http://www.geocities.com/Athens/foru...onvivencia.htm


LA POLÍTICA Y EL ORDEN DE LA CONVIVENCIA


Por el Profesor Rubén CALDERÓN BOUCHET





I. INTRODUCCIÓN



Hay verdades que el pensamiento tradicional ha establecido de una vez para siempre y que resulta una necedad absoluta ponerlas en duda, así fuere para consolidar sus puestas en una prueba por el absurdo. Una de estas verdades es que el hombre es un ser social por naturaleza y por lo tanto que existe en su dinamismo específico una tendencia dialógica tan inevitable y seguramente ordenada como la necesidad de respirar y de comer. No se puede lograr un pleno desarrollo de la personalidad espiritual si no es a través de una vinculación con los otros hombres, que supone una jerárquica distribución de valores.




Se ha hablado de la igualdad de los hombres como si esta noción, puramente matemática, pudiera darse en el terreno de los seres vivientes donde cada ejemplar está determinado por cualidades irreiterables que concurren en la constitución del orden con aquello que tiene de único. Un orden social es el resultado de una disparidad de aptitudes y condiciones armonizadas y equilibradas en un proceso histórico determinado por la asistencia de poderes auténticamente políticos. Quiero decir que no basta la presencia de un poder para que las diferencias y las desigualdades de los individuos y las diversas comunidades puedan difundir sus bienes y cooperar al establecimiento de la amistad civil. Es fundamental y necesario que ese poder sea realmente político, es decir, creador, por su autoridad y eficacia, de una concreta participación en el bien común.




El pensamiento revolucionario ha dispuesto la aparición de un poder que se propone hacer exactamente lo contrario, como si su principal tarea fuera destruir los cuerpos orgánicos previos a su aparición, para modelar sobre el caos eso que un lenguaje totalmente desaprensivo llama una sociedad de iguales. Si pensamos con cierto rigor en el sentido de la locución sociedad de iguales, ésta carece de sentido, pues no puede haber difusión de cualidades fecundantes entre quienes han sido reducidos a meras significaciones cuantitativas.




Cuando se avanza en el conocimiento de los diversos sectores de la realidad considerados por distintas ciencias, cada una de éstas impone un método y una atención peculiar que tiene la irrefrenable tendencia a creerse poseedora de una autonomía absoluta. Así, quien estudia el orden social y las diversas maneras de atender a sus exigencias se detiene como hipnotizado en el fenómeno del poder. No tarda en creer, como lo creyó Maquiavelo, que éste se ejerce para solaz exclusivo del Príncipe y, sin atender a otras razones, supone que los súbditos constituyen el escabel imprescindible para servir a la potestad de sus gobernantes. Con el sano propósito de contribuir a esta autonomía se lo examina como si se tratara de un proceso que nada tiene que ver con las otras manifestaciones sociales y hasta se le da un nombre muy particular: politología, que antes que nada pone de relieve la displicencia etimológica de quienes lo inventaron.




Tenemos en marcha un estudio del poder que prescinde de toda referencia al orden ético como si se tratara de un viejo prejuicio que se ha encargado de barrer el viento de la historia. No importa para el caso que se esgrima, como ingrediente imprescindible, las socorridas consignas democráticas y se engañe a las clientelas electorales haciéndolas sentir dueñas de una ilusoria soberanía. La potestad erigida en nombre de las masas tiene por misión providencial, casi exclusiva, destruir todo cuanto se oponga a la formación de una multitud homogénea y desconocer todos los privilegios capaces de protestar en nombre de la dignidad, del saber, de los servicios prestados, de la simple capacidad personal o de otras excelencias humanas que la democracia condena en nombre de la igualdad y el valor de las adiciones numéricas.




El orden social es jerárquico por su naturaleza intrínseca y por los indudables beneficios que para la perfección humana tiene la desigualdad de los talentos, las aptitudes y las energías que se pongan en ejercicio. Así como no hay dos individuos iguales, tampoco lo son las familias y los pueblos. Cada uno con su genio, con su talento y con las condiciones físicas y espirituales que haya recibido de la naturaleza o desarrollado en las fatigas de su existencia histórica. Todas estas diferencias, acentuadas por la educación, concurren a la promoción del perfeccionamiento, y lejos de ser negadas y combatidas deben ser prolijamente animadas para enriquecer con sus notas la sinfonía de la civilización.




Desde Dante, pasando por Marsilio de Padua, hasta Kant y Marx, el propósito de los grandes pensadores políticos fue la creación de un orden que garantizara para todo el mundo los beneficios de la paz. Si observamos hoy los esfuerzos realizados por la Iglesia Católica, la masonería, las Naciones Unidas, la democracia y el comunismo, la paz sigue siendo el motivo principal de sus declaraciones y de la propagación de sus principios. El llamado de Cristo a la unión de todos los hombres en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo se ha convertido finalmente en consigna mundial, pero ya no bajo el auspicio de la Santa Trinidad, sino en el de un proyecto puramente humano, que cada una de esas instituciones presenta como remedio infalible para curar a los hombres de sus divisiones.




La diferencia entre el programa de unión ofrecido por Cristo y las múltiples asociaciones por la paz que pululan por el mundo, reside ante todo en que el contrato de unión ofrecido por la mediación de la Iglesia provenía directamente de Dios. Era la Nueva Alianza y el Arca renovada que, sobre las aguas de la Historia, ofrecía a la humanidad no sólo un refugio para protegerla de la muerte eterna sino también el concurso de una renovada fuerza creadora para llevarla, más allá de sí misma, al encuentro definitivo con el Padre, en el Reino que el Hijo y el Espíritu Santo habían preparado para sus elegidos.




La paz debía ser conseguida por la perfección y el ascenso espiritual de los hombres. No podía ser el resultado de una igualitaria amputación de excelencias en el lecho de Procusto de la democracia. Era la culminación de una faena de solidaridad con las más altas exigencias del espíritu en una sociedad de personas, en la que no se puede entrar sin haber dado, en cada caso, la nota más elevada de su repertorio vital.




Sería excesivamente prolijo examinar la modalidad con que cada una de las sociedades señaladas toma a su cargo la pretensión de la Iglesia y asume la responsabilidad de alcanzar para los hombres un remedo de salvación. Tienen entre ellas algunas notas comunes, cuya tónica general consiste en despojar la compleja realidad del hombre de alguno de los aspectos que la integran, desdeñando el concurso de ese ingrediente en la economía salvadora.




La masonería, en su momento más importante, se presenta como una suerte de Iglesia ecuménica con la pretensión de unir por yuxtaposición todo aquello que por negación contumaz o ignorancia se separó de la unidad católica. De este modo, la fe no es el conocimiento sobrenatural de los principios revelados por Cristo y se convierte en un sentimiento que puede llenarse, en cualquier momento, con un contenido objetivo indiferente.




La democracia, basándose en el hecho innegable de que todos los componentes de una sociedad participan en su ordenamiento, pretende dividir esa participación en partes alícuotas, como si se tratara de una operación cuantitativa y no cualitativa. Se niegan así los servicios familiares y las distinciones históricas en el curso evolutivo de un pueblo, pero como la naturaleza rechaza el vacío, las prelacías nacidas de la dignidad, el coraje y el trabajo son substituidas por aquellas impuestas por la publicidad y el dinero. A su vez todos los cuerpos comunitarios reales y orgánicos son reemplazados por artificios propagandísticos que, como los partidos políticos, no existen si no se habla de ellos.




En todas estas substituciones lo que tenía cabal existencia cede su puesto a un artificio publicitario que, además de anemiar la vida social del hombre, la mete en el estrecho cauce de la utopía ideológica. El poder político que tenía por misión fundamental unir los cuerpos intermedios, armonizar sus contiendas y remediar sus deficiencias, se arroga ahora la faena de demolerlos en beneficio de un plan irrealizable.




El racionalismo burgués encontró en la ideología kantiana la expresión —acaso la más inteligente— de sus aspiraciones. Kant supo, desde que comenzó a pensar, que la universalización del hombre no podía hacerse sobre el fundamento común de las inclinaciones instintivas, porque si bien éstas eran idénticas en cualquier parte del mundo, sus propósitos estaban determinados por el instinto de conservación que se resolvía en la defensa del individuo particular y no en la de la especie humana en común.




La razón adquiere así la función de un instinto específico con una permanente disposición a imponer sus propias leyes contra las inclinaciones particulares. De este modo resuelve a favor de la especie lo que el instinto puro trata de hacer a favor de los individuos. La razón pierde su movimiento teonómico y se convierte en una fuerza antroponómica de claro cuño biológico y no espiritual.




Cuando San Juan Evangelista hace de Jesús el Logos, descubre la razón como principio viviente, como la realidad viva más alta que atrae con fuerza irresistible al espíritu humano para que logre, en la plenitud de su crecimiento —que es a la vez familiar, político y religioso— la transfiguración de toda su naturaleza. El Logos es así la fuente de agua viva de que habla el Evangelio, y el que se alimenta con su energía sobrenatural participa en ese ágape espiritual con todo lo que es, incluidas las desigualdades auspiciadas por la complicada movilidad de la historia. Solamente los defectos, los errores, los pecados y las miserias son paulatinamente abandonados en el ascenso teonómico, pero ninguno de los honores que constituyen el patrimonio de nuestras conquistas.





En el encuentro definitivo con el Logos se obtiene la paz perpetua, porque allí culmina la unión con el Ser y la resolución de todas las contradicciones en la asunción de la perfección última. Si no hemos comprendido mal a Kant, su paz perpetua en el abrazo internacional de todos los pueblos es el Contrato Social de Rousseau a escala mundial, con el agravante de que todos los pueblos históricos alcanzan esa situación abandonando sus excelencias y desigualdades en el triunfo de la razón abstracta y no en la participación de la vida concreta del Logos Divino.




Por estas y otras razones que podríamos ir acumulando en sucesivas reflexiones, no se puede pensar con rigor en la naturaleza del orden político sin tener en cuenta el destino que Dios ha ofrecido al hombre en su revelación. No existe una política que prescinda de la religión sin provocar un profundo deterioro en nuestra ordenación teonómica. Explicar la relación que guarda la política con la religión es llevar hasta la dimensión social del hombre los recaudos que imponen la armonía entre naturaleza y gracia.




El orden político, en su primera fase, es un orden compulsivo como lo es toda educación en la que se trata de rectificar los impulsos naturales vulnerados por el pecado original; por esa razón se impone la existencia de leyes que deben ser obedecidas bajo amenaza de sanciones penales. No obstante, el buen ciudadano es aquel que ha convertido la ley en regla de su obrar espontáneo y personal. Esta es una buena consecuencia de la cultura ciudadana y no una obligación de necesidad absoluta. El Estado se conforma con que el ciudadano cumpla las leyes sin penetrar en la índole moral de este cumplimiento. No importa que lo haga por temor a las sanciones o bajo la presión de cualquier otra instancia compulsiva. La asunción de la ley y su conversión en norma del obrar moral es faena religiosa y absolutamente necesaria en la libertad total de la gracia para alcanzar la corona y la mitra del rey-sacerdote, prometidas para aquellos que estarán con Cristo en la plenitud de la Gloria.




