"LA AFIRMACIÓN ESPAÑOLA" DE JOSE MARÍA SALAVERRÍA (1ª parte)
EL "SÍ" A ESPAÑA CONTRA EL NIHILISMO DE LA GENERACIÓN DEL 98
Por Manuel Fernández Espinosa
José María Salaverría (1873-1940) fue un prolífico periodista, crítico, novelista y ensayista que muy temprano fue injustamente olvidado tras su muerte. En vida fue un escritor que cosechó éxito y que tuvo muchos lectores que lo seguían en los diversos periódicos para los que escribía. Sin embargo, la popularidad de que gozaba entre el público lector contrastaba con el petulante desdén con que le trataba la mayoría de intelectuales de la época. Quizá el injusto desprecio con que trataron a Salaverría puede explicar que, a la hora de catalogarlo en alguna generación o grupo intelectual, haya desacuerdo: unos colocan a nuestro autor en el regeneracionismo, otros lo incluyen en una populosa G98 (Generación del 98) donde hay figuras estelares y, después vienen los pobres diablos que no merecen ni una línea en los libros de texto de Lengua y Literatura españolas: habría que revisar todos los criterios con los que se decide quién pasa a la posteridad. Es lo cierto que José María Salaverría es difícil de clasificar: “A mi entender, -escribía Federico Carlos Sáinz de Robles- José María Salaverría debe ser considerado como un escritor peculiarísimo, fuera de promoción y de tendencia. Un pensador que procede de sí mismo y que a sí mismo se sucede”.
Pío Baroja, en sus “Memorias”, comentó que Salaverría “ejerció de nietzscheano” hacía 1905-1906, como si fuese una postura teatral, pero el nietzscheísmo de Salaverría era algo más que una moda pasajera. Salaverría se sirvió del nietzscheísmo para ensayar estratagemas que solucionaran el problema que para él fue la suprema tarea intelectual, a la que sirvió con fidelidad religiosa y militante: España. Y así vamos a tener ocasión de comprobarlo en este análisis de un ensayo breve de Salaverría que a nuestro juicio no ha perdido vigencia, pese a ser escrito casi cien años hace y que muestra las dotes literarias y la clarividencia de este patriota, de este vasco a quien se le ha pagado los servicios que con su inteligencia rindió a España con el desprecio y el olvido.
SILUETA BIOGRÁFICA DE JOSÉ MARÍA SALAVERRÍA
José María Salaverría Ipenza nació el 8 de mayo de 1873 en Vinaroz (Castellón) y falleció en San Sebastián el 28 de marzo de 1940. Como sus apellidos indican, sus padres eran vascos y partidarios del carlismo. El padre había ido a Vinaroz para emplearse como encargado del faro. La familia regresa a Guipúzcoa cuando José María contaba cuatro años y se instala en San Sebastián. José María estudió primaria en las escuelas públicas de la donostiarra calle Peñaflorida, pero no hizo ninguna carrera universitaria, pues su familia era modesta y el niño ayudaba a su padre, atendiendo la torre del faro que le estaba encomendado. Sin embargo, José María Salaverría leía cuanto caía en sus manos, sirviéndose de la biblioteca municipal y alimentaba su cultura de modo autodidacto. Tenía 15 años cuando empezó a colaborar en periódicos donostiarras, viajó por Europa y América y trabajó como periodista en varios periódicos como La Nación de Buenos Aires y ABC en España.
Salaverría fue un escritor prolífico, pero todos los géneros que cultivó tenían un fin que para él era supremo: España. Su literatura fue entendida por él como servicio civil, pero militante y patriota, siempre con la voluntad firme de conservar la unidad de España y reanudar el imperialismo español. Por eso Salaverría renunció a todo decadentismo esteticista y su estilo literario es sobrio y claro, con voluntad didáctica, siempre con la intención de hacerse comprender, a veces implacable en la crítica de todo cuanto para él era signo de decadencia, el propósito de toda su obra fue formar patriotas, alentarlos y darles argumentos para no flaquear en el amor a España.
