Una visión realista de Vic: políticos y periodistas papando moscas

O no tienen ni idea o se alimentan de tópicos o, peor aún, las dos cosas. Nunca un tema dejó ver el divorcio entre la gente normal y la clase de los opinólogos y los próceres. La decisión –y la claudicación- del Ayuntamiento de Vic de no empadronar a los inmigrantes ilegales ha recorrido el país como la pólvora. Existe un descontento creciente con la inmigración que traen los políticos y que soportan los españoles de a pié, un descontento que cada vez va a ser más difícil silenciar.

Recuerdo escasamente que hace un par de semanas, un familiar atendía a la célebre tertulia de El Gato al Agua, donde se debatía sobre el asunto. El poco tiempo que ví creí diferenciar dos tipos de argumentos: los que se oponían a la medida sin más y reiteraban la consabida cháchara a favor de la inmigración, por un lado, y, por otro lado, los que desde las posiciones del PP hacían bascular la crítica hacía la suicida política de "papeles para todos" del PSOE, como si el gobierno de Aznar no hubiera procedido en su momento a varias "regularizaciones masivas". Así, mientras los políticos y los periodistas debatían sobre ideas que no eran esencialmente diferentes, la encuesta en tiempo real que se mostraba en la parte baja de la pantalla mostraba un perfil bastante claro. A la pregunta de "¿Se debe empadronar a los inmigrantes ilegales sin papeles?", un 80% respondía que no. Alguien me hizo notar que, de todas las tertulias a las que había asistido –y pueden creerme que él es asiduo de ese programa-, esta era con diferencia la vez en que el público se había decantado con más claridad. Sorprendentemente, el rechazo de plano a las tesis de lo "políticamente correcto" no tenía una representación clara y diáfana en la tertulia.

Esta anécdota ilustra perfectamente un hecho que a nuestros dirigentes político mediáticos no gusta encarar y que consiste en que la inmigración solo interesa a las élites dirigentes de izquierda –partidos políticos y sindicatos-, a los medios de comunicación, y a los complejos industriales y financieros. Al pueblo llano no le motiva en absoluto.

A este respecto, durante la semana se han podido leer algunos ejemplos de hasta qué punto puede llegar la corrupción intelectual de nuestra clase político-mediática. Por ejemplo, en La Razón hemos podido leer el artículo titulado Sin papeles (15/1/2010), a cargo de Ernesto Sáenz de Buruaga. El conocido presentador se despachaba con la siguiente deducción: "Pero ahora que tenemos la sensibilidad a flor de piel, con el terremoto en el paupérrimo Haití y, como seres humanos, ¿cómo debemos, desde la prosperidad de Occidente, desde la opulencia del norte frente al sur, afrontar el hecho de que alguien que se muere de hambre y cuya esperanza de vida en su tierra no llega a cuarenta años, no pueda desplazarse libremente en busca de un futuro? Cuando en esos países, de los que nos llegan, se mueren de hambre mientras que nosotros tenemos como causa de mortalidad un exceso de alimentación y multiplicamos dietas y medicamentos para combatir las enfermedades que originan. Y damos donativos para atenderles cuando están lejos y les miramos de reojo cuando les tenemos en nuestras calles. Complicado problema, compleja solución".

Es difícil concentrar en pocas líneas tanta demagogia. Al parecer, la catástrofe de Haití en el Caribe justifica –o casi- la quiebra de la ley en nuestro país. Buruaga, por si fuera poco, aduce una de las armas más deletéreas que minan los cimientos mismos de nuestra sociedad -el complejo de culpa-, basada en la ya asumida ideología izquierdista del "tercermundismo", según la cual la "riqueza" cae, al parecer, del cielo y hay unos pocos sinvergüenzas que se adueñan injustificadamente de ella. De acuerdo con los Buruagas de toda laya –por desgracia no solo es él-, la prosperidad crece en los árboles y no tiene nada que ver con muchas generaciones de trabajo inteligente. En consecuencia, una persona que cuida su línea, que sigue una dieta o que generosamente cree que con su pequeña aportación está de verdad ayudando a los demás, debería sentir vergüenza a causa de un hambre o un terremoto que ella no ha provocado y con lo que en realidad no tiene nada que ver. Es difícil encontrar un argumento más moralmente corrompido. Al final las elegantes invectivas, la vergüenza y el oprobio siempre caen sobre el baqueteado y machacado pueblo español que tiene la culpa –directa o indirectamente- del hambre en África central, de los huérfanos de China, del terremoto de Haití o de las enfermedades que asolan América central.

Buruaga, por supuesto, no es capaz de esgrimir otro tipo de crítica según la cual vivimos en un sistema en el que los pueblos y las personas son meros activos económicos, que se trasfieren de unas regiones a otras de acuerdo con las necesidades del mercado. Ese sistema esgrime la retórica "antiracista" como estrategia idónea de neutralizar la reacción popular frente a la desnacionalización de las comunidades étnicas o históricas, una retórica que usa así mismo como soporte la cantinela internacionalista de la izquierda, demostrando una vez más como "izquierdas" y "derechas" se complementan en la obra de sojuzgamiento que prepara el capitalismo global. El problema es que Buruaga, con su actitud periodística de crítica superficial, que permite que todo, absolutamente todo, siga igual que estaba, puede adscribirse más a los responsables de esta situación que a los que la sufren. Pero esto, sin duda, le privaría de su pretendido estatus de oráculo moral.