Esta diferencia en las exigencias de una y otra ciudadanía ha hecho pensar a los que ven las promesas de Cristo a la luz natural de la ciudad terrestre en una peligrosa inclinación a la anomía, a la indiferencia por la ley y a una utópica proclividad a soñar con una libertad ilusoria, que las condiciones impuestas por la vida en sociedad niegan. Es el reproche al cristianismo que inspiró en su época la crítica de Celso y, en tiempos más cercanos a nosotros, la penetrante acusación de Nietzche.




Así como las disposiciones naturales cuando se desvían de su objeto propio se convierten en caminos de perversión, el movimiento ascendente del alma sostenida por la gracia puede apartarse de sus propósitos sobrenaturales y conducir el espíritu del hombre a concebir una ilusoria parodia del Reino de Dios, como si pudiera darse algo semejante en este mundo y por la sola fuerza compulsiva de la voluntad humana. Una empresa de esta naturaleza es la que anima la dinámica de la Revolución.





II. EL SACERDOTE Y LA REALEZA





La corona y la mitra que Dante recibe de las manos de Virgilio, luego que atravesó el lago de fuego en el Purgatorio, son los símbolos que testimonian por la perfección del hombre más allá de su aventura terrestre. Adán, padre de nuestra estirpe, fue en el Edén rey y sacerdote. Esta doble calidad de su mandato no fue totalmente perdida por sus sucesores, quienes a su vez la trasmitieron a sus descendientes en las precarias condiciones de la naturaleza herida. Por muchos siglos el hombre que presidía el destino político de un pueblo era, al mismo tiempo, el encargado de sostener el contacto con la fuente divina y proceder al uso de las fuerzas compulsivas que necesitaba para mantener a sus súbditos en la obediencia.




La idea de un rey del mundo que fuera al mismo tiempo origen del nuevo sacrificio es una de esas nociones que, bajo distintos aspectos pero siempre en la oscuridad de un misterioso simbolismo, se mantuvo en la tradición de casi todos los pueblos. René Guenón, en uno de sus libros más inspirados y profundos, «Le Roi du Monde», habló de este difícil tema con autoridad y erudición. No voy a repetir el contexto de su trabajo ni las atinadas reflexiones que lo acompañan, en tanto su punto de partida difiere algo del que me sirve a mí para hilvanar esta reflexión. Yo parto del aporte teológico del cristianismo y trato de resolver el problema en los límites de la religión cristiana, sin meterme para nada con las dificultades de una tradición metafísica esotérica de la que ignoro todo.




Esta idea de un Rey del Mundo que es, al mismo tiempo, Sumo Sacerdote es, desde los comienzos, una prefiguración mesiánica. Con ella se apunta directamente a ése que ha de llegar para llevar a sus elegidos hasta su morada del cielo, donde reinará por los siglos de los siglos.




El rey sacerdote de las antiguas sociedades tradicionales ofrecía por su pueblo el viejo sacrificio que sería definitivamente abolido cuando el Rey del Mundo ofreciera su sangre en «el cáliz del nuevo y eterno sacrificio» . Sangre que sería derramada por todos cuantos creyeran en Él, para la remisión de los pecados.




Después de haber reivindicado para sí el título de Rey, Cristo quiso dejar claramente establecido que no venía a disputar las jurisdicciones de los reyes temporales, por cuanto consideraba la precariedad de sus mandatos y Él reclamaba el cetro y la corona de un reinado sin mengua. Prometió a los que creyeran en Él y lo siguieran en el ofrecimiento sacrificial de su sangre, una efectiva participación en su sacerdocio y en su realeza. No es extraño que, dada nuestra humana inclinación a tomar los signos como si fueran realidades totalmente independientes de lo significado, interpretáramos sus promesas como si la realeza y el sacerdocio fueran dones que podíamos obtener sin cruz ni sacrificio.




Todos los momentos de la historia moderna jalonan un itinerario conducido por este equívoco, y cuando más profundamente penetramos en el espíritu de la Revolución vemos con más claridad que se trata de un cristianismo invertido, de esa caricatura que la profecía apocalíptica señala con el nombre de Reino del Anti-Cristo.




La sociedad antigua conoció al rey sacerdote y —como dijimos más arriba— esta figura política y sacerdotal debe ser entendida como un anticipo que debía consumarse en Cristo como realidad religiosa definitiva pero, al mismo tiempo, como piedra de tropiezo y motivo de escándalo para quienes carecen de la fe que ilumina la dimensión sobrenatural de su mensaje.




La figura del Anticristo aparece también en la doble perspectiva del rey y del sacerdote, pero rey de una humanidad despojada del señorío sobre las propias pasiones y de la gracia que la coloca en el camino del encuentro con Dios. La acción protagonizada por Johan von Leyde cuando instauró en Münster «el Reino de los últimos días» señala el carácter anárquico que adquiere la idea de que todos somos reyes y sacerdotes, cuando la noción no está esclarecida por la sabia conducción del Magisterio Católico.




Erigidos por decreto en reyes y sacerdotes, los anabaptistas suprimieron la moneda, abolieron las propiedades y, sintiéndose ángeles, se abandonaron a los excesos de la carne con la profunda convicción de haber abolido la ley para siempre. Era menester destruir todas las cortapisas para construir el nuevo mundo sobre las ruinas del viejo. La prostituta de Babilonia —nombre que daban a la Iglesia Romana— debía ser suprimida para que Dios reinara y fuera venerado en ese templo vivo que es el corazón del hombre.




La aparición del hombre nuevo —del que hablan las Escrituras— es resultado de una metódica liquidación de todo cuanto se opone a la eclosión de una mentalidad colectiva. La realeza sacerdotal surge en el terreno de la masificación absoluta. Individualmente se ha perdido la esperanza de ser reyes y sacerdotes, pero podemos serlo colectivamente, masivamente, si nos liberamos del peso de una responsable santificación personal.




La masa, instalada en el lugar donde hubo pueblos, adorará su propia imagen deificada considerándose a sí misma rey y sacerdote, porque sumará a la propaganda política en torno a su soberanía la publicidad religiosa del culto del hombre, en eso que el ecumenismo llama la civilización del amor.




De esta manera la convocación de Cristo para que participemos libremente en la creación del Reino de Dios se convierte en una siniestra orgía destructiva, bajo la ilusoria apariencia de una liberación de toda disciplina interior. Al Reino de Dios se llega en la santidad, luego de liberarnos del error por la sabiduría que da la fe; del pecado, por la perseverancia en la gracia santificante; y finalmente, de la miseria, una vez purgado el último resto de culpa para entrar, reyes y sacerdotes, en la contemplación de la Verdad Divina.




Al reino del Anticristo se va por otro camino, y aun cuando negáramos las verdades de fe y consideráramos al Reino de Dios como una peligrosa utopía, capaz de enajenarnos la felicidad terrena, sucede que su advenimiento se inscribe en la línea del perfeccionamiento espiritual. Diríamos que, a pesar de su carácter sobrenatural, acentúa las disposiciones que conducen, por la posesión de sí mismo, al desarrollo de la plenitud personal del hombre. El camino del Anticristo es también contrario a la marcha ascendente de nuestra naturaleza, y obedece a las instigaciones de la caída en su ilusoria liberación del hombre genérico, que es —para decir verdad— la bestia colectiva, y lo hace bajo la presión férrea de su fuerza masificadora.




III. LA TEOCRACIA



El descenso paulatino de los niveles en que se aprecia la realidad provoca una correlativa reducción ontológica en el conocimiento de las cosas. La renuncia moderna a la sabiduría teológica ha disminuido de tal modo nuestra comprensión del mundo, que hasta las mismas palabras que antaño sirvieron para expresar una plenitud entitativa hoy parecen empeñadas en señalar todo lo contrario. Si efectivamente —como decían los escolásticos— Dios es el «summum esse subsistens» , el gobierno que Dios ejerce sobre su pueblo —directamente o a través de sus portavoces— no puede ser sino el más perfecto que el hombre puede desear y, en este sentido muy preciso, la teocracia hebrea fue una prefiguración de la ciudad de Dios en la que Cristo reinará para siempre entre los suyos.




Cuando un autor —higiénicamente podado de toda preocupación teológica como M. Marcel Pacaut— escribe sobre la teocracia medieval, no solamente se equivoca en el uso de una designación que no corresponde a esa época, sino que manifiesta, al mismo tiempo, una ignorancia cabal sobre la significación del término. Como no cree que se pueda dar en la historia la existencia de una auténtica teocracia, atribuye la palabra a una desmedida pretensión humana para ocultar los designios de un gobierno opresor. En este sentido la teocracia pasa de ser el gobierno directo de Dios a convertirse en una abyecta tiranía de un grupo sacerdotal que domina a todo un pueblo bajo el peso de los temores supersticiosos bien administrados.




La teocracia, como prefiguración del Reino de Dios, se dio en Israel para señalar el carácter único que tenía esta comunidad sacrificial ante los ojos del Altísimo. El régimen político cristiano no fue teocrático y jamás la cristiandad, en su personal más preparado, confundió el gobierno temporal de los pueblos con el gobierno espiritual de las almas. El Magisterio de la Iglesia ha señalado la distinción con todos los recaudos de un prolijo análisis teológico, y si M. Pacaut no lo ha examinado con la debida seriedad habrá que atribuirlo a un invencible desprecio por ese tipo de especulaciones. Si se parte de la idea que Dios no existe o es una suerte de principio lógico sin ningún fundamento fuera de la mente humana, simplemente no habría nada que se parezca a la teocracia, y este término —como lo aseveran sesudos racionalistas— sólo encubriría el deseo de imponer una voluntad indiscutida. Ahora, si Dios existe y es efectivamente lo que la tradición religiosa enseña, su gobierno directo sobre la comunidad de Israel no solamente significó una selección sino también el goce de una libertad en la santificación que ningún otro pueblo de la antigüedad conoció con tal grado de perfección.




Basta leer la historia del pueblo de Israel para certificar esta constancia. Si fueran pocas las manifestaciones de su libertad bajo el gobierno de los Profetas —como Moisés, Aarón o Josué— basta señalar la aparición de la monarquía de Saúl para comprender que la desaparición del régimen teocrático trajo consigo más servidumbre que libertades espirituales.




Si consideramos la Iglesia fundada por Cristo como una sociedad que obra de mancomún con otras sociedades políticas en la historia de nuestra civilización, podríamos encontrar en ella una pretensión teocrática en el carácter infalible de su magisterio, por medio del cual dirige la cristiandad a su destino eterno. Pero si observamos con atención el rumbo de su mandato veremos sin dificultad que no es político, sino específicamente religioso y, por lo tanto, no puede ser llamado teocrático si esa palabra apunta a una particular modalidad del gobierno de las cosas temporales.




Para el hombre interesado en las cuestiones teológicas la diferencia entre el teocratismo de Israel —que obra a la vez sobre los intereses temporales y el destino eterno de su pueblo— y la asistencia del Espíritu Santo a la Iglesia de Cristo, con efectos exclusivamente espirituales, puede inspirarle la opinión de que, en resumidas cuentas, parecería más completa la asistencia divina sobre el pueblo elegido que sobre su sucesora la Iglesia Católica. No obstante, conviene pensar en el carácter histórico de la misión de Israel. Es un pueblo elegido con un propósito determinado en el tiempo, por eso es bueno que en ese lapso sea regido con criterios que no escapen a la férula de Yavé. La Iglesia Católica, aunque está en el tiempo, tiene una misión que se termina y se completa allende la historia, y como lleva el sello de la eternidad en su destino, es imprescindible que sea gobernada con criterios religiosos y no políticos. Está muy clara la referencia de Nuestro Señor cuando felicita a Pedro porque ha reconocido en Él al Hijo del Dios vivo y, a poco andar, lo reta duramente porque se deja influir por una preocupación mundana con respecto al destino del propio Cristo. (Ver: Mateo XVI, vers. 17 y ss.).




