz tan encantador, la Santa Alianza contrarrevolucionaria encargó a un ejército francés que liberara al rey Fernando VII de las garras de los “liberadores” liberales. Cuenta asombrado en sus memorias el duque de Angulema, general de los llamados “Cien mil hijos de san Luis”, que los españoles, a diferencia de 15 años antes, los recibían alborozados y colaboraban en todo. A eso se le llama “voluntad popular” en román paladino, y sin necesidad de urnas ni sufragios censitarios del diez por ciento más rico de la población. Prueba irrefutable de que los españoles de 1808 no odiaban a los franceses, sino a la revolución masónica y sus abortos jacobinos.
Para los liberales, en cambio, se trata (en palabras del mercenario de la pluma Del Pozo) de “la chusma contra la libertad, contra la Ilustración […] las heces del pueblo bajo”. Toma voluntad popular. El clasismo malamente indismulado de la burguesía elitista que tiene el monopolio de la libertad, y para la cual el pueblo sólo es excusa, siervo y carne de cañón para sus revoluciones. Nada ha cambiado en dos siglos.
Perfectamente natural que al liberalismo jacobino le saliese el tumor marxista: los pupilos adoctrinados del proletariado querían participar de la golosina, y no sólo ser los tontos útiles.
Cual vestales ofendidas, se indignan los liberales de que el rey secuestrado no cooperara con sus raptores, sino con los que venían a abrirle la celda. No sufrir síndrome de Estocolmo es delito de traición a la patria para los buitres afrancesados. Trataron los ruines de incapacitar al rey para buscar otro títere más manipulable en la familia real. Para tales manejos hubieron de esperar 10 años más.
Ídem que la “chusma de las heces del pueblo bajo”, que asombrosamente se resistió activamente a ser liberada por los liberales a base de destruir sus lugares de culto, robarles las tierras comunales y echarles de sus arrendamientos baratos. Su resistencia feroz y desesperada les dio otra década más, hasta sucumbir a manos de Martínez de la Rosa, Toreno, Mendizábal y otros facinerosos de la banda, que completaron la “liberación” y el expolio. Todos ellos nobles por su cuna e inmensamente ricos en su tumba.
Sin el apoyo del pueblo frente a la expedición de Angulema, el ejército español gobernado por generales masones tuvo un desempeño tan glorioso como en la guerra contra Napoleón, pero sin Castaños. La campaña duró lo que el paseo gabacho hasta Cádiz. Allí los bizarros militares “negros”- abandonados por la mayoría de la clase de tropa- se decidieron por una heroica huida al exilio. Fernando prometió a sus captores amnistía si le soltaban voluntariamente, y les pagó con cárcel y horca. No merecían otra cosa. De todos los politicuchos liberales que ha sufrido nuestro país, ninguno de ellos mereció más acertadamente el título de “ladrones del poder” que ellos.
Al capturado Riego (que se había retractado públicamente de sus- literalmente- “crímenes liberales” para ver si podía salvar el pescuezo) el pueblo sabio le dio matarile, arrastrándole por el barro hasta la horca. No otra suerte se ganó el traidor más rematado de nuestra historia, que empleó las tropas destinadas a volver a la obediencia al rey a los núcleos de rebeldes liberales en las Españas americanas para derrocar al monarca al que debía lealtad, medrar en política y hacerse rico de forma oscura (justísimo patrón de otros militares liberales que siguieron sus pasos fielmente en las décadas posteriores). Así acabaran todos los traidores a España. Naturalmente, hoy es un santo laico del liberalismo. Tenemos lo que nos merecemos.
Por esta acción y otras parecidas que Fernando mantuvo durante los siguientes 8 años de gobierno absolutista (que los siempre objetivos liberales han bautizado con el ecuánime apodo de “década ominosa”), ha sido tildado de rey Felón y motejado con los más infamantes títulos (desde la rata al cerdo) por los mismos liberales a los que, curiosamente, cedió el gobierno al final de su reinado. Tuvo además la gentileza de tardar un año en morirse, tiempo suficiente para que el gobierno del cortesano imbécil Zea Bermúdez purgara de realistas todos los cuadros de la administración y el ejército, colocando a los liberales que se encargarían de custodiar los sueños de la reina regente, gracias a que la nobleza de don Carlos V le vedó de alzarse contra su hermano, aunque fuese más un cadáver con aliento que un rey.
