(Artículo publicado en los años sesenta)LA REAL ACADEMIA DE LA LENGUA ESPAÑOLA
La Real Academia de la Lengua Española está situada en Madrid entre las calles de Ruiz de Alarcon, Morato, Felipe IV y de la Academia. Es un cuerpo de edificio con sus cuatro fachadas exentas de toda otra frontera de vecindad. Puntualizando más diremos que se encuentra detrás del Museo del Prado y junto a la iglesia de San Jerónimo el Real.
DON ALFONSO XIII Y LA REINA REGENTE INAUGURARON EL EDIFICIO
El día 7 de mayo de 1891, S.M. la reina Maria Cristina, Regente de España, firmó el acta de la ceremonia de colocar la primera piedra del edificio de la Real Academia Española que, hasta entonces había tenido su sede, durante los primeros 40 años de su fundación, en, el palacio del marqués de Villena, otros 40 en distintos acogedores y generosos albergues y, posteriormente, en 1794, por concesión de fondos otorgados por Carlos IV, en el antiguo Estanco del Aguardiente, en la calle de Valverde, casa donde tiene hoy su residencia la Rea| Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales. Cuatro años después de aquella primera solemnidad, la misma Reina regente, en compañia del rey Alfonso XIII, que a la sazón contaba ocho años, presidió la inauguración del actual edificio, ocasión en la que pronunciaron discursos de
gratitud y de exaltación patriótica, el entonces director de la Real Academia, don Juan de la Pezuela, conde de Cheste, y el académico don Alejandro Pidal y Mon.
La actual sede de la Academia fue obra del arquitecto don Miguel Aguado de la Sierra. Es de ladrillo, piedra y armazón de hierro, Su fachada principal tiene un elegante pórtico del más sobrio estilo dórico ateniense, en el que campea la leyenda. «Real Academia Española».
El edificio tiene tres plantas, sótanos y buhardillas. Entramos por el número 4 de la calle de Felipe IV.
EL SALÓN DE LOS TREINTA Y SEIS Y LAS ORACIONES
En la primera planta se encuentran instalados los departamentos de conserjería, secretaría, librería, el gran vestíbulo desde el que asciende la escalera principal, despacho del director, sala de exposiciones y el salón de juntas, donde a las siete y media de la tarde de cada jueves celebran sesión ordinaria los académicos, y donde se encuentran los treinta y seis sillones, grabados cada uno con una letra que corresponde a los académicos desde el día de su asignación al ser elegidos
miembro de la insigne corporación. Son los famosos sillones de los «inmortales» de nuestro idioma. Se encuentran situados en torno a una gran mesa ovalada, sobre la que, además de colecciones de diccionarios y otras obras documentales, se encuentran doce micrófonos con flexible tallo metálico.
Lo que más llama la atención del visitante es el encontrar, sobre dicha mesa, ante el asiento del director, un cartón con orla de dibujos dorados que, presidido por una pequeña cruz, contienen las oraciones latinas que los académicas recitan antes y después de cada sesión.
Comienzan las sesiones con el rezo de una invocación al Espíritu Santo y su correspondiente verso y oración, que dice don Ramón Menéndez Pidal como director de la institución. Y concluyen sus sesiones los académicos con la doxología «Benadicamus Patrem et Filiurn cum Sancto Spiritu», «Laudemus et superexaltemus eum in saecula» y una oración de acción de gracias, que actualmente recita el señor Menéndez Pidal.
Cuando en la Academía se sentaba algún obispo o sacerdote, esas funciones solía ejercerlas dicho académico, pero con la muerte del Patriarca de las Indias y obispo de Madrid-Alcalá, don Leopoldo Eijo Garay, que fue el último eclesiástico académico, es el director actual quien ha asumido las funciones de llevar el compás de dichas oraciones latinas.
En la sala de exposiciones se encuentran las obras y documentos de gran valor históricó: autógrafos de egregios escritores clásicos, actas de la Academia, ediciones raras, volúmenes a los que sólo se tiene acceso mediante instancia cursada a la Junta de Gobierno de la Academia y su correspondiente contestación afirmativa. De lo contrario, solamente se pueden contemplar aquellos libros a través del cristal de las vitrinas donde están encerrados. Y aun así —nos informan— solo se enseñan las actas que no tengan todavía cien años de antigüedad. Las que pasan ya de octogenarias y mucho más si son centenarias, no suelen enseñarse.
SESENTA MIL VOLÚMENES Y SEIS MILLONES DE FICHAS
Por la gran escalera de mármol blanco presidida por una escultura de Quevedo en mármol del mismo color, obra de Querol, se asciende a la planta superior donde se encuentran la biblioteca que contiene unos 60.000 volúmenes, el Instituto de Lexicografía y el gran salón de las sesiones extraordinarias, donde suele celebrarse la solemne recepción de los nuevos académicos. Por las paredes de distintos salones y pasillos hay colocados enormes ficheros que contienen unos seis millones de fichas correspondientes a las voces de nuestro idioma con el correspondiente uso que cabe en nuestro lenguaje, refrendado por la autoridad de un escritor que la utilizó con una u otra versión.