A partir de Cristo, la misión histórica de los pueblos que constituyen la Cristiandad es crear una situación política propicia a la propagación del Evangelio, y esto debe hacerse ahora, ya, porque el tiempo del Mesías ha llegado y obra en este preciso momento sobre el ánimo de los creyentes. Los israelitas trabajaron para el futuro, y por esa razón era conveniente que dispusieran su acción con respecto al tiempo que debía venir con recaudos y cautelas temporales. Cristo llegó al mundo bajo el signo de ese tiempo esencial, el «Jairos», y su convocatoria exige una respuesta inmediata: ahora o nunca más.




Yavé cuidó de Israel como comunidad sacrificial, como pueblo elegido. Quiso preservarlo de las acechanzas de una historia irremediablemente política, porque si bien el destino de Israel era religioso y no político, el propósito se debía cumplir en un momento preciso del tiempo histórico y no en cualquier momento. En el cristianismo lo esencial es la persona y no la comunidad. Esa persona está colocada frente a la eternidad en el instante en que todavía puede elegir, y de su acierto espiritual depende su destino. Este paso del interés religioso de una sociedad a las personas individuales da razón del porqué de la teocracia en el pueblo de Israel y porqué no fue necesaria en los pueblos cristianos.




No hacía falta que Dios vigilase personalmente la conducta política de los pueblos cristianos. Ninguno de ellos, fuera de cumplir con las exigencias religiosas del Magisterio Eclesiástico, tenía un mandato especial para ser realizado en el tiempo histórico. Se suele hablar de la organización política de los Estados Pontificios, como si en ellos se hubiera dado una suerte de teocracia sacerdotal. Es confundir el gobierno directo de Dios con la potestad política del Sumo Pontífice, al margen de su misión eclesiástica fundamental. Los Estados Pontificios fueron gobernados con criterios políticos, y cualquier reproche que se les pueda hacer en ese terreno no tiene nada que ver con lo que corresponde al gobierno de la Iglesia como institución sagrada. ¿Qué propósito cumplía en la economía de la Salvación el Estado Romano?




Cuando se trabaja con estas nociones conviene mantener con claridad la distinción entre una y otra esfera de la actividad humana. Que lo político se impregne de religiosidad o la religión de politicidad, no quiere decir que lo propio de una y otra función no sea esencialmente distinto. En el caso del pueblo de Israel se puede hablar legítimamente de teocracia, porque la comunidad política hebrea estaba encargada por Dios de traer al mundo al Mesías. Era todo el pueblo de Israel el que tenía la misión de preparar los caminos del Señor en virtud del pacto existente entre Yavé y la estirpe de Abraham. Esto explica también por qué razón las tentaciones propias de Israel son de carácter nacional.




Cuando el Mesías llega en la persona de Jesús de Nazareth muchos israelitas creyeron en Él, pero la comunidad política constituida lo rechaza, porque su prédica no coincide con los designios de la nación. Es el pueblo de Israel el que se aparta y se cierra y vigila celosamente la conducta de sus connacionales para que no adhieran a una situación mesiánica que desconoce la singularidad de su misión nacional. En cambio, la tentación propia de los cristianos es el personalismo, es decir, la creencia de que la persona —destinada por Dios a la visión beatífica en su Reino— tiene desde su nacimiento ese derecho y, por lo tanto, la libertad de aquellos que habitan en el cielo junto a Nuestro Señor Jesucristo. Sin esta ilusión no se podría entender por qué se ha escrito en el encabezamiento de la «Declaración de los Derechos del Hombre» que los hombres nacen libres. ¿Libres de qué? ¿Del error? ¿Del pecado? ¿De la muerte?




Cuando Yavé prometió a Abraham que lo haría cabeza de un pueblo innumerable, selló una vocación que se cumplió con el advenimiento de Cristo. Este pueblo, por razones atribuibles a la tentación propia de una situación excepcional, no aceptó que Cristo fuera realmente el Mesías y con su rechazo se cerró a la corriente viva de la revelación religiosa, convirtiéndose en un fósil espiritual. Quién sabe si Dios quiso que se quedara así, como la higuera estéril, para dar un testimonio negativo de la verdad cristiana, o acaso lo reservó también para un postrer reverdecimiento, antes que termine la narración de nuestra historia.




¿Habrá que entender así la frase que le inspira la esterilidad de la higuera?: «cuando la veas reverdecer estará cerca el fin de los tiempos».



La presencia del judío en el curso histórico de nuestra tradición es siempre de una singular importancia cultural, en los dos sentidos en que la civilización puede ser marcada con fuerza: en el terreno de las ideas y en el de la acción política. En uno y otro han combatido con denuedo para destruir las raíces de la tradición cristiana y, en uno y otro, sus éxitos rotundos han quebrantado la vigencia social del cristianismo hasta reducirla a un minúsculo ghetto en lo que antaño fuera la Cristiandad.




Se dice con toda razón que la naturaleza no ama el vacío, y cuando una realidad es despojada de su función esencial, es reemplazada por otra que cumple un papel homólogo. Dios condujo al pueblo de Israel hasta los umbrales de la madurez de los tiempos, o hasta esa situación que Tillich llama el «Jairos» y que es donde se debía producir el gran suceso religioso que debía colmar la esperanza de Israel. Hasta ese momento la teocracia era previsible y se justificaba plenamente, porque los propósitos religiosos del Señor y la política de Israel coincidían. Desde el momento en que ya no hay más coincidencia ¿no será otra fuerza sobrenatural la encargada de encabezar la marcha de esta nación presdestinada?




Dejamos la pregunta sin respuesta porque sólo podríamos pergeñar una conjetura inspirada más en la sospecha que en el conocimiento. La aparición del Anticristo y la organización de su poder político permitirá responder con alguna firmeza.





IV. LA MONARQUÍA TRADICIONAL



Las profecías verdaderas, en la medida que se cumple el tiempo del vaticinio, aclaran cada vez más su contenido, y resulta relativamente fácil —aún para el que no está dotado de carisma profético— advertir los signos del tiempo. Raoul Auclair explicaba la última etapa del sueño de Nabucodonosor interpretado por Daniel, como el período histórico correspondiente al auge de los pueblos cristianos sucesores de Roma y cuya organización política sufría las consecuencias de estar asentadas sobre la frágil arcilla de la predicación evangélica.




¿Cuántos podían ser estos pueblos? ¿Cuáles sus respectivas misiones? Dos preguntas que la profecía de Daniel no responde. No obstante, el número diez —que corresponde a los dedos de los pies del Coloso— tanto puede significar que se trata de diez pueblos o que es una cifra convencional, acabada y perfecta, para señalar sin pretensiones de exactitud, su pluralidad.




Auclair asegura que se trata, en su primer momento, de diez pueblos bárbaros: Hérulos, Longobardos, Francos, Burgundios, Visigodos, Alamanes, Suevos, Sajones, Ostrogodos y Vándalos, sin mencionar ninguno de aquellos que, asentados en el espacio geográfico del Imperio, recibieron el impacto de las invasiones. Estos diez pueblos —siempre en la interpretación de Auclair— dieron nacimiento a las diez naciones que designa, un poco arbitrariamente, como Francia, Alemania, Gran Bretaña, Italia, Iberia, Países Bajos, Escandinavia, Europa Central, los Balcanes y Rusia.




Creo que el número diez señala una cifra perfecta en el lenguaje simbólico de la tradición, y resulta un poco innecesario pretender un balance perfecto. Todavía más difícil sería hacer un examen histórico de las misiones que cada uno de estos pueblos ha tenido en la órbita de la cristiandad. Habría que investigar con gran cuidado el papel cumplido por cada uno de ellos, y luego la tentación propia que los ha separado de su cometido religioso, porque es esa tentación la que revela, negativamente, el carácter de la misión abandonada.




Se dice que la Germania tuvo a su cargo la conservación del orden imperial, e indudablemente esta vocación aparece como una constante en la historia de los pueblos que la constituyen, pero sin desconocer que, en uno de sus momentos más brillantes, fue la nación Ibérica la encargada de luchar por la unidad de los cristianos y llevar el Evangelio al Nuevo Mundo, que ella misma había descubierto. Conviene recordar también, para aquellos que hacen del olvido un cómodo motivo de bienestar, que el soldado alemán fue el último que tuvo Europa, no importa que el Santo Imperio Romano Germánico de Occidente había perdido casi por completo las luces de la fe religiosa, le quedaba el espíritu militar y la vocación de defender el «limes» contra las hordas rojas.




Nos llevaría demasiado tiempo examinar uno por uno el carácter misional de los distintos pueblos integrantes de nuestra civilización y, luego de considerar los extraños laberintos en donde habrían perdido esa vocación, estudiar lo que quedó de ella en los cambios padecidos. Dejamos esta tarea para otra oportunidad, y consideraremos un momento la naturaleza de las monarquías tradicionales a la única luz que nos permite advertir su sentido y apreciar el valor simbólico de la reyecía.




Los reinos terrestres son una réplica imperfecta de la mística ciudad de Dios, donde reinará Jesucristo —Rey y Sacerdote— por los siglos de los siglos. La pirámide de las potestades tradicionales evoca, a su medida, la jerarquía celeste. La representación simbólica quiere que en la cúspide se encuentre el rey de los reyes, cuyo título imperial fue de herencia romana. Tanto el Emperador como los reyes que lo reconocieron como tal, gobiernan en nombre de Dios y reciben, en todos los casos, una consagración semejante a la episcopal, pero con el valor de un sacramental, no de un sacramento.




La unción hace de los reyes personas sagradas y un atentado contra la vida del ungido tiene la penalidad de un sacrilegio. En el mundo laicizado de hoy tales privilegios son vistos como si fueran exaltaciones de una soberanía política sin límites, pero en la perspectiva tradicional la ceremonia por la cual la Iglesia incorpora al rey a su cuerpo místico y le concede una misión temporal, lejos de aumentar su poder sobre los súbditos cristianos, lo subordina a las exigencias de la vida religiosa y lo obliga a convertirse en el defensor de las costumbres cristianas. La Iglesia incorporaba los reyes a su faena salvadora y les encomendaba el orden de la ciudad, pero en el sentido muy preciso en que éste se pliega a las necesidades del mandato divino de ir y bautizar a las naciones en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.




Esta situación de dependencia del cuerpo político al mandato de la Iglesia inspiró la tentación, tan rudamente expuesta por Roger Bacon, de que ciertos papas se sintieron una suerte de «Dios terrestre» . Él tenía en su poder la espada espiritual y la espada temporal, y si confiaba esta última al puño del Emperador lo hacía por razones de eficacia, reservándose el derecho de intervenir efectivamente en la conducción política de los reinos cuando éstos caían en las manos de un pecador empedernido o de un criminal. Hugo de Saint Victor expone esta opinión con clara precisión : «Corresponde al poder espiritual, dar la existencia al poder temporal y juzgarle cuando recae en culpa» . Dos siglos más tarde Dante hará, sin salir de la fe, la crítica implacable de esta tesis que, a su criterio, deformaba la Iglesia y ponía odiosa división en el seno de las dos potestades cristianas.