Algo parecido ocurre con el penoso y absurdo texto que Alfonso Ussía ha escrito, también en La Razón, titulado Vic (20/1/2010). Ussía se despacha con los mismos sofismas que Buruaga contra un ayuntamiento que pensaba –hasta que se ha bajado los pantalones- que una persona que se encuentra en nuestro país incumpliendo nuestras leyes debe, en consecuencia, sufrir el rigor de las mismas, como le sucede a cualquier español de a pié. Ussía no alcanza a entender que el que los españoles fueran inmigrantes no justifica la inmigración actual de la misma manera que un robo no justifica otro robo. Acostumbrado a la batalla dialéctica contra la obviedad –como sus brillantes artículos contra la lacra terrorista- Ussía recula ante ideas más complejas, que exigen un sentido de la Historia y una conciencia nacional mucho más profunda que las delirantes alabanzas a "Juan III". Por eso no entiende que la balcanización multiétnica –que eso es a lo que nos enfrentamos- lejos de ser una "riqueza" como dicen los medios y los capitalistas, es la muerte de los pueblos y el sufrimiento sin fin de inmigrantes y no inmigrantes. Se trata de algo que está al servicio de todo aquello que no interesa a las personas, sea cual sea su condición.

Y esto a la "derecha". A la "izquierda" ya sabemos lo que suele haber. Pero últimamente surge de vez en cuando un personaje "progresista", de esos que a la "derecha" le gusta integrar en su "ghetto" porque no la insulta de manera vergonzante y porque de cuando en cuando reivindica algunas de sus ideas. No porque la "izquierda" se haya derechizado sino justamente por lo contrario.

Este papel lo he visto cumplir a la perfección a Joaquín Leguina en Telemadrid. Para Leguina la inmigración es muy necesaria y sería una catástrofe prescindir de los trabajadores extranjeros. En boca de Leguina, poco menos que nuestro sistema económico debe la vida a los inmigrantes por el trabajo que no queremos hacer –no a ese precio, claro- y por el que ellos nos hacen a nosotros. Naturalmente Leguina se calla lo que a nosotros nos cuesta la inmigración: la cantidad de prestaciones que reciben a menudo sin haber cotizado ni un año, las sumas de dinero que se les destina por el mero hecho de ser inmigrantes, la legión de recursos sanitarios que consumen y los millones de euros que cuestan los asuntos de inseguridad, una inseguridad que –es cierto- no está causada por todos los inmigrantes pero que sí se asocia poderosamente al hecho de la inmigración. Y esto por no decir los miles de millones de euros que, con nuestro potencial productor y nuestras infraestructuras, en vez de quedarse aquí, salen todos los años de nuestro país para financiar a verdaderos estados parásitos.

En resumen, a "izquierdas" y "derechas" hay un amplísimo sector de nuestro país que no encuentra portavoz y frente al cual, políticos, periodistas y financieros de todo pelaje están dispuestos a superar esas diferencias que parecen insuperables a la hora de solucionar los problemas de los ciudadanos "autóctonos" para hacer sonar todas las alarmas y desencadenar la más irracional de las histerias. Por eso es inevitable que se contemple a los valientes outsiders que polarizan los odios de la opulenta clase política. Estos días, el caso de Vic ha hecho saltar a la palestra a la agrupación Plataforma per Catalunya. Los insultos y las etiquetas no pueden impedir que el mensaje de esta agrupación encuentre acogida entre los vicenses por la sencilla razón de que la inmigración, lejos de ser ese escenario idílico con el que nuestras élites sueñan para ejercer su caridad y su bonhomía democráticas, constituye un drama para los españoles y para los inmigrantes, a los que se atrae con el espejismo de un estado de cosas que no existe. Acostumbrados a sobrevivir a costa de lo que sea, están también dispuestos a sobrevivir a costa de nuestros complejos, vergüenzas y auto-odios, que ellos interpretan como lo que son: la debilidad de una sociedad decrépita.

Por eso es inevitable que muchos piensen que la Plataforma per Catalunya representa más a los intereses de los vicenses que el alcalde claudicante de Vic o un PSC o una ERC que le bailan el agua a la estrategia del capital global. Con los hechos, y no con la retórica, esta Plataforma ejerce la verdadera portavocía de un pueblo al que los demás solo representan teóricamente.

En otra situación análoga, en la tertulia de la COPE, ha correspondido al director de este periódico, Antonio Martín Beaumont, el honor de aportar sensatez y una visión realista de la inmigración ante unos contertulios que, desde la inopia de un catolicismo ideológico y distorsionado -en el fondo, desvinculado de la racionalidad y de los hechos-, esgrimen una supuesta "compasión" para justificar la explotación, la injusticia y todos los síntomas posibles de un estado de patología social.

Y es que la única esperanza con la que el pueblo español –y Occidente entero- cuenta para sobrevivir, si es que quiere tener un futuro, no está en los buruagas, los ussías, los leguinas o los partidos al uso. Tampoco está en los pseudocatolicismos lloriqueantes, incapaces de sacar los pies del tiesto pero que venden una receta edulcorada, fabricada en los laboratorios de la izquierda, para consumo de todos los que creen en cualquier sofisma adornado con oropeles religiosos. Está, sencillamente, en los que no se venden. En aquellos que son capaces de enfrentar la realidad tal y como es. En definitiva, en aquellos que buscan la verdad a cualquier precio. Este es, sin duda, el heroísmo más radical de nuestro tiempo.

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