Sus posiciones políticas fueron en un principio republicanas, mantenía una correspondencia epistolar con Miguel de Unamuno (empezó a cartearse con Unamuno en 1904), sin embargo, Salaverría será destacado como corresponsal bélico en la Primera Guerra Mundial y el choque con esa brutal realidad marcará un punto de inflexión en su trayectoria. Salaverría vive la conflagración en los campos de batalla y en las ciudades de la retaguardia, donde la población civil presta su servicio laboral al esfuerzo de guerra en lo que no tenía precedente: la movilización total. Salaverría simpatiza con la causa de los imperios centrales y se convierte en un acérrimo germanófilo. Su germanofilia es compartida por Baroja y Benavente, pero el grueso de los figurones del 98 (Unamuno, Valle-Inclán, Antonio Machado…) ha cerrado filas con las potencias aliadas, incluso percibiendo honorarios por ello en algún caso, como el de Valle-Inclán.
Salaverría publica en el año 1917 el ensayo del que nos ocupamos: “La afirmación española”. Salaverría era un hombre austero, serio y hogareño y nunca se señaló por gustar de la bohemia del 98, aquel mundillo de perdonavidas, borrachos, putañeros y pedigüeños literarios que retratará al vivo el hermano de Pío Baroja, el pintor y cineasta Ricardo Baroja en su anecdotario que tituló “Gente del 98”. Esa ausencia de Salaverría en los cafés, en las tertulias, en los garitos donde despotricaban nuestros intelectuales también fue motivo para que sus contemporáneos del 98 lo marginaran. Salaverría era un extraño, no era como ellos: histriónicos, pagados de sí mismos, estrambóticos a veces, siempre egotistas, teatreros y siempre dispuestos a cambiar de filas políticas, para allegar dineros, prestigio e influencia.
La Generación del 98 asumía en su discurso una resignación fatalista frente a una España miserable: que tenía que dejar de ser España, para poder mejorar.
“LA AFIRMACIÓN ESPAÑOLA”
“La afirmación española” (1917) fue la declaración de guerra salaverriana al sanedrín del 98 y la multitud de sus secuaces. La obra tiene un subtítulo que reza: “Estudios sobre el pesimismo español y los nuevos tiempos” y se divide en dieciocho capítulo breves, encabezados por estos títulos: Introducción. La afirmación como deber; El tono negativo; El tono despectivo; España, frente a Europa; La generación del 98; La España negra; La superstición de Europa; La negación sistemática; Hacia otras ideas; Los negadores. Intelectuales, separatistas y republicanos; Justificación del optimismo; De la relatividad; El tono moral; España y América; La voluntad afirmativa; Gimnasia contra los lugares comunes; Fuenterrabía; El oro, la dinámica y la hora más propicia.
La “afirmación española” se presenta como un estudio a posteriori de lo que ha sido una campaña literaria, diseñada y realizada por Salaverría y que, según reconoce el autor, no ha encontrado en la intelectualidad morbosa, casi toda ella identificada con los hombres del 98, la adhesión que cabía esperar en virtud del sedicente patriotismo de que aquellos alardeaban. Salaverría reconoce haber encontrado en el público lector un seguimiento, pero la intelectualidad ha abdicado del deber patriota de cerrar filas para trabajar por la grandeza de España. Los culpables son esos espíritus del 98, atrincherados en sus egoísmos, en su “sonsonete”, siempre atento a hallar señales de decadencia para reafirmar el pesimismo en España, pese a los signos que se manifiestan en la realidad española. Y es que, mientras Europa se despedaza en los campos de batalla, España goza de paz y prospera económicamente. La jeremiada del 98 está durando demasiado a juicio de Salaverría.