Cristo es el tribunal supremo ante quien debe comparecer toda autoridad, y no existe ninguna jerarquía, por elevada que fuere, que no deba doblar sus rodillas ante Él. Este ideal puede ser juzgado en el día de hoy de un modo completamente desfavorable, dado que el mundo moderno ha preferido disimular el poder de sus oligarquías financieras o simplemente subversivas, en la ficción de una soberanía que reside en la suma numérica de sus ciudadanos. De este modo se finge la existencia de un poder delegado por los súbditos para ejercerlo sin cortapisas sobre esos mismos detentores de una soberanía ilusoria.




La Edad Media no hubiera entendido este galimatías y, conociendo perfectamente la inclinación al abuso que se da en todos los que tienen una parcela de poder público, se apresuró a colocar en la vida íntima del creyente el insobornable tribunal de Cristo y reservó para la Iglesia la obligación de intervenir desde afuera cuando las potestades civiles desconocían la influencia de ese místico juez.




Conviene añadir, contra opiniones fundadas en una discutible interpretación de Nietzche, que la Iglesia Católica nunca desconoció el valor que tiene la fuerza y la energía, tanto moral como física, en el ejercicio del gobierno. Es cierto también que puso tales disposiciones al servicio de una causa más alta que la mera glorificación del poder. Desde aquí hay que partir para comprender su acción en el desarrollo de su política; por esta razón, cuando hablamos de la influencia debilitadora del Evangelio en la constitución del orden civil, nos referimos siempre a una tentación adscripta a la prédica de las verdades cristianas hechas por sectarios herejes y nunca por la Iglesia en su Magisterio Tradicional.




Como escribe Bernard Landry en sus agudas reflexiones sobre «L´Idée de Chrétienté chez les scolastiques du XIIIe Siécle» : «El objetivo hacia el cual tiende toda la jerarquía social, es la salud de las almas cristianas. Ayudar a los fieles a elevarse gradualmente hacia la perfección sobrenatural para la que están convocados: es la razón de ser del Papa, del Emperador, los reyes y los príncipes. El sacerdote tiene el deber de comunicar a los hombres las verdades liberadoras que ha recibido de Dios; el príncipe debe prestar apoyo con su espada a la enseñanza de la Iglesia» . (París, Alcan, 1929, pp. 11-12).




La faena esencialmente salvadora de la Iglesia era secundada temporalmente por los reyes cuando acudían, con la rigurosa aplicación de las leyes civiles, a extirpar los tres flagelos que se oponen a la auténtica libertad: el error, el pecado y las miserias que son remediables por la humana previsión.




El clima intelectual y moral creado por la Revolución nos ha enseñado a ver esta pretensión como la más odiosa de las tiranías, sin hacernos pensar demasiado que los nuevos estados nacidos a la sombra de las ideologías se arrogan para sí esas mismas pretensiones, pero totalmente despojadas del aura sobrenatural que les da fuerza religiosa. El Estado llamará verdad al error que preconiza e impone totalitariamente a través de todas las tribunas conquistadas por su proyección. El pecado habrá desaparecido por decreto y por esa suerte de liberación al revés que consiste en romper la disciplina de las virtudes morales y soltar al hombre animal en los prados de la sociedad de consumo. La miseria individual no podrá ser vencida, porque es inherente a nuestra condición de naturaleza caída, pero se tratará de reducirla asumiéndola en los planes de beatificación colectiva.




Conviene repetir que la autenticidad de la misión del cristianismo se comprende mucho mejor cuando se observa el carácter ilusorio de aquello que pretende reemplazarlo. Formados en la poco rigurosa escuela de la neutralidad liberal, no nos es fácil comprender la misión de la Iglesia sin atribuirle un designio de pavoroso sometimiento de la libertad humana. Liberar al hombre —según el criterio liberal— es abandonarlo para siempre al influjo de las opiniones erróneas en todas las dimensiones de la realidad. Las únicas verdades reconocidas son aquellas que establecen las ciencias positivas en el limitado campo de las comprobaciones experimentales y siempre que, en alguna medida, incidan favorablemente en la producción de bienes materiales. La sola idea de que pueda existir una verdad religiosa revelada por Dios para que sirva al hombre de camino salvador, oculta la siniestra intención de apoderarse de las imaginaciones y ejercer sobre ellas una presión deformante. En esta perspectiva el error teológico, político y moral tiene el camino allanado, y puede caminar a su gusto para conducir las opiniones por cualquier parte. Total, son disciplinas donde predominan las conjeturas plausibles y no las verdades axiomáticas de las que se jacta el pensamiento tradicional.




El mundo moderno ha cambiado la religión por la religiosidad, lo que en otras palabras significa trocar un conjunto objetivo de verdades reveladas por un vago sentimiento de sacralidad, que puede acompañar cualquier representación mental. Como por lo demás este sentimiento es subjetivo y formalmente personal, es inútil ensayar una ejercitación disciplinaria para dirigirlo y se aconseja, para conservar su pureza, dejarlo librado a la inspiración espontánea de quien lo posee. Hablar de una ciencia teológica, al mismo tiempo especulativa y práctica, es un perfecto sin sentido en el que no se debe caer por nada del mundo.




Podemos pensar, sin tomarnos el trabajo de averiguarlo con seriedad, que el Reino de Dios es una ilusión y que todo el esfuerzo salvador de la Iglesia corre detrás de una quimera, que se disipará como el humo cuando entremos en la silenciosa oscuridad de la muerte. Pero entonces ¿para qué ese esfuerzo por hablar el lenguaje de la Iglesia y transponer sus promesas en una clave profana? ¿Para qué ese deseo de proclamar para la ideología la inerrancia, la faena liberadora y, al mismo tiempo, la fuerza autoritaria que permita instalar el error, combatir la religión y promover el pecado?





V. EL ARISTÓCRATA Y LA ARISTOFOBIA



Las grandes sociedades históricas han tenido, en sus momentos de esplendor, una armoniosa y saludable correspondencia en la diversa variedad de sus funciones, como si las prerrogativas y privilegios atribuidos a algunos de sus integrantes tuvieran por finalidad promover y conservar ese delicado equilibrio institucional. Constituidas por grupos familiares fuertes, sus clases dirigentes se formaban en el seno de las familias más notables, y de ellas recibían el prestigio que acrecentarían luego con sus méritos personales.




La estirpe imponía un decidido cuidado en la selección de las uniones matrimoniales, y una nunca abandonada exigencia en la educación de los retoños. El lema nobleza obliga hace clara referencia a la formación del hidalgo de acuerdo con los requerimientos del papel que debía cumplir en la sociedad a la que pertenecía.




Nobleza, aristocracia, notables, son palabras en desuso y abusivamente caídas en el denuesto de las pretendidas democracias modernas, y digo pretendidas porque el término democracia no denota más que un artificio publicitario: los que efectivamente gobiernan constituyen una oligarquía anónima de usureros que maneja entre bambalinas a los hombres de paja de la representación electoral. En las sociedades de orden las faenas del comando se fundaban en la triple prescripción del talante, la educación y el servicio. El vocablo noble apunta, en nuestra lengua, a la aptitud física para el combate y, por lo tanto, a la generosidad vital del temperamento. Por esa razón puede ser aplicada a ciertos animales sin desmedro de su acepción significativa. Así el león, el perro y el caballo pueden ser llamados nobles pero nunca una rata, un escorpión o una lechuza.




Aristocracia pertenece a la lengua política y señala con seguridad la existencia de un grupo dirigente escogido, tanto por su nacimiento como por su educación, entre las mejores familias de un país. El aristócrata no es el producto de un sufragio, ni puede serlo. Está vinculado a los servicios prestados al pueblo por sus antepasados y a una educación en consonancia con ese prestigio histórico. La aristocracia degenera fácilmente en oligarquía cuando las riquezas adquiridas por el comercio y las operaciones financieras destruyen, en el consenso de sus miembros, el valor de la honra. Entonces se puede observar esa transformación, tan profundamente señalada por Platón, de un aristócrata en un oligarca. La educación para el mando —con todos sus recaudos de prestigio, honor y responsabilidad— desaparece, y en su lugar crece el cálculo y la astucia para la operación provechosa.




Notables son los que se distinguen en una sociedad por las energías y cualidades personales dispensadas en su labor. La mayor o menor nobleza del notable se aprecia en la faena cumplida: quien ha sobresalido en el trasiego de los cambios financieros no tiene el mismo valor que el industrial o el empresario de obras públicas, y basta cotejar la responsabilidad social de uno y otros para advertir la diferencia. Cuando los notables se unen y afianzan su prestigio en un noble comportamiento, tienden a convertirse en aristócratas y hacer de la función pública una continuidad del esfuerzo familiar.




Se ha dicho hasta la saciedad que los cambios revolucionarios son, fundamentalmente, sustituciones de una minoría dirigente por otra, y si nos atenemos a las características de la revolución padecida por nuestra sociedad a partir de la época moderna, observaremos que el factor decisivo en tales cambios fue la influencia que adquirieron los grupos financieros en la conducción de la cosa pública y en las preferencias axiológicas de la burguesía.




La posesión del dinero nunca ha podido, sin otro condimento, imponer jerarquías que fueran aceptadas por todos en un consenso espontáneo y natural; por esa misma razón las oligarquías financieras tienen la necesidad de suscitar, mediante una publicidad adecuada, la aparición de eso que la jerga política llama los conductores del pueblo y que en el lenguaje clásico se llamó demagogos.




Estos hombres de paja nacen cuando las diferencias impuestas por la historia han sido rotas y, tanto los nobles como los aristócratas, o han degenerado en oligarcas o simplemente han perdido su prestigio por las razones que sería necesario estudiar concretamente en cada caso. El pueblo ya no es más un orden de prelacías fundadas en las fecundas desigualdades del servicio y los talentos, y se ha convertido en una sociedad de masas manejada por los medios de publicidad. En el fondo de la subversión revolucionaria está el dinero, pero en la superficie los prestigios más o menos pasajeros de los hombres de mando, que van desde el simple charlatán de barricada hasta los conductores que arrastran masas millonarias con el poder seductor de eso que los sociólogos llaman —no se por qué inversión burlesca de la palabra— carismas promocionales.




Cuando nos atrevemos a dar una explicación tan sintética del proceso revolucionario es con plena conciencia de que la realidad histórica no se pliega a las exigencias del esquema. Por esa razón, la complejidad de un movimiento histórico nunca puede estar comprendida en ninguna interpretación, ni siquiera en todas juntas. Los episodios que jalonan el curso de los hechos son muchos y muy confusos. Cada uno de ellos protagonizado por hombres que llevan en sus alforjas todos los matices espirituales que suelen darse en las épocas de cambios profundos.




