¡CUÁNTOS MALES SE AHORRARÍAN!

Julio era el único portero de la cuadra, y eso lo hacía sentir solitario. Más teniendo en cuenta que el suyo era un edificio tranquilo: seis pisos con un solo apartamento cada uno. Y más teniendo en cuenta –me perdonarán la repetición- que en la mayoría vivían parejas de ancianos o, en el peor de los casos, viudos. Más viudas que viudos, por cierto.

¡A qué increíbles disquisiciones puede llegar una persona sesgada por su situación particular! Cualquiera que leyera los pensamientos de Julio, sus deseos más arraigados, concluiría que era un loco: quería con fervor que se mudaran al edificio personas más joviales; o, como otra opción, que demolieran la provecta y abandonada casa de al lado, y construyeran un edificio, con portero. ¡Oh! ¡Y Julio pasaba sus solitarias tardes preguntándose qué sería preferible…! Al final, fiel a su espíritu humanista, decidió que era mejor que destruyeran la casa, y no que falleciera uno de los viudos: naturalmente, la única razón por la que vendrían gentes nuevas sería por la desocupación de una unidad; y, a decir verdad, ninguno de los viejitos tenía voluntad de irse. Eran ancianos lozanos, podían perfectamente vivir solos.

¡Qué desahogo sería charlar en la vereda con otro portero! Julio esperaba con ansiedad el momento. Habían pasado tres años desde que comenzara a trabajar en el edificio, y ocho meses desde que eligiera la opción de la demolición (era muy calculador y todo lo que consideraba importante lo fijaba en su memoria), cuando apareció un enorme cartel, con enormes fotos y letras, adelantando que se demolería la casa y se construiría un edificio. ¡Bah! Julio se alegró muchísimo. Pero… siempre hay un pero: el edificio tendría solo tres pisos. ¿Se contrataría portero?

Se hizo Julio esa pregunta durante los diez meses de construcción, y uno no puede sino entristecerse ante tan desgraciada situación. ¡Al fin se había hecho su sueño realidad y lejos de tranquilizarse, se puso más tieso! Pasaba días enteros entre elucubraciones desgastantes: era algo casi obsesivo. Aunque, aclárese, era una obsesión tierna, la del amor: lo único que quería era una compañía agradable, no quería más…

En el runrún, se figuró preguntarle a alguno de los obreros si el edificio tendría portero. ¡Bah! ¡De eso les hablaba! ¿Qué pensarían los obreros ante tal desconcertante pregunta? Quizá reaccionaran violentos, quizá se burlaran. ¿Por qué sabrían ellos? ¿Qué interés podía tener? ¡Es eso, señores, lo que les decía! Los pensamientos de uno pueden parecer tan racionales… mas para otros, ser delirantes y estúpidos. ¡Pero hagámoslo, señores! ¡Comprendamos las cavilaciones de Julio! ¡Son deseos tan castos, tan puros! ¡Solo quiere un amigo!

Al fin, el edificio quedó culminado. Primero fueron hombres de traje, revisaron el lugar, llenaron papeles, etcétera. Luego, de cuando en cuando, aparecían gentes variopintas, probablemente subordinados de inmobiliarias y promitentes compradores, quienes visitaban el edificio. Había que esperar a que se poblara…

En tanto, las tardes de Julio pasaban idénticas: dos o tres veces abría la puerta a algún veterano, o a algún hijo o nieto; pero no más: dos o tres veces. El resto, mirando la nada, escuchando la radio, ojeando una revista (en ese momento, el celular no existía: quizá por eso deseaba Julio una compañía real).

Y un día, por fin, llegó. ¡Habría portero, sí! A esa altura, ya había movimiento en el edificio, se habían perfeccionado operaciones de compraventa y de alquiler. Apareció un hombre gordito y petisón. ¡El portero! Julio prorrumpió en alegría. ¡Por fin tendría alguien con quien hablar en la vereda! ¡Por fin tendría con quien relacionarse! ¡Ni jardinero tenía su edificio! ¡Imagínense! Se apresuró a presentarse... Cuando llegó a la puerta, el gordito lo miró taciturno. A regañadientes, le abrió. “¿Qué querés?”, lanzó bravío. Julio comprendió todo. “Nada, nada.” Y volvió plañidero…

¡Es eso, señores, lo que he tratado de enseñarles torpemente! ¡Cuán ardientemente desea uno algo y los demás no lo entienden! ¡Cuán difícil es ponerse en el lugar del otro! Quizá el gordito, con el tiempo, comprenda la situación de Julio. Pero va a ser tarde: el mal ya estará hecho. Julio renunció a su trabajo. ¡Cuán necesaria es la empatía! ¡Cuántos males se ahorrarían!

BRUNO ACOSTA

FUENTE: eljovencriollo.blogspot.com