El optimismo en que se envuelve “La afirmación española” no es el optimismo del ingenuo, sino que, en palabras de Salaverría, es un “optimismo de lo trágico” (aquí rezuma el vitalismo trágico de Nietzsche). Salaverría es de la opinión de que la visión negativa y despectiva de España, siempre pronta a enfatizar los rasgos peyorativos de la nación, ha sido la tónica dominante, que emana de los textos del 98: teatro, poesía, novelas, ensayos de los autores del 98 han redundado en una serie de lugares comunes que insisten en la presunta decadencia española que quiere verse como irremediable, imposible de redimir. Salaverría piensa que este deplorable juicio que pesa sobre España es reflejo de la impotencia propia de esos intelectuales, los mismos que permanecen instalados en sus torres de marfil, mientras que desalientan a todos cuantos los leen, predicando el pesimismo paralizante y estéril que ignora las capacidades, aptitudes y virtudes de España.
“En todas partes está mal visto el negador de su Patria. En todas partes recibiría una pronta sanción pública la persona que desdeñase, disminuyese o hiciera chacota de su Patria. A este resultado debe llegarse en España. Hay que cambiar de tono” (El tono negativo).
Salaverría ha constatado que: “Europa nos mira siempre como a un sujeto peligroso, al que conviene vigilar y reprimir. No se nos perdona nada, y nada se les olvida. Mientras España sea dependiente y servil, ese espíritu europeo, flotante y espumoso, ese europeísmo un tanto arcaico, lleno de prejuicios liberalistas y bañado de elocuencias de club revolucionario, ese europeísmo, en tanto nos prestemos a la imitación y a la obediencia, nos otorgará su olímpico y protector desprecio”.
LA GENERACIÓN DEL 98 A LA PICOTA
El año 1898 fue crucial para España por la pérdida de nuestros últimos dominios de ultramar. Con motivo del desastre español, Salaverría evoca emocionado a su padre: “Ahora recuerdo yo la ira y la vergüenza de mi padre, en cuyo ser anciano y vehemente, parecía protestar la ola entera de los antepasados”.
Fue con ese telón de fondo desgarrado cuando emergió la Generación del 98 que, para Salaverría, se constituye en un elemento romántico, decadente y nihilista, saturada de ideas extranjeras: “había nacido [la Generación del 98] de una fecundación morbosa; se nutría de aquella corriente de ideas universales que detestaban la nación, el militarismo, el patriotismo; y así, llevando en su cuerpo la gangrena antipatriótica, los innovadores estaban condenados a deshacer en sus propias manos lo poco de nacionalidad y de patria que restaba en España”. La Generación del 98 “aparentaba un interés nacional y en realidad sólo sentía la soberbia ególatra del artista; que hablaba, finalmente, de España con palabras y actitudes y puntos de vista aprendidos en el extranjero”. Según nuestro autor: “[La Generación del 98] Nació de la violencia, usó como arma el ultraje, subió por mero golpe de Estado al gobierno de las ideas”.
El arte se contagiaría de ese “tono negativo y despectivo” que la Generación del 98 implantó como clave interpretativa de todas las dimensiones de la realidad española: “Faltó el músico que expresara ese estado de alma; pero vino, en cambio, el pintor representativo, dotado de verdadero genio. Los cuadros de Ignacio Zuloaga corroboran definitivamente la tendencia de la época; ellos graban, imprimen, sujetan para siempre, como en un cadalso, la imagen sombría y ruinosa de aquella España artificial”.
“Como los señoritos aldeanos que han estudiado en la corte pretenden instaurar en su aldea las costumbres, el boato y hasta los vicios de la capital, estos nerviosos europeizantes querían traer Europa a España de una vez, en pleno, por arte de magia. Entonces se hizo ostensible y se perfeccionó la idea de europeización, o más bien la superstición de Europa”.
