3. Por la reforma: el ideólogo de una transición
Con la decadencia física de Franco y su ulterior desaparición, las fuerzas sociales y políticas que apoyaban al régimen nacido de la guerra civil fueron buscando el mejor acomodo posible a la nueva situación. Agotados todos los recursos, no cabía ya más que la escisión de las derechas. De un lado, iba a marchar una derecha utópicamente continuista y, por otro, una realísticamente reformadora. Pero, con el paso del tiempo, los reformadores, a su vez, terminaron por escindirse. De la Cierva fue muy consciente de esta situación. Nunca creyó, como sabemos, en la continuidad del régimen, sino en una transición ordenada desde arriba, en un “cambio sin traumas” hacia la democracia liberal; y desarrolló una campaña en diversos periódicos y revistas en defensa del proyecto reformista. A su entender, se trataba de un proceso que no arrancaba del asesinato de Carrero Blanco. “un hecho que quizá aceleró el cambio; pero sobre todo reveló la profundidad del cambio”. “Porque el cambio se hubiera producido de forma parecida –es una firme convicción de este historiador– aún sin la trágica desaparición del almirante”. En ese nuevo contexto, volvía a producirse la permanente contradicción entre “el país real” y el “país oficial”{115}.
A ese respecto, no dudaba en criticar las tesis y posiciones continuistas de Jesús Fueyo y Gonzalo Fernández de la Mora: “el continuismo no tiene posibilidades de racionalización –porque se basa en el momento de inercia histórica de toda una época–, ni consistencia posible fuera de los efectos considerables de esa misma inercia”. En ese sentido, no dudaba en establecer un paralelo histórico entre la situación actual y la que precedió a la muerte de Fernando VII. Por ello, estimaba que podía producirse el cambio “bajo la misma corona y mediante una profunda evolución institucional que evitó la ruptura”{116}. La figura de su antiguo mentor Manuel Fraga comenzó a defraudarle. El político gallego se había convertido, sin duda, en “referencia universal para el horizonte político”; pero no parecía ser capaz de ofrecer una “definición”, una alternativa viable a la nueva circunstancia. Y era, además, “un autoritario nato”. Con todo, Fraga le parecía un político “incombustible”; y no parecía concebirse sin él el “futuro de España”. Tampoco confiaba excesivamente en Carlos Arias y en el llamado “espíritu del 12 de febrero”. Y es que Arias era más “continuista que evolutivo”{117}.
Para De la Cierva, la clave del proceso político era la institución monárquica y la figura del Rey. De ahí que juzgara necesario “preservar, por encima de todo, la inviolabilidad y la sacralidad de la persona del Rey, de acuerdo con los usos y convenciones de las monarquías europeas”. Confiaba, además, en el apoyo de las Fuerzas Armadas y de la Iglesia católica{118}. Y en lo que ya se denominaba “franquismo sociológico”, es decir, “millones de españoles que han vivido más o menos conscientemente en el régimen; que aceptan los valores de origen y ejercicio del régimen; que, sin embargo, no ven clara hoy su representación en el régimen”{119}.
Su valoración del sistema político era cada vez más crítica, y en el fondo coincidía con la de ciertos sectores de la oposición. Ante todo, le desagradaba su permanente recurso a un lenguaje que falseaba la realidad cotidiana: “Vivimos todavía inmersos en esa hipocresía totalitaria de las palabras. En el terreno de las palabras es donde menos hemos conseguido alejar el remordimiento de nuestro inicial y jamás confesado parafascismo (…) Decimos justicia social, debemos decir miedo social. Llamamos asociaciones a los partidos políticos y elecciones a lo que de momento son sólo selecciones. No hemos avanzado mucho en sinceridad a pesar de nuestro repudio oficioso de los productores y de los conflictos. Los historiadores definirían los aspectos retóricos de nuestra época como la antología del eufemismo. Somos, en terminología política, el país más victoriano de Occidente”{120}.
