EL EMBAJADOR DE FELIPE II
Enrique de Guzmán y Ribera, II Conde de Olivares y padre de Gaspar de Guzmán y Pimentel, ministro universal del Rey Felipe IV, fue, sin duda, un hombre de excepción.
Nació don Enrique en Madrid en el año 1540. Se inició en el servicio de palacio siendo niño y ya con catorce años siguió a Felipe II en sus viajes por Europa, incluida Inglaterra, donde fue Felipe II a casarse con María Tudor. Estuvo luego en la guerra de Nápoles y en la batalla de San Quintín, donde quedó cojo a causa de una herida en la pierna. Circunstancia esta que aprovecharía después como pretexto para no ir más que a donde quería. Siempre disfrutó del aprecio del Rey prudente, que le encargó embajadas importantes, como la extraordinaria en Francia con motivo del nuevo matrimonio del Rey con Isabel de Valois, la madre del Principe Carlos de funesta memoria.
En 1582, a los cuarenta y dos años, fue nombrado embajador en Roma. Trató durante sus años de embajada con los papas Gregorio XIII, Sixto V y Gregorio XIV. El cronista Novoa, pese a su odio a los Olivares, reconoce que esta embajada y los Virreinatos posteriores en Sicilia y Nápoles estuvieron culminadas por el éxito y la buena administración. Sin embargo, el temperamento del conde era de suma violencia y orgullo (la gravedad española de la que hablaba hace unos posts) y llegó a comprometer seriamente las relaciones entre España y la Santa Sede durante el papado de Sixto V. Era este Papa de carácter enérgico y batallador, asi que el choque con el embajador de España, hombre de similar temperamento, fue inevitable. Se daba además la circunstancia de que el papa sentía una viva antipatía por el Rey Felipe II, con lo que el desencuentro estaba servido.Sobre estas relaciones hubo tal ruido en la época, que corrió la especie por las cortes europeas de que la muerte de Sixto V fue causada por los disgustos que le proporcionaba el embajador español.
La historia más reveladora y curiosa del carácter del conde de Olivares y de su enfrentamiento con el Papa es la siguiente: era costumbre en el Vaticano que los Cardenales tuvieran el privilegio de llamar a sus criados con una campana. Cada toque diferente de campana se correspondía con un Cardenal en particular de la corte papal. Pues bien, nuestro embajador dispuso que él también llamaba a sus criados mediante el toque de campana. Indignados los Cardenales, acudieron prestos al Papa a quejarse. Este envió inmediatamente a su nepote para corregir al embajador. Molesto por la queja cardenalicia, se presentó nuesto diplomático ante el mismo Papa, diciéndole directamente que su Rey era el mayor príncipe del orbe y que aportaba más dinero a las arcas papales que el resto de reinos cristianos, reclamando para sí el mismo privilegio. El Papa no aceptó sus alegaciones y le ordenó terminantemente que dejara de llamar a sus criados mediante el toque de campana, privilegio exclusivo de los Cardenales de la Iglesia apostólica y romana. Se retiró el embajador, en aparencia sumiso y aceptando el deseo papal. Pero en su interior debía de pensar aquello de "muy bien, ahora os vais a enterar del embajador de España..."
Desde ese día, el embajador dispuso que se avisase a sus criados...a cañonazos. Fue tal el ruido, estruendo y alarma en toda Roma, que fueron innumerables las quejas ante el Papa. Este, volvió a llamar al conde a su santa presencia, y dispuso al punto que llamar mediante campana a sus criados era privilegio de los cardenales de la Iglesia y... del embajador de España.
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