Tras acabar la guerra contra el pueblo agrupado en torno al rey legítimo, le dieron la patada a María Cristina, que ya no era necesaria. Un pago muy justo a la cooperadora con los enemigos de España, que lloró su exilio del brazo de su amante el sargentillo Muñoz, hombre dotado para los negocios de Estado, léase el trinque de lo público mientras duró la sinecura. O sea, liberal arquetípico. Fue elevado posteriormente a los más hiperbólicos y rocambolescos títulos nobiliarios, entre los que nunca se incluyó (muy injustamente) el de duque de la locomotora o el de barón de la vía férrea. En su breve plazo en el poder, su familia coleccionó palacios como otros coleccionan cromos, con una notable capacidad, encomiable de haberse destinado a más altos menesteres.
Tampoco merece Fernando mejor recuerdo por parte de los tradicionalistas a los que traicionó: mucho más cruel es el juicio histórico escrito por sus enemigos, con los que intentó congraciarse en su hora postrer.
Atribuye Ramírez a Calatrava dos grandes méritos. Primeramente, cooperar en la conversión tumultuaria de las cortes ordinarias de 1837 en unas constituyentes, contra toda ley fundamental de la nación. Como ya habían hecho lo mismo en Cádiz 25 años antes, y habían modificado en 1832 la norma sucesoria saltándose el derecho y las cortes (con esa cosa tan absolutista de tomar las decisiones en el dormitorio del rey, que los liberales siempre han defendido que el fin justifica los medios), venían entrenados los “negros” en violar la legalidad para conseguir sus propósitos, y la cosa les salió con fluidez.
El segundo gran servicio que rindió a la patria este destacado prócer fue el de suprimir la prohibición que muy sensatamente establecía la tradición política española a los miembros del gobierno y administración pública para presentarse a elecciones a representantes. Desde tan señalada fecha, hemos disfrutado en nuestros parlamentos a diputados que ocupaban a la vez puestos en los gobiernos que se suponía debían fiscalizar (¿les suena?). Montesquieu murió mucho antes de lo que algunos creen. Así pues, Calatrava es el antecedente espiritual de la partitocracia contemporánea: totalmente lógico que uno de los periódicos del sistema le rinda tan cumplido homenaje.
Raúl del Pozo puede muy bien borrarse de ser español, que es lo que merecen todos los hijos desnaturalizados. Ojalá lo hubiesen hecho sus antecesores en la logia, para hacerse afrancesados, que es lo que de verdad deseaban (aunque en realidad no es amor a Francia lo que tienen, sino a la Filosofía escéptica y el mangoneo social de la plutocracia).
Para nuestra desgracia, no lo hicieron. En vez de quedarse en sus exilios londinenses (o, posteriormente, parisinos), nos cayeron encima cual plaga de langostas para calzarse el poder a toda costa (normalmente la costa incluía militares golpistas y la pagábamos entre todos), empeñados en el intento de convertir a todos los españoles en afrancesados. No han conseguido su objetivo, pero- amén de abonar el campo a la horrenda socialdemocracia- han logrado romper el juguete: España ya no es católica ni monárquica, es una masa informe de borregos, perfectamente equipada para convertirse en esclavos cualificados y embrutecidos, que es a lo que vamos. Qué casualidad, los mismos clubs de banqueros londinenses que financiaron el negocio hace 200 años, son los que recogen los réditos en la actualidad.
Pedro J presenta el libro en el Ateneo de Madrid, bastión de la masonería, el escepticismo filosófico y el odio a Cristo, y fábrica inagotable de ministros y presidentes depredadores de todas las repúblicas y democracias constitucionales que España ha padecido y sigue padeciendo. Hoy como ayer. Y aún se preguntan algunos por qué existe todavía el carlismo.
Pobre España desventurada.
Pedro J, del Pozo y la desventura de España
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