Denunciaba igualmente los planes de ciertos sectores del régimen, agrupados en torno a Unión del Pueblo Español, para organizar una especie de PRI a la española, “atemperado quizá con unos acentos de peronismo clásico y sin descartar, en última instancia, las posibilidades de un trasplante político desde el reducto militar-desarrollista brasileño”. Se trataba de un “redescubrimiento del populismo”, “un populismo seudodemocrático”. Una alternativa que De la Cierva rechazaba de forma elocuente: “No cabe en la España actual un populismo virtualmente totalitario a la sombra, activa y pasiva, de las Américas; porque éste sólo es posible cuando el analfabetismo cubre a la mitad de la población, cuando la diferencia entre nivel urbano y nivel rural en todos los parámetros culturales y políticos es completa; cuando la situación económica es de subdesarrollo, la presión demográfica incontenible y las relaciones externas yacen dominadas por una influencia neocolonial. Ni una sola de estas condiciones se da en la España cuasi-europea y predemocrática de 1975. No sé si pudo ser la salida provisional para el Portugal de Salazar y Caetano; jamás el portillo de escape histórico para la España de Franco”{121}.
En aquellos momentos, De la Cierva había participado en el lanzamiento de FEDISA –Federación Democrática Independiente– y luego en el Partido Popular{122}. De ahí que juzgara necesario era que la derecha española asumiera la necesidad no sólo del cambio político, sino del social y económico, aceptando, de una vez por todas, una auténtica reforma fiscal “tan generosa como progresiva y abierta”, y “una fuerte matización regional en lo administrativo, en lo cultural y en lo político”, porque “la España del inmediato futuro deberá superar regionalmente el enclaustramiento centralista del régimen provincial, que equivale políticamente al fomento de la incomunicación y al caciquismo institucionalizado desde Madrid”{123}.
En cualquier caso, De la Cierva era consciente de que este proyecto reformista no podría llevarse a cabo en vida del “fundador” del régimen{124}. No obstante, era necesario superar “la etapa moderada-tecnocrática que ha sido el ámbito durante un siglo y su modelo durante dos”. “Ya no le basta a la derecha configurarse como un conservadurismo británico; necesita ahondar en su experiencia histórica populista –Maura, Canalejas, Cambó, Aguirre, Gil Robles– para nacionalizar así el inevitable modelo giscardiano”. En aquellos momentos, apostaba de nuevo por Pío Cabanillas, “un representante auténtico del futuro de España”{125}. Otro político al que veía un horizonte de futuro era José María de Areilza, por “su conocimiento profundo del problema vasco, el reconocido prestigio de sus servicios a los más delicados engranajes de la institución monárquica y su capacidad para trasmitir a Europa una dosis suficiente –y vital– de credibilidad exterior en caso de una transición de signo positivo”{126}.
De la Cierva censuró el contenido de uno de los últimos manifiestos de Juan de Borbón, cuyos ataques al régimen consideró un error, ya que suponían la deslegitimación de su hijo Juan Carlos. El Pretendiente se había convertido así en “el principal obstáculo para la restauración de la Monarquía”. Negaba que el heredero de Alfonso XIII hubiese sido siempre demócrata; en realidad, su exilio había sido “indeciso y contradictorio”. Vaticinaba que Juan de Borbón nunca sería rey de España: “El retorno de la Monarquía sólo puede hacerse desde el futuro, jamás como desea don Juan en su manifiesto, desde el pasado. La única Monarquía posible es la de Juan Carlos, gravísimamente dañada en algunas de sus raíces indiscutibles por la reacción antinatural de esa misma raíz (…) El pueblo español, que no es monárquico, va a serlo menos desde cierto sábado. Si vuelvo a equivocarme, y don Juan llega, a pesar de todo, a ceñir la corona de sus mayores, no tendrá tiempo para alegrarse. Porque será sólo el rey efímero y abandonado de nuestra tercera república”{127}.
Tampoco se tomaba excesivamente en serio a la oposición, que, en algunos de los casos, parecía ir “en auxilio del régimen”; y es que grupos como las denominadas Junta y Convergencia derivaban “peligrosamente hacia Romas utópicas”, “entre los temores del colaboracionismo y las alergias –o las nostalgias– del Frente Popular”. Algo que resultaba muy peligroso porque “la humanización de la derecha” sólo podría venir de la colaboración de una izquierda moderada{128}. No confiaba excesivamente en la posibilidad de una democracia cristiana. En parte por la desunión y heterogeneidad de sus distintos sectores y en parte “por el desencanto de la Iglesia ante la actual crisis profunda de la DC en Italia”{129}. Menos porvenir tenía aún, en su opinión, la extrema derecha. La Confederación de Ex-Combatientes, bajo la dirección de José Antonio Girón, era una organización absolutamente minoritaria. El contenido del llamado “gironazo” demostraba esa debilidad: “Sus autores, incapaces de ofrecer soluciones reales al país, desahogan su propia frustración en la caza de brujas”. Y lo mismo ocurría con Fuerza Nueva: “Numéricamente la extrema derecha es insignificante. Su influencia potencial por el contrario es considerable, a través de sus irreductibles representantes en ciertas instituciones que todo el mundo conoce y donde los extremistas de derecha resultan tan minoritarios como provocadores”{130}.