Destruidos los pueblos como realidades históricas diversificadas según ascensos y descensos naturales en las poblaciones, la Revolución moderna ha tendido a formar un público de individuos solamente diferenciados por sus mecanismos de trabajo en cadena y las exigencias impuestas por la propaganda. Diríamos, sin forzar exageradamente los términos, que a una sociedad orgánica la ha sustituido una sociedad mecanizada, que promete a sus beneficiarios la perfección sin sobresaltos de un aparato controlado en todos sus movimientos. Es un ideal que evocaba —con un énfasis que no había perdido su inspiración romántica— la Revolución Francesa cuando hablaba de libertad, igualdad y fraternidad, sin advertir la disonancia fundamental que el vocablo igualdad introducía en la viva economía de los otros dos.




La igualdad es una noción matemática metida a la fuerza entre dos ideas que evocan, con toda su energía, los movimientos propios de la vida. A poco andar, la necesidad de confirmar la igualdad llevaría, inevitablemente, a conspirar contra la libertad, que supone el ejercicio sin trabas de las diferentes aptitudes existenciales. No hablamos de la fraternidad, porque ésta supone, como principio conformador de su esencia, la autoridad del padre. Sea el padre carnal en el seno de la familia, los padres de la patria en la dimensión política, o el Padre de los padres, fundamento religioso de una fraternidad universal y plena.




Sin padres no hay fraternidad; pero si hay padres en el sentido pleno del término, no hay igualdad, porque ésta supone la destrucción sistemática de todos los vínculos que se fundan en la veneración, la reverencia y el respeto. Estos sentimientos están absolutamente excluidos de una sociedad cuyos miembros se declaran iguales.




La autoridad de los padres nace de la fecundidad carnal y espiritual, porque nunca se es padre solamente según la carne. En todo acto humano de donde puede resultar un hijo, hay un reclamo de responsabilidad que se proyecta, anticipadamente, sobre las consecuencias: espirituales tanto como sociales, legales y religiosas. Quien engendra sin otro aliciente que la satisfacción animal de un instinto no es un hombre, y resulta imposible considerarlo simplemente una bestia. Hay en el automatismo visceral algo que escapa al orden de la naturaleza y se inscribe en la incoherencia de los actos incompletos, de esos que en alguna oportunidad hemos llamado larvales, para denunciar su profunda bajeza.




El hombre masa no tiene padres y, en todo caso, la publicidad que lo genera trata con todos los recursos a su alcance de destruir o hacer completamente inocua la responsabilidad paterna. El desinterés por la estirpe es una marca indeleble de su fisonomía moral, y delata ese orgullo invertido que cultiva la democracia. El permisivismo educativo completa la agresión pedagógica contra la autoridad familiar e incoa la irresponsabilidad en la convivencia política.




La trilogía libertad, igualdad, fraternidad —como toda consigna publicitaria que implica una contradicción en sus términos— es como una bomba de tiempo que se coloca en los cimientos del edificio social para destruir las virtudes morales que lo sostienen. Se ha dicho, con bastante frecuencia, que las libertades son opciones muy concretas que la sociedad otorga a ciertos hombres en vista del bien común y atenta, en todo momento, a la perfección que las personas alcanzan en su desarrollo. Estas libertades suponen, necesariamente, un orden de partes desiguales y la concurrencia competitiva de las voluntades para alcanzar sus beneficios.




Cuando son anunciadas sin precisar bien de qué libertades se trata y cuáles son las condiciones reales de su ejercicio, se fabrica una pretensión confusa que sólo podrá servir para que algunos ineptos se consideren convocados para gozar de privilegios que no han merecido. Generalmente estas libertades imprecisas se esgrimen contra los grupos familiares, contra los maestros y contra cualquier deber u obligación que vincule a un aprendizaje riguroso. Por supuesto, son las obligaciones para con Dios las primeras en desaparecer, en razón de eso que se ha dado en llamar la madurez del espíritu humano y que consiste en perder la vida interior, que se vacía de toda presencia mística.




En verdad hay que ser muy ingenuo o estar muy depravado para no advertir ese vacío que se produce en el alma cuando se han disuelto los lazos que nos sujetan a Dios, con los nudos de la virtud de justicia en el sentido perfecto que este hábito moral implica.




Cuando examinamos el concepto de libertad en la amplitud de una vaga promesa sin precisión de contenidos, advertimos que puede jugar un papel nivelador e igualitario totalmente opuesto al que desempeña en un sistema de auténticas libertades. La razón es simple: porque siendo el hombre un animal político sólo puede alcanzar su perfección a través de un orden muy complejo de obligaciones naturales. Cuando, so pretexto de liberarlo, se lo desliga de esos deberes, se lo somete inmediatamente a otros de índole artificial y mecánica. No tengo familia, pero estoy atado a un sindicato revolucionario que me impone una conducta que ya no puedo discutir. No tengo religión, pero pertenezco a un partido cuya consigna debo obedecer, tanto más brutalmente cuando más dependa mi existencia de su triunfo.




El término fraternidad, cuando no surge de la relación filial con el Padre de todos los hombres, pierde su verdadero significado y se convierte en sinónimo de una camaradería en la miseria común, cuando no en bandidajes que auspician la formación de hermandades sin padres.




Se ha pensado mucho en la íntima relación que une la publicidad a las masas, y surge la sospecha —muy rápidamente corroborada— que hay una conexión de causa a efecto, lo que probaría a su vez la verdad del principio de reciprocidad de las causas: causae sunt invicem causae, porque así como la publicidad hace al hombre masa, éste exige la publicidad como único medio para sentirse asistido por impulsiones colectivas en la soledad de su aislamiento.




Los grandes carteles, el altoparlante, las imágenes televisivas repetidas hasta la saciedad junto con las consignas verbales, son los medios habituales para que el esquizoide colectivo se sienta acompañado en odios y solidaridades fabricadas. Así se siente en marcha hacia un fin de plenitud, donde verá satisfechas sus concupiscencias o simplemente colmado su resentimiento por la derrota de quienes han sido declarados culpables de sus frustraciones.




En toda civilización —por lo menos en ese período de madurez al que calificamos con el adjetivo de clásico— existía la preocupación de formar una minoría dirigente que resumiera, en sus actitudes y en su comportamiento, los más altos valores de la cultura. Este es el verdadero sentido de la aristocracia, que Platón codificó con mano maestra en las páginas de su República. La astucia de quienes manejan el poder financiero es nivelar las aspiraciones a la altura de lo comprable, y crear así una disposición humana encerrada para siempre en la cárcel de los goces sensibles.





VI. NOBLEZA OBLIGA



En la cuarta parte de «Il Convivio», Dante hizo algunas reflexiones sobre la nobleza, muy interesantes para tomarlas como motivo de nuevas consideraciones. Nuestro propósito es advertir las fallas lamentables que se observan en una sociedad cuando ha descuidado el cultivo de sus minorías dirigentes, y en lugar de darles una educación adecuada a las funciones del comando, entrega el poder social a los grupos formados en las trastiendas de los comités y que sólo han adquirido competencia en las luchas demagógicas y las ofertas electorales.




El gran poeta cristiano lamentaba que en las definiciones existentes sobre la nobleza se acentuaran algunos aspectos accidentales, sin insistir suficiente en aquellos que consideraba —con justa razón— mucho más importantes y esenciales. Se hablaba de la riqueza o del linaje, como si estos elementos, condicionantes de una vida noble, fueran por sí solos determinantes de aquella jerarquía humana.




Como buen discípulo de Aristóteles —a quién llamaba «el maestro de la razón humana» — consideraba que la condición de noble era inherente a la existencia de un sistema de virtudes morales que otorgaban a su poseedor la aptitud para llevar una vida elevada y señorial, cualesquiera fuera su ascendencia o la situación personal con respecto a la fortuna.




Sería poco pertinente discutir la certeza de este juicio, pero conviene notar que para señalar los caracteres sociales de la función nobiliaria no se puede descuidar la influencia decisiva del linaje, ni aquélla —menos importante pero no desdeñable— de una condición económica que dé al noble el respaldo de su seguridad. Si esto faltara, la dependencia de quien económicamente lo sostiene produce en el talante noble un inevitable desmedro y, especialmente, limita la libertad de sus actos.




Dante no distinguió el noble del aristócrata o del notable de aquellos que son principales por la posesión de bienes y antecedentes que explican su situación eminente en una sociedad. Dijimos que la palabra noble designa, en buen castellano, un talante físico y moral en relación con las artes marciales, pero no tanto en virtud de la destreza profesional como por el coraje, la altivez y la generosidad con que se procede en los lances de la guerra. Se puede ser noble e inteligente, noble y tonto, pero no noble y astuto. Este último adjetivo pone su nota falsa en la condición del caballero, que siempre debe combatir sin cálculos mezquinos ni exageradas precauciones.




Hay en la nobleza una primera connotación corporal que corresponde tomar muy en cuanta para comprender en toda su latitud la significación del vocablo. Por esa razón decíamos que el término puede ser aplicado a ciertos animales: león, águila, caballo, perro, gallo de riña, sin que ningún hombre noble se sienta disminuido en su condición de tal por este parentesco zoológico. Es fácil advertir que existen muchos animales que resisten con bravura el ataque del enemigo, pero solamente cuando no tienen otra alternativa, porque normalmente prefieren la fuga o la seguridad que da el escondite. El furor y la desmesura de que hacen gala en su defensa no merecen el calificativo de noble, y decir de alguien que se defendió «como gato entre la leña» no es equivalente a decir que luchó «como un león». Hay una lucidez y un cierto gusto lúdico en el valor de la nobleza que evita el combate desesperado propio del que defiende su vida más como fiera que como hombre.




A este rasgo físico se refiere la ley sálica cuando afirma: «Nosotros los Francos, nobles de cuerpo y blancos de piel» , o ese otro reproche de Ulises, cuando reprocha a Tersites señalando su falta de vigor y aptitud para la guerra, que lo induce a preferir la murmuración y la charlatanería del demagogo al combate franco y abierto del guerrero.




El noble es, ante todo, guerrero y es en las funciones militares donde las sociedades forman su nobleza. Es una idea muy moderna y revolucionaria hacer de la milicia un oficio y del militar un técnico, sin otra preocupación que el adiestramiento en el ejercicio de las armas. En las sociedades tradicionales fue una escuela dura y llena de exigencias morales en la que se formaban los mejores jóvenes de la clase dirigente.




Dado que uno es siempre hijo de sus padres, no parece sabio negar el aporte de la estirpe a la formación del talante, tanto en el aspecto corporal como en el orden moral. No olvidemos que la educación empieza en la casa y allí, en contacto con las virtudes cultivadas por los padres, el hijo forma su propio temple y crece en la emulación de los paradigmas que ofrecen sus parientes. Los españoles llaman «hidalgo» al hombre de buena cuna, al que tenía en su haber las obras de sus antepasados. La sabiduría del pueblo hispánico ha recogido esta enseñanza a nivel popular cuando sentencia: «De tal palo tal astilla, de la buena sangre la buena morcilla».




Sería arriesgado suponer que inevitablemente se heredan las buenas cualidades paternas, y esta presunción es fácilmente desmentida por los muchos ejemplos de hijos indignos que da la historia. Pero de cualquier manera la sangre es más espesa que el agua, y existe una explicable tendencia a mezclar su raza con gente de una condición más o menos semejante, como si se quisieran perpetuar los rasgos de una tradición familiar que se considera positiva.




