Selección de textos de encarnación Ferré
Hierro en Barras, 1974
"Cuando aquella mujer llegó aquí, no le prestamos la menor atención. Era baja y llevaba unas gafas muy recias. La pusieron en una celda que había estado mucho tiempo cerrada porque en ella se dio un caso de meningitis (...) Llegó acompañada de su hijo. Al principio, los dos se comportaban normalmente. (Salvo las pequeñas rarezas de quien aún no se ha adaptado a la cárcel). El niño era tan escuchimizado como la madre. Todo el día tenía el dedo metido en la nariz (...) Si alguna vez pasaba junto a mí, le sonreía. Yo sabía que el angelito agradecía aquella sonrisa como una miga de pan que arrojamos a un gorrión. Y sigo recordando sus ojillos menudos clavados en los míos. Su nariz enrojecida de tanto hurgarla con el dedo. Quizás así se evadía de la cadena con que le amarraban los brazos de su madre. Le recuerdo mucho y no sé por qué. Es como dormirse con una liga muy apretada que te siega la pierna aunque estés dormida.
Aquella tarde hacía tiempo de Viernes Santo. La atmósfera estaba cargada y por mi ventana entraba una luz triste. Una luz gris que llenaba de recuerdos la celda. Yo sabía que de un momento a otro iba a suceder algo. No sé. Un milagro quizás. Algo diferente que rompería la monotonía. Y por otra parte pensaba: '¿No es vivir suficiente milagro?'
Oía a las otras reclusas charlar y remover las camas. O discutir entre ellas a través de las rejas. Aquella tarde no me molestaba. Al contrario; me sentía acompañada. Notaba que alrededor había gente que vivía.
De pronto se oyeron unos gritos histéricos. Eran unos alaridos como hacía tiempo no escuchaba. Me puse tensa. Creí que iban a estallarme las venas del cuello y que todo se teñiría de rojo. La palurda de paladar estrecho golpeaba a su hijo con la palangana al tiempo que gritaba:
-Ladrón. Eres un ladrón como tu padre.
Me acerqué a la reja y estiré el cuello tanto como pude. Me estremecí con un espectáculo aterrador. Las demás reclusas se agarraron a los barrotes y le gritaban a aquella pécora que dejase al niño. Pero ella no oía a nadie. Seguía golpeándolo con obsesión rabiosa. Y cuando la celadora abrió la puerta de la celda, ya era demasiado tarde. El niño estaba en el suelo con la cabeza destrozada. Se murió con los ojos abiertos, como queriendo retener en ellos la luz del día.
La celadora pasó con él en brazos, y todas le miramos en silencio. Parecía un Cristo diminuto."
De "Hierro en Barras", Planeta, Barcelona, 1974, pp. 100-102.
Última edición por Triaca; 15/05/2015 a las 11:06
"Solo Dios sabe hacer de los venenos remedio".
Francisco de Quevedo
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