RAIGAMBRE
"LA AFIRMACIÓN ESPAÑOLA" DE JOSÉ MARÍA SALAVERRÍA (2ª PARTE)
ORÍGENES Y EFECTOS DEL PESIMISMO NIHILISTA DE LA GENERACIÓN DEL 98
Por Manuel Fernández Espinosa
La Generación del 98 encontró la más frontal de las oposiciones en alguien que podría haber sido uno de sus miembros, que incluso –como el mismo Salaverría reconoció- estuvo muy cerca de ella, compartiendo durante un tiempo parecidas inquietudes. Prueba de ello es su relación epistolar con Miguel de Unamuno, que se mantuvo hasta que la conflagración europea abrió las trincheras en Europa y, en la España neutral, excavó una profunda sima entre los que se alinearon con Alemania (germanófilos) y los que se pusieron, como Unamuno, a favor de los aliados. Salaverría fue un germanófilo por entender que las naciones aliadas habían infligido, en el curso de la historia, más daño y humillaciones a España que los imperios centrales, aunque tampoco hemos de olvidar la formación de Salaverría que, aunque autodidáctica, se hizo al calor de la filosofía de Nietzsche.
Entre los escritores germanófilos españoles figurarían Jacinto Benavente, Pío Baroja, Carlos Arniches, Dámaso Alonso, Edgar Neville o Eugenio d’Ors. Cada uno de ellos podía esgrimir sus propias razones para militar a favor de la causa germana en la Gran Guerra. Salaverría visitó el escenario del conflicto, como hiciera Valle-Inclán o Blasco Ibáñez por la parte aliadófila. Por lo tanto, no cabe equivocar la germanofilia de Salaverría con una cómoda actitud de contertulio de casino, como eran la mayoría de germanófilos y aliadófilos españoles de aquellas calendas.
Pero la repulsa que Salaverría declara contra la Generación del 98 no puede simplificarse achacándola sin más a la discordia entre intelectuales españoles, a raíz del estallido de la Primera Guerra Mundial. En efecto, el conflicto bélico europeo escindió a la intelectualidad española, excitando los ánimos y llegando a producir en España una batalla, por más incruenta no menos vocinglera, en la que los unos cañoneaban a los otros con manifiestos, actos públicos de adhesión a los países predilectos según cada uno de los bandos en liza. La razón del enfrentamiento de Salaverría con la Generación del 98 hay que buscarla en la perniciosa acción desmoralizadora y desintegradora que se siguió del “tono negativo” y el “tono despectivo”, elemento propio de los noventayochistas. Pues la plañidera letanía de la decadencia, la contrita mueca ante la mugre, la indignada denuncia de la pus (temas en que se refocilaban los del 98) no había sido un mero ejercicio literario sin consecuencias en el espíritu de la nación española. Sus efectos habían sido nocivos para España.
“La afirmación española” se alza contra la Generación del 98 por hallarla culpable de haber fomentado los sentimientos más deplorables que incluyen el autodesprecio, la subestima nacional y el masoquismo moral, inyectados literariamente por los noventayochistas en el cuerpo de la nación española.
Pero, contestemos por partes, a estas preguntas con la respectiva respuesta que nos da el autor:
<>1.<>2.
Remy de Gourmont
Cada uno de los hombres del 98, a juicio de Salaverría, ha sido a su manera, en mayor o menor escala, un canal de transmisión de esas ideas extrañas a España, ideas debilitantes, contrarias a la integridad y seguridad de la nación, enemigas de nuestra prosperidad, hostiles a su grandeza y promueven la merma de la autoestima española, agigantan los defectos nacionales, vician de pesimismo y derrotismo a los incautos lectores que se intoxican con esta literatura y le muestran como objetivo deseable de alcanzar el nivelarse con el resto de naciones “avanzadas”, ofreciéndole el cebo de un falso progreso que existiría en las demás naciones y que es imposible de hacerse viable en España si España no deja de ser España. Es así como estas tribunas de opinión, bajo la férula judaica, invitan a los españoles a desertar de su españolía, borrar el carácter propio y particular de su españolidad y, una vez suprimido el españolismo, emprender la aventura de “europeizarse”, mimetizarse, dejar de ser lo que es, terminar enajenándose.