Cuando la energía de una estirpe disminuye, su primer movimiento es buscar alianzas matrimoniales fuera de su acostumbrado circuito de enlaces, ya para encontrarse con familias menos contaminadas con las propias debilidades o que posean virtudes compensadoras de las falencias comprobadas. Puede suceder también que los cambios operados en las costumbres impongan hábitos distintos de aquéllos que se cultivaron en el seno de la sociedad heril, y se haga necesario abrirse a las nuevas corrientes incorporando las cualidades de otra clase social.




No se puede desdeñar en la formación de un noble la existencia de un cierto desahogo pecuniario que favorezca el cultivo de las actitudes liberales. El hombre presionado por la chatura de una condición miserable no tiene tiempo ni ánimo para sacarse el peso de la pobreza. Piensa demasiado en sobrevivir comopara cultivar los desprecios indispensables para el ejercicio de la condición noble. Lo dice Don Quijote en su respuesta al cura que le reprochaba sus andanzas: «Habiéndose criado algunos en la estrechez de algún pupilaje, sin haber visto más mundo que el que pueda contenerse en veinte o treinta leguas de distrito, pretende meterse de rondón a dar leyes a la caballería y a juzgar de los caballeros andantes» .




Pienso —como Dante— que tanto la riqueza como la estirpe no son de absoluta necesidad para la formación del ánimo noble, pero dado el innegable carácter social de la naturaleza humana, todo cuanto constituye el valor de una persona está inevitablemente condicionado por el medio social en que se realiza, y es en ese medio donde tienen que advertir los aspectos favorables o desfavorables para la formación de nobleza.




Las sociedades humanas elaboran, en el curso de su historia, los órganos que necesitan para cumplir con sus funciones esenciales, y esto de dos maneras: de acuerdo con las normas impuestas por la sabiduría tradicional o conforme a los artilugios de un contrato jurídico. La tradición es tanto más auténtica y más certera cuando más profundo y real su contacto con la fuente divina de la que emana. Esto da cuenta y razón de un hecho que el estudio prolijo de la historia corrobora con amplitud: la nobleza cristiana fue, en sus mejores ejemplares, la más pura y la más digna que el mundo ha conocido y la que podemos tomar por modelo cuando queremos fijar un tipo de hombre de guerra que sobresalió, tanto por su combativa eficacia, como por la generosidad de su ideal ético. Si un caballero como San Luis, Rey de Francia, no hubiera existido, habría que atribuirlo, inevitablemente, a las exageraciones paradigmáticas de la Leyenda Dorada.




Cuando una sociedad no pone sus armas en manos de una nobleza las coloca, inevitablemente, en las de gentes más o menos especializadas, pero sin preparación espiritual para servir un propósito de cierta grandeza. No nos engañemos confundiendo los ideales con la realidad. Tanto la caballería como la santidad pertenecen al plano de la causalidad ejemplar, pero cuando efectivamente obran en una sociedad no podemos, por escepticismo contumaz y metódico, despreciar su eficacia. No todos los nobles fueron caballeros en el sentido cabal del término, ni todos los cristianos son santos, pero así como hubo caballeros hubo también santos, y la presencia real del hombre que encarna los valores del ideal no deja de producir su efecto benéfico en el comportamiento de quienes tratan de emularlos.




Los paradigmas éticos propuestos por el cristianismo han desaparecido de nuestra civilización, y las palabras que servían para designarlos —despreciadas por la incidencia de una valoración deformadora— siguen usándose, pero con significados completamente distintos, cuando no opuestamente contradictorios. En las sociedades tradicionales el ejército combatiente estaba integrado por los hijos de las mejores familias, y no se podía representar un digno papel en el gobierno si no se estaba preparado para hacerlo en el combate. Los reyes cabalgaban a la cabeza de sus tropas y su guardia de corps era la flor y nata de la nobleza. Nuestras clases dirigentes no solamente no combaten, sino que hacen lo posible para eludir todas las consecuencias de un cotejo armado. El resultado inevitable es el carácter cada día más cruel y totalitario de las guerras modernas.




Nuestra conclusión puede parecer caprichosa si no pensamos que para preparar el ejercicio de las funciones más delicadas de la sociedad, y en especial las más responsables, se deben tener presente dos cosas: la generosidad del ideal y el egoísmo de nuestras propias flaquezas. Ningún ideal vive exclusivamente de la generosidad y mucho menos del egoísmo. Ni el altruismo puro, ni el frío interés personal son capaces de edificar una conducta duradera. El primero, porque carece de fundamento en la realidad y puede terminar en pura retórica; el segundo, porque no abre al espíritu las nobles justificaciones que necesita el hombre para dar a su existencia algo que la salve del oprobio y la autodestrucción. Cuando la nobleza era la única que combatía, las guerras se hicieron con ciertas normas lúdicas que tomaban en cuenta el honor de los vencidos y la generosidad de los vencedores. Cuando los que desatan las guerras no combaten, tales precauciones dejan de ser necesarias y las luchas armadas se resuelven en el cálculo frío del interés estratégico y en donde el horror de los métodos empleados puede ser considerado un elemento de persuasión perfectamente válido.




Para Dante la palabra nobleza era sinónimo de perfección en la línea de las buenas disposiciones naturales, acepción perfectamente aceptable si no se toma con atención el significado que le dio el uso cuando limitó su aplicación a la clase de los guerreros. De acuerdo con la semántica dantesca la santidad, en su sentido pleno, es nobleza, pero conforme al uso popular, un noble no tiene necesariamente que ser santo, y si se sutiliza un poco se puede hablar de nobles defectos y de vicios nobles, cuando se alude a ciertas malas inclinaciones que no atentan contra la noción de nobleza.




Así, se puede hablar en buen castellano de un noble despilfarro o de una noble falta de precaución o cautela en el trato con la gente. Se alude a un señorial descuido frente al peligro o a un displicente abandono de los detalles defensivos ante la inminencia del combate. Si se observa bien ninguno de estos defectos afea la conducta de un hombre de bien, aunque se trate siempre de efectivas faltas en el comportamiento. Arriesgar la propia vida en un gesto de orgullo o inútil vanidad es una acción que no carece de nobleza, pero al no guardar la proporción adecuada con aquello que la razón impone, resulta superflua y, si se quiere, viciosa en el verdadero sentido del término.




Lo importante, para un estudioso de la sociedad política tradicional, es el momento educativo de la nobleza y el buen uso que hace una sociedad saludable de ciertas inclinaciones violentas para obtener de ellas resultados favorables al bien común. La soberbia de la vida, el orgullo y algunos movimientos de la simple vanidad sirven para construir sobre ellos un temple de singular reciedumbre frente a las situaciones arduas donde los hombres arriesgan la vida. En ellos la virtud de fortaleza se ve socorrida por una serie de pasiones que, observadas por separado, no darían buenos frutos, pero al confluir con la disposición virtuosa llevan a un hombre mucho más allá de lo que puede esperarse de un ánimo común y hasta configuran, en alguna medida, la fisonomía moral del héroe.




Repito que no todos cuantos pertenecieron al estamento de la nobleza fueron nobles en el sentido paradigmático de la palabra. Sucedió también con demasiada frecuencia que aquellos que estaban colocados más alto en las jerarquías nobiliarias no eran los mejor dotados para el cumplimiento del oficio. La razón es simple y, por desgracia, demasiado humana, porque al no sufrir como los otros la presión constante del grupo social, pudieron descuidar con cierta impunidad sus obligaciones y permitirse algunas felonías, que para un noble de menor cuantía hubiera significado una deshonra irreparable y una inmediata descalificación con todas sus consecuencias sociales.




Hoy es uso corriente valorar a una persona por su popularidad y, aunque el criterio por sí mismo vale poco, no debe ser totalmente desdeñado en aras de una demofobia exagerada. En los buenos momentos de las sociedades tradicionales, tanto los reyes como los nobles gozaban de una sólida estima pública y no se les escatimaba el aplauso de las muchedumbres cuando se presentaba la ocasión. Es verdad que la noción de pueblo no se había convertido en una consigna subversiva y su acepción abarcaba todo el orden social en su configuración diferenciada y jerárquica: los reyes, los nobles, los sacerdotes, los notables, formaban parte del pueblo con el mismo derecho que los lacayos, los mozos de cuerda y los oficiales de diversos oficios. El prestigio de las clases más altas estaba ligado tanto a sus funciones específicas como a sus condiciones personales.




Nosotros vivimos en un mundo mucho más uniforme, horizontal y homogéneo, pero al mismo tiempo más separado por las situaciones económicas, los diversos grados de cultura, las distintas exigencias morales y la variada expresión de las creencias. La popularidad en nuestros ambientes es menos natural y espontánea. No surge del contacto personal con los astros del momento ya en la Iglesia, la calle, la palestra o la romería.




Hoy la popularidad se fabrica en los medios de difusión masiva, y si bien es cierto que conocen una difusión que jamás pudieron tener las popularidades antiguas, es siempre a través de imágenes, fotos y reproducciones artificiales que no tienen el calor y la vida del contacto directo y la proximidad amistosa. He visto centenares de fotografías de algún líder político calurosamente publicitado, pero nunca me arrimé a él para que curara mis verrugas o me bendijera a su paso en una fiesta solemne.




El noble era el protector natural del pueblo, y su familia heril se extendía a todos los hogares que dependían de su fuerza, de su prestigio, de sus riquezas. A él le correspondía defenderlos, y no solamente por la generosa disposición de su ánimo —que hubiera sido de poca duración— sino porque toda esa gente constituía esa fuerza, ese prestigio y esa riqueza de las que él disponía como jefe.




Sobre todas estas realidades —que las historias ideológicas han deformado de acuerdo con sus intereses publicitarios— hay dos maneras de hacer el imbécil: convirtiéndolas en leyendas doradas, que los defectos y los vicios de los hombres en todos los tiempos se encargan de desvirtuar, o negándoles todo valor en uso de un desprestigio sistemático que contraría la versión de los testimonios y el uso de la sana inteligencia.




La nobleza cumplió, en las sociedades tradicionales, una función irreemplazable. Su desaparición como estamento encargado de una permanente vigilia de armas ha dejado un vacío que no pueden llenar las improvisadas promociones de militares profesionales —más adiestradas que educadas— en las difíciles situaciones que impone el comando, tanto en la paz como en la guerra.





VII. DINERO Y OLIGARQUÍA



El comercio y las especulaciones financieras —eso que en general se llama el mundo de los negocios— tiende a formar una clase social que posee una mentalidad espontáneamente opuesta a las normas tradicionales. Ven en ellas cortapisas para la expansión de sus fortunas. No se equivocaba Marx cuando veía en las oligarquías financieras un poder estrictamente revolucionario, porque con ellas nace la crítica al orden antiguo y el deseo de sustituir sus instituciones por otras más ágiles y adecuadas a la movilidad de las situaciones auspiciadas por el juego del dinero. «La burguesía —escribía Marx en el «Manifiesto Comunista»ha ejercido en la historia una acción esencialmente revolucionaria» . No importa que esa acción no haya sido todo lo revolucionaria que Marx deseaba: basta que se reconozca su faena destructora del orden antiguo para que se comprenda su papel.