Este fichero comenzó a realizarse en el mismo siglo XVIII, poco después de fundada la Academia. Hay fichas de la más distinta y variada caligrafía y colores de distintas desvaídas pero de fácil lectura. He tenido en mis manos una de las más antiguas, la correspondiente a las palabras «Amor propio»: «El amor —dice— con que uno se ama a sí mismo y a sus cosas desordenadamente». Esa definición que consta en nuestro diccionario está refrendada por la autoridad del venerable P. Fray Luis de Granada, de quien constan .en dicha ficha estas palabras: «El amor: propio es el amor sensual y desordenado que tenemos a nuestro cuerpo».
POCOS LECTORES EN LA BIBLIOTECA
Todos esos ficheros son los que contienen las verdaderas y auténticas radiografías de todas las voces y articulaciones de nuestro idioma.
La biblioteca está al servicio del público estudioso, pero no se hacen préstamos de libros más que a los académicos, previa la firma de un recibo gratuito. De todas formas, la biblioteca de la Academia no se distingue mucho por la afluencia de lectores o investigadores. Aparte de los treinta y tantos especialistas que trabajan por las tardes en el Seminario de Lexicografía, a las órdenes del académico doctor don Rafael Lapesa, las lecturas del público en la Biblioteca no pasan de las dos mil al año. El bibliotecario titular es el académico numerario don Vicente García de Diego.
«LIMPIA, FIJA Y DA ESPLENDOR»
El gran salón para las sesiones solemnes tiene trescientos metros cuadrados (24 por 13), a cuya cabecera, presidida por un gran estrado, se encuentran cuatro grandes ventanales de cristal policromo con alegorías de la poesía y de la elocuencia, las dos centrales, y con la leyenda de «Limpia, fija y da esplendor », sobre el cristal, que es el lema de la Real Academia, los otros dos ventanales laterales.
En la tercera planta del edificio están las viviendas asignadas al director, al secretario y al bibliotecario. La primera está vacante porque don Ramón Menéndez Pida! tiene otro domicilio donde vive hace muchos años y la segunda, porque el cargo no se ha previsto oficialmente después de la muerte de don Julio Casares, que aqui habitó.
Última edición por Gothico; 03/11/2008 a las 15:23
Ah, qué tiempos aquellos. Aquello era otra España. Se reunía la Real Academia y rezaban (¡en latín!) invocando la ayuda del Espíritu Santo. No me extraña que el idioma se haya echado a perder, porque no me imagino que ahora hagan algo tan políticamente incorrecto antes de iniciar sus sesiones. Eran los tiempos de académicos como Menéndez Pidal, Pemán, Gerardo Diego, Azorín, Dámaso Alonso y otros buenos católicos, y no había masones bilderbergueros como Juan Luis Cebrián.
Y con Juan Luis Cebrian, de la PRISOE hasta las cachas y “demócrata de toda la vida” (pero con pasado falangista), no se puede pretender, ni por asomo, que las cesiones de la Real Academia empiecen con un rezo.
(Este artículo fue publicado en los años sesenta.)La Real Academia de la Lengua es la decana de todas las Reales Academias, y por ello se la denomina por antonomasia “la Española».
LA TERTULIA DEL MARQUES DE VILLENA
El establecimiento de dicha institución se realizo en unas circunstancias históricas de encrucijada y de crisis para nuestro idioma castellano, porque a los naturales motivos de corrupción del lenguaje venía a sumarse con arrolladora fuerza la influencia de los gustos extranjerizantes que imponían al uso los cambios de la dinastía reinante.
La iniciativa de la fundación de la Academia se debió a don Juan Manuel Fernández Pacheco, marqués de Villena, duque de Escalona, soldado aventurero en la guerra de Hungría y que cayó herido en el asalto del antiguo Budapest. Conoció prisiones y grillos extranjeros y la paz de Utrecht lo devolvió a España. Rehusó la mitra de Toledo que le ofreció el primer Borbón y se dedicó al cultivo de las letras en la biblioteca caudalosa de su palacio, en la plaza de las Descalzas Reales, donde celebraba frecuentemente tertulias con sus amigos eclesiásticos y gentes de garnacha. Esa peña de amigos fue la piedra angular de la Academia.
Pacheco expuso su iniciativa a Felipe V, quien con gran beneplácito dio verbalmente su inicial aprobación a la idea. La primera junta de fundación la celebró el marqués el 6 de julio de 1713 y concurrieron a ella un célebre cura de la parroquia madrileña de San Andrés, el bibliotecario mayor del rey, un coleccionista de libros americanos, un fraile mercedario, dos padres jesuitas y un oficial de la Secretaría de Estado. A partir de aquella fecha fueron celebrándose otras reuniones e incorporándose algunos nombres más, hasta el número de once, quienes se constituyeron en fundadores de la Real Academia Española.