Con la muerte de Franco terminaba “toda una época”: “La historia contemporánea encomendada a mi generación se abre en los primeros días de 1875, con el advenimiento de la Restauración, que trataba de cancelar los ciclos excluyentes y agónicos del siglo XIX; se cierra el 20 de noviembre de 1975, con el final de una época que es a la vez el principio de otra”. “La Historia ha muerto, viva el rey”, dirá{131}.
La continuidad de Arias Navarro tras la muerte de Franco fue interpretada por De la Cierva como “la trampa Arias”. Era “el último Gobierno creado según las acreditadas técnicas de pasillo”. Arias se había convertido en “el máximo aliado del búnker”. Se trataba del “error Arias”. Su gobierno era “un conjunto de individualidades incontrolables y de rellanos anodinos”. Consideraba la presencia de Fraga como un gran error, no sólo por integrarse en el ejecutivo, sino por haber aceptado la peligrosa cartera de Gobernación: “El impetuoso lucense cayó en la trampa de Gobernación, y encima encantado”{132}. En cambio, valoraba positivamente la figura de Torcuato Fernández Miranda: “Inteligente político que ya se ha hecho con esas Cortes y ese Consejo del Reino donde quienes conocen menos su habilidad y su dialéctica le auguraban vía crucis y calvarios”{133}. Celebraba, además, la unión de las Fuerzas Armadas como “un patrimonio providencial para la transición; es quizá la herencia más limpia que nos deja el régimen anterior”. “Derechas, izquierdas y centro necesitamos la unidad de las Fuerzas Armadas como suprema categoría arbitral –bajo el engarce asegurado por la Corona como institución– para la difícil articulación concreta del futuro”. La sustitución del general Fernando de Santiago por Gutiérrez Mellado era la garantía de una “reforma profunda” del Ejército{134}.
La aparición en el ruedo político de Alianza Popular, bajo el liderazgo de Fraga, fue muy mal recibida por De la Cierva, porque, según él, favorecía “la guerra civil” y significaba “el abandono de las posiciones de centro que ha perpetrado el señor Fraga y parte de sus amigos políticos”. Por el contrario, resultaba vital una “alternativa de centro, para lo que es necesario salir de la atomización de grupúsculos”. Uno de los políticos más atacados por el historiador era Gonzalo Fernández de la Mora, “el hombre con menor porvenir político en la España actual”{135}.
Recibió positivamente la salida a la luz del diario El País, en cuyas páginas colaboró durante algún tiempo. Lo consideraba un “heredero directo de los afanes de José Ortega y Gasset y el testamento intelectual por él presidido”{136}.
Demandó una definitiva reconciliación militar: “No hay razón para perpetuar, cuarenta años después, las huellas de aquel suicidio. Cientos de aquellos oficiales del Ejército de la República viven hoy entre nosotros. Muchos no sabían ser otra cosa que militares; necesitan ahora una ayuda material para esperar con dignidad la muerte; pero sobre todo necesitan el reconocimiento moral de que al permanecer fieles a la República optaban por España, aunque se equivocaran de sector y de victoria”{137}.