La primera relación de las oligarquías modernas con la política nace de las exigencias del soborno. No se puede hacer buenos negocios cuando los encargados de conducir los asuntos políticos de una ciudad se oponen a ciertas empresas o favorecen la situación de otras. El soborno es carta obligada para una oligarquía en proceso ascendente, y cuando se hace demasiado oneroso y perturba la buena marcha de las finanzas, se impone el cambio de gobierno mediante un golpe de estado que favorezca el advenimiento de agentes más tratables.


Generalmente las oligarquías financieras prefieren gobernar por interpósitas personas, y la fabricación de los hombres de paja está ligada al auge de estos poderes. Se recurre así a las condiciones demagógicas de los caudillos populares, fáciles de reemplazar cuando se impone un cambio de frente que no comprometa los objetivos fundamentales del sistema.




Solía suceder que el deseo de cumplir un papel principal en la conducción del gobierno tentara a ciertos oligarcas para ocuparse personalmente de la faena política y corrieran así con los peligros inherentes a una actividad realmente principesca. Los Medicis fueron en Florencia un ejemplo particularmente significativo de esta situación, pero al mismo tiempo señalaron al poder puramente oligárquico un sesgo aristocrático que éste prefiere ignorar. El más noble de todos los Medicis, Lorenzo, llamado «Il Magnifico» , lo dijo con una claridad que exime de cualquier comentario: «Acepté el gobierno sin entusiasmo. La carga me pareció poco conveniente para mi edad, muy pesada y peligrosa. La tomé únicamente para asegurar la conservación de nuestros amigos y de nuestra fortuna. En Florencia, cuando se es rico, es difícil vivir si no se es también dueño del Estado» .


Palabras que no fueron destinadas al público pero que expresan, sin otra explicación, la cruda realidad de un gobierno de financieros; pero que no obstante, y por el hecho de haber asumido personalmente el riesgo de gobernar, dio a nuestra civilización el espectáculo de una república de lujo, tan distinta de esas oligarquías solapadas que obran detrás de sus mezquinos demagogos.


Tanto Florencia como Venecia protagonizaron dos modelos oligárquicos que, muy a pesar de sus orígenes comerciales y usurarios, supieron dar a sus empresas un tono y un empaque parangonable a los de las mejores aristocracias, y esto porque en ningún momento se perdió de vista el cultivo de una noble educación.




Las oligarquías financieras modernas han sabido ocultar con mucha más habilidad su contrabando político, y han hecho creer a los pueblos que eligen sus propios gobernantes cuando sufragan por los comparsas que levanta la publicidad. Este engaño tiene enormes ventajas, porque no solamente conforma al votante común sino que disuelve de tal manera la responsabilidad del gobierno, que las culpas se reparten en la sucesión de las comanditas sin que se pueda conocer nunca a los que dirigen el baile.




Cuando una preferencia valorativa impone su rumbo axiológico a toda una sociedad se desencadenan una serie de consecuencias que son la lógica conclusión del camino emprendido. Si una civilización está signada en la marcha de sus intereses espirituales por los criterios económicos tenderá, inevitablemente, a hacer prevalecer tales criterios en el cultivo de todas sus actividades. Éstas irán, poco a poco, delatando en sus desarrollos la impronta deformadora de la actitud dominante. No obstante, conviene recordar que los procesos donde está comprometido el hombre no se desatan con la lógica precisión de un silogismo y se debe observar en ellos, junto a lo que constituye un eje de disposiciones imperantes, una variada gama de opciones y gustos que se deslizan un poco por todas partes y que hablan de la complejidad de los asuntos humanos.




En la historia del hombre la preponderancia del espíritu es innegable, y por mucho que concedamos a la materia —en el sentido marxista del término, o sea como aquello que el hombre transforma por medio del trabajo en la realización de su propia esencia— lo que opera y transforma es siempre el espíritu. Volveremos sobre este tema en páginas posteriores, pero conviene hacer recordar a los que ven en las ideologías un momento privilegiado del obrar humano, que éstas, muchas veces, no son otra cosa que modelos para desatar la acción constructiva del hombre y es en tal condición como se insertan en el trabajo.




En el sentido muy preciso de su valor, el dinero es poder; y de esta manera la búsqueda del dinero se convierte en lucha por el poder. Cuando los grupos financieros alcanzan un cierto grado de riqueza, gravitan sobre la política y hacen girar sus decisiones a favor de sus intereses, sean o no solidarios con el estado nacional sobre el cual imperan. De este modo la política deja de servir al bien común, y de faena esencialmente moral se convierte en una empresa militar de apoyo a los intereses de sus oligarquías.




Hoy puede resultar un poco cómico que se traiga a colación la memoria de Aristóteles para enfrentar la solución de un problema político. Hace siglos que no se piensa con las categorías ontológicas del Estagirita y sólo un gusto muy acentuado por el anacronismo puede llevarnos a convalidar su autoridad. De cualquier manera, y así fuere en el terreno de la normalidad preceptiva de la buena salud, una política desconectada de una benéfica acción moral sobre el pueblo es una aberración por partida doble. Primero, porque el hombre tiene un destino eterno y el orden de la ciudad debe ayudar a cumplirlo. Segundo, porque encerrar al hombre en la clausura de un universo mental economicista es destruirlo.




No se puede ser un buen político si no se tiene un hondo compromiso con las creencias religiosas de un pueblo, y es por la profunda cualidad de esta vinculación que no se puede separar la política de la religión. Si el político no cree que Dios o los dioses sostienen sus propósitos, mal puede hacerse responsable ante el divino tribunal de la conducción de sus compatriotas.




Admito la extrañeza que puede producir una afirmación de esta índole en cabezas hechas para una política típicamente administrativa. Es como traer al recuerdo los fantasmas de Carlomagno, de San Luis, de Carlos V o Felipe II, un pasatiempo anacrónico con una carencia casi absoluta de oportunidad histórica. No obstante, existen ejemplos un poco más modernos de una relación positiva entre la religión y la política como para que se imponga la necesidad de remontarnos a tiempos tan remotos ¿Son tan viejos Ghandi, Komeini o Zalazar?




Reconozco también que se puede pensar de muchas maneras cuando se examinan las sociedades y se trata de comprender las motivaciones más profundas de su naturaleza. Se puede pensar sin tener en cuenta para nada la orientación metafísica de la inteligencia, y limitarse a hacer una descripción higiénicamente fenomenológica de los hechos como si éstos se movieran, inevitablemente, en un campo sin compromisos sobrenaturales. Pero una vez eliminado de nuestra experiencia concreta todo cuanto se relaciona con Dios y con los demás hombres en función de compromisos religiosos, lo que queda es tan miserable que sólo se puede explicar por medio de una reflexión pervertida en sus líneas principales.




No creo estar cediendo a un gusto exclusivamente estético por el simbolismo religioso: obedezco a la necesidad de explicar los hechos humanos sobre principios que den cuenta y razón de sus manifestaciones. No podemos explicar ni siquiera nuestra condición de personas racionales si en el fundamento de nuestros orígenes no ponemos la actividad de Dios. De otro modo, habríamos llegado a ser personas por una azarosa combinación de substancias químicas, ninguna de las cuales contiene en sí lo que saldrá como consecuencia de su unión. Claro está que la combinación cromosómica tendría en su íntima programación explicado el misterio de una personalidad única e irreiterable.




En ese caso habría que reducir los movimientos propios de la inteligencia y de la voluntad a complejos instintivos que se disparan, de acuerdo con un modelo programado, según instancias exigidas por la especie. Esto abre una indagación que cuestiona todo el problema de la realidad humana en su más noble constitutivo.




El principio metafísico de que no puede haber en un efecto más realidad que aquella que está contenida en su causa, nos induce a pensar que sólo Dios puede ser el autor de cada uno de nosotros, porque sólo Él puede provocar la aparición de un ser personal y único dotado de inteligencia y voluntad.




Ahora podríamos preguntarnos ¿que relación guarda el origen metafísico del ser humano con el poder político de las oligarquías financieras? Adviertan que para el caso no significa mucho que sean de origen capitalista, se impongan por la subversión o nazcan del sufragio. El carácter, siempre nefasto, del resultado depende del poder social que se les conceda. Lo que importa para nuestro análisis es que un poder político de esta naturaleza constituye, en sentido estricto, una deformación del poder, porque ignora el verdadero sentido de la realidad humana, y prefiere decididamente ignorarlo para alcanzar sus propósitos deformantes.




Las oligarquías han sido siempre, sin lugar a dudas, formas viciosas del poder político, pero sucedió muchas veces que en el ejercicio de una potestad responsable logró ennoblecer sus rasgos y adquirir la fisonomía de una aceptable aristocracia.




En nuestra época —especialmente a partir de la Revolución Francesa— los grupos financieros que conducen la política a escala mundial han preferido ejercer su dominio a través de los hombres de paja y aplicando, en toda circunstancia, la receta infalible del soborno. Así han logrado destruir por completo la naturaleza misma del orden social, colocando a la cabeza de las comunidades políticas a sus fidei-comisarios extraídos de la hez de las universidades.






VIII. EL DINERO Y LA UTOPÍA DEMOCRÁTICA


El hombre puede aplicar una ejercitación metódica a sus disposiciones naturales y obtener así, por entrenamiento, resultados muy superiores a los que obtendría con la aplicación espontánea de sus facultades. Todo el problema de la educación y la cultura radica en esta capacidad de su naturaleza. Sucede también que un método, aplicado con la misma perseverancia a tergiversar el orden natural de las disposiciones, puede obtener también efectos extraordinarios en la promoción de una conducta perversa. Hoy es un tópico hablar del proceso de desinformación a que están sometidos todos los pueblos bajo control periodístico. La mentira está tan organizada y se difunde según tácticas tan científicamente elaboradas, que resulta una faena realmente heroica eludir su engaño.




Se debe también reconocer que no hay un gran interés en eludirlo, y concurren tantos intereses a la gestación del engaño que un análisis ligeramente prolijo nos conduciría a detalles de investigación que sería imposible en un sucinto esquema explicativo como éste. Todo el mundo está más o menos interesado en mantener a su favor los beneficios de las mentiras colectivas, y hasta los partidos llamados de oposición nacional ingresan en la pugna democrática sin creer en sus consignas, pero convencidos de que, a lo mejor, ciertas verdades les permitirán obtener el sufragio que los coloque a la cabeza del gobierno.




Es una de esas ilusiones que sus adversarios de izquierda prevén con anticipación y hasta usan a favor de sus designios, especulando con el miedo que puede despertar en las muchedumbres la amenaza fascista.




Perfectamente condicionadas las respuestas masivas frente a las consignas progresistas, tratan de hacer ver que los hombres elegidos por el pueblo para presidir los gobiernos han sido previamente escogidos entre los ciudadanos más adictos al bienestar común y que de ningún modo pueden ser contados entre la hez de las universidades. Los que realmente tienen alguna significación social por la potencia de su fortuna, conocen la insignificancia de sus hombres de paja y cuentan ampliamente con ella para evitar una aventura revolucionaria que desubicara sus puestas. En los países sedicentes democráticos hay cierta labilidad en el juego que permite la descalificación del personal opositor, ya por razones de índole privada o pública, pero sin delatar nunca la mecánica intrínseca del proceso. Puede hablarse mal de Fulano o Mengano, pero no de la situación que respalda el acceso de tales sujetos al poder. Nadie puede decir que el pueblo es gobernado por la peor parte de sus habitantes para favorecer el efectivo anonimato de las camarillas dirigentes.




