La victoria de don Quijote

Juan Manuel de Prada

Uno de los aspectos más sugestivos del Quijote, y también más reveladores de la finura espiritual de Cervantes, es la rendición del autor al personaje, la progresiva quijotización de Cervantes, que es algo más -¡muchísimo más!- que un mero juego pirandelliano. En sus primeros capítulos (durante la primera y breve salida de don Quijote, todavía sin escudero), el protagonista es presentado como un fantoche irrisorio, un hidalgo tronado que no hace sino ensartar necedades y alimentar las más desquiciadas quimeras, para regocijo de quienes se cruzan en su camino. Podría decirse sin exageración que este Quijote de los primeros capítulos (tal vez concebidos en un principio por Cervantes como una narración corta) es congruente con el pelele que luego Avellaneda dejará encerrado en el manicomio de Toledo, si no fuera porque Cervantes es incapaz de incurrir en las toscas chocarrerías de Avellaneda.

Este Quijote de los primeros capítulos es un personaje histriónico y desaforado que vive en un mundo de fantasías huecas, completamente aislado del mundo real. Luego, a medida que avanza la Primera Parte del Quijote, asistimos a la primera metamorfosis del hidalgo cervantino, que poco a poco se convierte en un loco entreverado de cuerdo que nos sorprende con juicios y discursos llenos de discreción y sabiduría. Además, aunque persiste el irreductible dualismo entre la realidad mostrenca y las sublimaciones de su imaginación, ya no es don Quijote aquel mentecato encerrado en la burbuja de sus alucinaciones, tal vez porque Sancho Panza le sirve de puente entre su fantasía y la cruda verdad de las cosas. Pero es, sin duda, en la Segunda Parte donde la metamorfosis que tratamos de describir se consuma: no sólo Sancho Panza se quijotiza, aceptando las promesas de su amo, sino que son muchos los personajes que se allanan ante el universo mental de don Quijote; y hasta sus burladores y enemigos (desde el resentido Sansón Carrasco hasta los Duques pérfidos y socarrones) se ven obligados a aceptar los códigos de don Quijote, de tal modo que para planear sus venganzas o someterlo a sus chanzas tienen primero que asumir sus parámetros mentales. Ya no se produce en esta Segunda Parte la fricción entre ilusión y realidad que era característica de la Primera; y surgen ante nuestros ojos una serie de personajes (bandidos generosos como Roque de Guinart, anfitriones hospitalarios como el caballero del Verde Gabán, doncellas enamoradas como Altisidora, incluso personajes repescados del Quijote de Avellaneda como Álvaro Tarfe) que parecen oriundos del mundo quijotesco y no de aquella áspera realidad de la Primera Parte. Si en la Primera Parte don Quijote se tropezaba con personajes que lo contemplaban como una aparición grotesca procedente de otro siglo, en la Segunda Parte don Quijote parece un personaje perfectamente encajado en la realidad de su tiempo, porque los personajes con los que se tropieza pueden compartir de forma natural las razones quijotescas, o al menos comprenderlas y avenirse a ellas. Incluso el paisaje por el que discurren las aventuras del Ingenioso Hidalgo parece haberse transmutado: las extensas llanuras y los caminos polvorientos son sustituidos por amenas florestas y palacios engalanados. Y hasta la frontera entre cordura y locura se desdibuja de tal modo que hay momentos en que don Quijote actúa como contrapeso realista ante los excesos fantasiosos de los demás, empezando por el propio Sancho, que se alzan hasta las estrellas a lomos de Clavileño.

Sin que nos demos cuenta, ha ocurrido un hecho esencial. En la Primera Parte, don Quijote encarnaba el espíritu de una Edad Media moribunda y avasallada por la petulancia juvenil del Renacimiento, que despreciaba a un personaje que aún se regía por los códigos de la caballerosidad, tratándolo como a un cachivache ridículo y apolillado. En la Segunda Parte, se ha producido en la obra de Cervantes la misma metamorfosis que se estaba produciendo por aquellos mismos años en la vida española: el Renacimiento refractario a don Quijote se rendía, decrépito y desfondado, ante el tesón renacido de la Edad Media, tan entrañada en los ideales quijotescos. Don Quijote se erige así en símbolo de una España que batalla contra su época, que tiene el cuajo de combatir el espíritu triunfante y orgulloso del Renacimiento hasta conseguir doblegarlo, enarbolando la vigencia de una cosmovisión medieval. Cervantes supo simbolizar esa batalla a través de la hazaña de su personaje, que logra imponerse sobre un mundo huraño y hostil. Y a esta hazaña quijotesca de volver a imponer los ideales de la Edad Media sobre el espíritu podrido del Renacimiento la llamamos Barroco.



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