La primera acta de esta fundación está fechada el 3 de agosto de 1713 y en ella consta el nombre del marqués de Villena como primer director de la Corporación, así como el acuerdo de solicitar que la licencia real de aprobación que verbalmente había otorgado Felipe V fuera confirmada por decreto escrito, petición que cumplimentó el rey con fecha del 3 de octubre de 1714.
EL LEMA DEL DUQUE DE MONTELLANO
El lema «Limpia, fija y da esplendor», leyenda que sobre un crisol al fuego denuncia la divisa institucional de la Real Academia Española, fue propuesta por don José Solís y Gante, duque de Montellano, y campea ya en la primera página de los estatutos impresos que otorgó en 1715 el rey Felipe V. En estos estatutos oficiales se fijó ya en 24 la cantidad de académicos numerarios, otros tantos posibles supernumerarios o aspirantes y honorarios.
En 1848 un real decreto firmado por el ministro Bravo Murillo, reformó los estatutos antiguos y aumentó a 36 las plazas efectivas de los académicos numerarios, con la supresión de los supernumerarios y reservando la categoría de honorarios para los extranjeros.
PERMISO PARA LEER LIBROS PROHIBIDOS
Desde un principio los académicos gozaron de las atribuciones otorgadas a la servidumbre de la Casa Real con permiso para adquirir y leer libros prohibidos. La Academia obtuvo también el privilegio de publicar sus libros y los de sus miembros sin previa censura, franquicia tanto más notable en aquellos tiempos cuanto que teólogos eminentes y hasta los mismos consultores del Santo Oficio o Inquisición habían de realizar gravosas tramitaciones. Los reyes sucesores de Felipe V siguieron dotando a la Real Corporación con singulares mercedes y licencias.
EL NUMERO DE ACADÉMICOS Y SUS SILLONES
Los veinticuatro académicos numerarios que establecieron los Estatutos de 1715 comenzaron a ocupar otros tantos sillones marcados con cada una de las letras mayúsculas de nuestro abecedario, con exclusión de las letras Ch, Ll, Ñ e Y. El sillón correspondiente a la letra X dejó de proveerse por real decreto del 26 de noviembre de 1926, a la muerte de su último poseedor, don Eugenio Selles, marqués de Gerona, fallecido el 12 de octubre de aquel año, y no fue provista la vacante hasta la elección d« don Rafael Sánchez Mazas el 1 de febrero de 1940, quien, por otra parte, no ha pronunciado todavía su discurso de ingreso en la corporación, circunstancia que también se da en el electo para el sillón «c», don Pedro Sainz Rodríguez, y en don Eugenio Montes, que fue elegido para ocupar el sillón «L» el 1 de febrero de 1940. Este sillón es el que quedó vacante a la muerte del insigne autor de la «Defensa de la hispanidad», don Ramiro de Maeztu.
Los sillones «J» y «H» están vacantes por defunción de don Julio Casares y de don Federico García Sanchiz, respectivamente. Y los sillones «M» y «H» fueron declarados vacantes por una orden ministerial del día 10 de mayo de 1940. El sillón «S», que perteneció a don Wenceslao Fernández Flórez, es la plaza que ha sido provista por la reciente elección de don Julián Marías. De modo que en estos momentos, entre los que han tomado posesión y los electos, la venerable institución cuenta con 32 académicos.
En 1848 se fijó el número de 36 para los académicos numerarios. Esos doce académicos, añadidos a los veinticuatro iniciales, ocuparon sillones marcados con las doce primeras letras minúsculas del abecedario.
SUPERSTICIONES
Son muy raras las expulsiones de la Academia, si bien se da el caso pintoresco de que don Manuel de Fuentes, que fue el iniciador, a fines de 1714, de los discursos de ingreso como expresión de gratitud y cortesía, sufrió el castigo de la expulsión por sus habituales faltas de asistencia a las normales sesiones académicas -—motivo que ya no suele aplicarse— y ello a pesar de haber sido el primer hombre que ofreció públicamente a la Academia sus personales demostraciones de exquisita gratitud.
Sobre los sillones existe su punta de historia supersticiosa. Así, por ejemplo, el sillón «J», que quedó vacante por la defunción se don Julio Casares, está considerado como el de la suerte porque ofrece la característica de haber tenido escasos poseedores: siete, en el transcurso de 251 años, y cuatro de ellos títulos de la nobleza de Castilla. Por el contrario, los sillones marcados con las letras «T» y «f», son considerados de mal agüero, trágico, pues contaron con diecisiete titulares el primero, y con siete, el segundo, este último, a partir de 1848, que fue cuando se instituyó. En el sillón «T» tuvieron su asiento, entre otros esclarecidos varones, los catalanes don Félix Torres Amat, Jaime Balmes y el cardenal Gomá así como el vizcaíno don Miguel de Unamuno. El de la letra «f» contó entre otras, con la presencia del padre Luis Coloma, el inolvidable autor de «Pequeñeces».
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