Hay que ser muy torpe para creer que el pueblo es realmente soberano y que de su voluntad, expresada en un día de sufragio, surgen por arte de magia las minorías que deben conducir sus destinos. Un hecho de tal naturaleza sólo es aceptable mediante una serie de engaños que ocultan su realidad y dan viso de cosa normal a lo que efectivamente es una anomalía. Las funciones naturales de la vida social crean su dirigencia en el trato histórico con las realidades de la existencia. Los individuos que sobresalen en sus relaciones con el gobierno, la economía, el arte, las ciencias y la guerra, son los que deben gobernar por la necesaria gravitación de la autoridad desarrollada en un determinado ámbito de las actividades espirituales. No obstante, esto que se presenta como el resultado de un crecimiento orgánico de las responsabilidades comunitarias, es presentado por la Revolución como una pretensión inaudita y sustituido por el artificio de la demagogia electoral, que quita al orden político sus expresiones más sanas y las reemplaza por las que surgen del mecanismo de la propaganda.




El marxismo ha llevado este artilugio de las sociedades modernas a un grado de eficacia casi absoluta gracias a la presión de la burocracia estatal, pero Marx, personalmente, advirtió esta situación creada por la influencia del dinero cuando en el «Manifiesto Comunista» escribía con palabras que eximen de todo comentario: «Allí donde ha conquistado el poder, ha pisoteado las relaciones feudales, matriarcales e idílicas. Todas las ligaduras multicolores que unían al hombre feudal a sus superiores naturales las ha quebrantado sin piedad para no dejar subsistir otro vínculo entre hombre y hombre que el frío interés, el duro pago al contado... Ha sustituido las numerosas libertades tan dolorosamente conquistadas con la única e implacable libertad de comercio» .




Lo que Marx no dice —y esto porque iría contra la edificación de su propio engaño— es que el dinero ha creado una nueva clase de promotores revolucionarios, que opera entre los grupos financieros y las masas: ideólogos, publicistas, agitadores, demagogos, sindicalistas, especialmente preparados para mantener el espejismo publicitario del sufragio en constante efervescencia, porque las cosas que no tienen existencia real tienen que hacer hablar de ellas para adquirir la efímera realidad de la ilusión.




Dios ha sido reemplazado por eso que sus representantes titulares llaman pueblo, y que no es otra cosa que la masa unida por las consignas revolucionarias al grupo que es, al mismo tiempo, su creador y su seguidor más sumiso. Esto puede parecer un contrasentido, pero los monstruos colectivos son artificios que parasitan la vida y se nutren con la substancia de los hombres reales, convirtiendo en sus esclavos a los que aparentan ser sus dueños. Tienen en parte la contextura del dinero que los engendra, son todo y no son nada, me sirven y los sirvo. Cuando más aumenta en mis arcas soy más esclavo de sus exigencias. En el último momento de mi vida comprendo que ya no sirve para nada, y que entro en el misterio de la muerte tan pobre y desnudo como el último desvalido.




La religión, con todo el articulado de los vínculos establecido por Dios para la salvación de los hombres, se ha visto despojada de su cetro y de su tribunal en la intimidad del espíritu por las ilusiones ideológicas de los partidos; la sabiduría teológica, por una falsa ciencia histórica que narra la peripecia humana en clave antroponómica, para hacerla desembocar en los designios establecidos por la mentalidad revolucionaria en lugar del programa salvador propuesto por Nuestro Señor Jesucristo a nuestra libre voluntad. Las autoridades naturales del saber, la acción y el comando, son usurpadas por las reputaciones mendaces creadas por el soborno y la politiquería, sin mencionar las múltiples, fugaces y frágiles celebridades auspiciadas por la necesidad de divertir al soberano y promover al sostenimiento de su augusta imbecilidad con los impactos del deporte, el crimen y el erotismo.




La Sagrada Escritura advertía contra la disposición —al parecer siempre muy fuerte— de dejarnos impulsar al mal por la presión de la muchedumbre. Conocemos por experiencia lo difícil que es resistir al sortilegio de la opinión cuando todo el mundo está de acuerdo en hacerla suya.




En estos últimos tiempos hasta la jerarquía eclesiástica ha cedido al influjo de las sirenas publicitarias y —ya sea porque se ha perdido la fe, o por razones todavía más mezquinas de índole económico— se ha lanzado a propagar, envueltas en sus mensajes religiosos, las consignas democráticas que se han convertido en una suerte de revelaciones de la historia, como si un evangelio paralelo ligara sus proposiciones al eterno Evangelio revelado por Cristo.




Leemos en un documento redactado por un altísimo dignatario de la Iglesia Católica y encargado de custodiar la doctrina de la fe en sus instrucciones sobre la libertad cristiana, que el movimiento de la Revolución Francesa «se había fijado un objetivo político y social. Debía poner fin al dominio del hombre sobre el hombre y promover la igualdad y la fraternidad de todos los hombres. Es un hecho innegable que se han alcanzado resultados positivos. La esclavitud y las servidumbres legales han sido abolidas. El derecho de todos a la cultura han hecho progresos significativos. En muchos países la ley reconoce la igualdad del hombre y de la mujer, la participación de todos los ciudadanos en el ejercicio del poder político y los mismos derechos para todos.....La formulación de los derechos humanos significa una conciencia más viva de la dignidad de todos los hombres. Son innegables los beneficios de la libertad y de la igualdad en numerosas sociedades, si las comparamos con los sistemas de dominación anteriores» (Instrucción de la Congregación para la Doctrina de la Fe sobre libertad cristiana y Liberación).




Resultaría un poco pesado analizar una por una las afirmaciones de este extraordinario documento y poner en claro las ambigüedades que pululan a lo largo de sus páginas, para hacer resaltar la diferencia que existe entre la noción cristiana de libertad y aquella puramente natural —cuando no utópica— sostenida por el pensamiento revolucionario. Cuando se escribe que es un hecho innegable que se han alcanzado resultados positivos en la promoción de la igualdad y libertad humanas, sin decir absolutamente nada sobre la realidad, no menos innegable, de las consecuencias negativas, masificadoras y enajenantes de la publicidad ideológica en las democracias totalitarias, se tiene todo el derecho a poner en duda la información, la inteligencia o la decencia del autor de tales páginas.




Cuando un doctor de la Iglesia examina las consecuencias de la Revolución sin parar mientes en la prolija documentación que su propia Iglesia ha acumulado con anterioridad; cuando no considera para nada la crítica formulada por escritores de indiscutida capacidad como Burke, pasando por Taine, hasta las más recientes de Fäy, Gaxotte y Dumont, tenemos todo el derecho a sospechar que se ha adoptado tal posición por razones de propaganda ideológica y no como una consecuencia normal de la reflexión teológica llevada sobre el curso de los sucesos históricos.




No obstante, hay algo en el documento redactado por Monseñor Ratzinger que coincide con el pensamiento tradicional y es que, indudablemente, el mundo moderno tanto en lo que tiene de malo como en aquello que tiene de peor, es una inevitable consecuencia de las doctrinas enseñadas por la Iglesia, pero siempre que se tenga muy en claro que tal doctrina puede ser bien o mal entendida y que la proyección ejercida sobre el mundo moderno proviene de principios cristianos secularizados, pervertidos en su radical disposición sobrenatural. Para decirlo con palabras de Chesterton, los principios de la Revolución son verdades cristianas que se han vuelto locas, y que al perder su quicio en el contexto de la fe han dejado en libertad el veneno de la utopía.




Esto sucede, inevitablemente, cuando a un dogma de fe como puede ser aquél de la libertad que gozarán los bienaventurados en el Reino de Dios, se lo traslada a un ámbito de exigencias puramente naturales como es el del orden político temporal. Se convierte así en una ilusión absurda que hará más daño que bien a los pobres imbéciles que la consideran como un proyecto realizable en el tiempo de la historia.




Se ha dicho, no sin poner en la frase una intención irónica, que la democracia es la inmaculada concepción del hombre porque en ella se considera al ser humano como si poseyera una naturaleza sin desfallecimientos a la que hay que abandonar a su espontaneidad creadora para que dé buenos frutos. Se sueña así con un orden de convivencia sin jerarquías naturales, en donde la bondad intrínseca de cada uno se expande en una fraternidad igualitaria sin fisuras.




La famosa toma de la Bastilla fue un símbolo sintomático de la mentalidad revolucionaria. Hecho por una turba de agitadores, entre los cuales había muchos delincuentes y no pocos borrachos, se transformó —gracias a una publicidad edulcorante y transformadora— en una gesta que traducía el advenimiento a la historia de una nueva mentalidad, de un nuevo hombre despojado para siempre del antiguo servilismo encarnado en la famosa cárcel. Su destrucción daba pábulo al sueño de una futura sociedad sin represiones, como si las mazmorras de Bioëtre estuvieran a miles de kilómetros de la Bastilla y el Archipiélago Gulag a una distancia sideral en el tiempo.




Los asesinatos rituales al pié de la fortaleza era la sangre con que se debía pagar la liberación de los asesinos. La remisión de falsas llaves «a todos los necios de importancia» y a los jefes de las logias internacionales, era también un anticipo simbólico de los futuros negocios que debían llegar cuando la Asamblea Nacional se hiciera cargo de los bienes del clero. La realidad del acto no para aquí, porque la Revolución no está hecha solamente por los que emparvan humos ilusorios y sueñan con paraísos en la tierra. Junto a las esperanzas en los «mañanas que cantan» están los que negocian y medran con el asunto, los que reparten plata y vino entre los asaltantes y esperan tener buenos intereses de sus grandes o módicas inversiones.




Conviene recordar, cuando hablamos de democracia, que este término no tiene nada que ver con el régimen que se llamó así en la Antigua Grecia. Su significado oculta hoy una realidad mucho más falsa y sórdida de aquella que preparó para Atenas la reforma de Clístenes, y que supo mantener en cierto equilibrio la inteligente cautela de Pericles. En nuestro lenguaje político el término se impone como una consigna inevitable para poder hacer pasar cualquier contrabando político, y el que no lo usa con algún adjetivo que limite, extienda o purifique su sentido está absolutamente muerto en la contienda electoral. Es la mentira necesaria para abrir el curso de los honores y satisfacer la voluntad de los usureros que quieren en el gobierno hombres aplaudidos por las masas.
Nunca el hombre medio ha participado menos en el efectivo ejercicio del poder, y jamás la cúpula del mando verdadero ha sido tan pequeña y ha estado tan alejada como hoy de sus bases populares. Al monarca absoluto lo podía ver cualquiera en cualquier momento de su existencia, y así como podía asistir al parto de la reina y oír sus quejidos muy humanos entre la sangre y las contracciones, se podía contemplar al rey mientras aliviaba su vientre en la silla horadada.




Nuestros verdaderos monarcas están bien ocultos a las miradas del público, y si es muy cierto que se puede atentar contra la vida de alguno de sus más importantes testaferros, es sumamente difícil conocer el nombre de quienes lo manejan entre bambalinas.



<<<<< Regresar a la página inicial