Censuraba el comportamiento de la familia de Franco, en particular de Carmen Polo y del marqués de Villaverde, tras el asesinato de Carrero Blanco: “La tensión entre El Pardo y la Zarzuela sólo podía conllevarse gracias a la prudencia que reinaba en este último palacio ante algunas actitudes diríase seniles que se originaban en el otro”{138}. Su bête noire seguía siendo la extrema derecha representada por José Antonio Girón y Blas Piñar. Fuerza Nueva era, a su modo de ver, “simplemente un conato de fascismo a la española”. “Se disolverá antes de un año de partidos y libertades democráticas. Sucumbirá probablemente a sus propios excesos, como parece demostrar el reciente y gravísimo error de su intervención en Montejurra”. El plano Girón era “bastante más serio”. El antiguo ministro de Trabajo de Franco había sido “el primer representante del populismo franquista”. Sin embargo, denunciaba sus intentos de “implicar políticamente a las Fuerzas Armadas”. De la misma forma, los diversos sectores falangistas carecían de horizonte. Sus intentos de unidad resultaban, tras la experiencia franquista, completamente antihistóricos, “y no les queda más futuro que dedicarse a la crítica autofágica de sus propios antecedentes”{139}. Con posterioridad, llegó a sostener una interpretación distinta. Ante la crisis social, económica, política y la amenaza del terrorismo en el País Vasco, De la Cierva llegó a sostener que en España el “fascismo empieza ahora”{140}
Siempre dio por desahuciado políticamente a Carlos Arias; era “el hombre de la primera transición”, y se encontraba “quemado por su tremendo esfuerzo personal, por las frustraciones de la nación y por la propia Historia, que es la más noble hoguera con que pueden y deben quemarse los políticos”{141}. Ante su evidente fracaso, se abrían distintas posibilidades. En su opinión, Fraga ya no era “el número uno”. Y es que su arriesgada apuesta por el ministerio de la Gobernación le había desgastado. Además, su grupo político había “fracasado en casi toda la línea, y le ha comprometido a él con su fracaso”. “No se puede crear, ni siquiera inspirar a un partido nonnato desde un Poder confuso”. Por ello, habían ganado puntos Fernández Miranda y Adolfo Suárez. Sin embargo, De la Cierva apostaba por Areilza, que representaba, según él, “la moderación interna, el sentido de puente y comparte –casi sólo él– con el Rey toda la credibilidad exterior de la reforma, de la que Fraga participa, a pesar de TVE, en mucho menor grado”{142}. Finalmente, la caída del presidente del gobierno no fue, para De la Cierva, una dimisión, sino una clara “destitución”. “Arias no quería irse de ninguna manera, hasta que su patriotismo bien e intensamente venció a su obstinación”. Y lo relacionaba con el viaje de Juan Carlos I a Norteamérica. Sin embargo, la designación de Adolfo Suárez como sucesor de Arias fue recibida por el historiador con el ya célebre “¡Qué error, qué inmenso error!”, que atribuía, no sin razón, a los manejos y estrategias de Fernández Miranda, su “evidente muñidor” y “triunfador profundo”. Tampoco contaba con su apoyo el nuevo gobierno, que no tenía dentro “a las regiones, a las clases inferiores y a las mujeres de España”. Era fruto del “Movimiento dividido” y del “frente político-conservador vinculado al Opus Dei”{143}. Posteriormente, reconoció equivocarse con Suárez y su gobierno{144}. No en vano sometió a una crítica radical el libro de Gregorio Morán, Adolfo Suárez: historia de una ambición. A su modo de ver, el autor era sólo un “experto en libelos, típico submarino del partido comunista”{145}.
Entonces, su enemigo por antonomasia, mucho más que la poco significativa extrema derecha, fue Alianza Popular. Criticaba que Fraga hubiese abandonado, tras la victoria de Suárez, el centro, “para quedarse al frente de la desbordada derecha franquista”. El proyecto fraguista tenía la virtud de “desplazar a la extrema derecha fascistoide; aunque la inclusión de Gonzalo Fernández de la Mora es para echarse a meditar”. Y es que al líder de Unión Nacional Española le atribuía nada menos que la jefatura del “ala neofascista de la gran alianza de derechas”{146}.
Ahora, el hombre del futuro era Adolfo Suárez, “irrevocablemente decidido a coronar su proyecto de reforma, sean cuales sean los obstáculos que se encuentre”. Ante su éxito en la aprobación de la Ley de Reforma Política, sostuvo: “Con todo y con eso, las Cortes de Franco, nacidas en 1943 como fachada contra la democracia, han sabido morir con patriotismo y con honor. En el día de hoy actuaban como si fueran Cortes representativas. Como nacieron para no serlo, han muerto en el trance. Pero no sin prestar un gran servicio al futuro”{147}.
http://www.nodulo.org/ec/2018/n183p11.htm
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