La propaganda noventayochista ha insistido en presentar a España como un país atrasado y gangrenado, proponiéndole al pueblo español una apertura al exterior. Se ha insistido en que España (todavía se oye en el siglo XXI machaconamente) tendría que recuperar el tiempo perdido, el supuesto tiempo que hemos perdido desde que nos descolgamos de la modernidad, cuando nos apeamos del tren del progreso. Es la cantinela que culpa a nuestros siglos de oro de haber sido siglos de tinieblas, cuando estuvimos preservados de los errores que se fabricaban en Europa: como el protestantismo disolvente, la Ilustración, el enciclopedismo, el liberalismo, los socialismos... La misma cantinela de siempre, los inveterados tópicos que, a fuerza de repetidos, han sido asimilados por un desprevenido pueblo español que ha sido, mil veces, traicionado por su “inteliguentsia”: esa elite de pedantes que en todos los siglos (ilustrados, liberales, krausistas, socialistas...) tuvo como defecto el esnobismo que es esa vanidad que corrompe el gusto y la inteligencia. Pero mirar al exterior no trae mayor cuenta, afirma Salaverría (y él, recordémoslo, sí que ha viajado y hablaba con elementos de juicio):
“En España no existe más gangrena que en otros países. Todo eso del pus y la decomposición cadavérica, pertenece a una literatura anticuada; es un resto de la malsana labor que hicieron los impotentes del 98”.
En efecto, la situación del año 1917 no era, precisamente, la más ideónea para emitir un fallo favorable al camino que había recorrido Europa, desde la ruptura de la Cristiandad, por el protestantismo disolvente, pasando por las guerras de religión, los charcos sanguinolentos de las guillotinas jacobinas, las tremendas guerras napoleónicas, las revoluciones decimonónicas (liberales y nacionalistas)… Y, cuando escribía Salaverría, en el año 1917: ¿qué es de Europa? Esa Europa, la misma a la que los intelectuales españoles nos exhortaban a mirar como la panacea, está ardiendo. En 1917 ha estallado la Revolución en Rusia: cae el Zar y los bolcheviques darán su golpe de estado para imponer el comunismo, sobre millones y millones de cadáveres... 1917 es un año crucial que demuestra que toda la modernidad ha traído a Europa a la catástrofe. Mientras tanto, España goza de paz y prosperidad, por mucho que no quiera admitirlo la cerrazón de los noventayochistas.
Salaverría está asistido de mucha razón, cuando afirma que el discurso denigrante y antiespañol (articulado por los del 98) es obsoleto; en definitiva: un constructo intelectual que paraliza e impide aprovechar el momento particular en que se está (año 1917), pues, como cantaba Martín Fierro:
“La ocasión es como el fierro,
Se ha de machacar caliente”.
CONTINUARÁ...
Adolf Hitler, en la Primera Guerra Mundial, con un grupo de camaradas.
*Remy de Gourmont: (1858-1915) fue un poeta, novelista, crítico literario y una de las principales figuras del simbolismo francés. buen amigo de Alfred Vallette, propietario y director del "Mercure de France". Aunque Gourmont fue quien presentó a Léon Bloy a Alfred Vallette, dándole la iniciativa en las letras, Bloy fue cada vez tomándole más inquina y en 1904 Léon Bloy escribe en su diario: "He leído en los Epílogos de Remy de Gourmont: "San Pablo no es para mí nada más que un escritor mediocre y frívolo" -La palabra de Dios no es tolerable, como la de Scribe, más que en música-. ¡Espantosa mezquindad la de esta inteligencia y más espantoso estado el de esta alma! ¡Y atreverse a decir que esto es experiencia! Cuando yo conocí a este desgraciado en 1893, hubiera sentido horror a escribir eso. Es verdad que entonces...".
La cita de Léon Bloy termina en puntos suspensivos, tal y como la hemos transcrito, lo que es toda una invitación al investigador a indagar los caminos de Gourmont que, desde el año 1893 al 1904 aproximadamente, tanto había cambiado: ¿qué lecturas hizo? ¿qué influencias le hicieron cambiar tanto? ¿quienes lo tutelaron? No es el propósito de este artículo y lo dejamos ahí.
"Diarios (1892-1917)", Léon Bloy, selección, traducción y prólogos de Cristóbal Serra, con la colaboración de Fernando G. Corugedo, Editorial Acantilado, Barcelona, 2007.
RAIGAMBRE
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