«Anna Murià: Este será el principio (I)» por Juan Manuel de Prada para el ABC.
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Concluimos nuestro homenaje a la generación de escritoras catalanas que floreció durante la Segunda República evocando la figura de la barcelonesa Anna Murià (1904-2002), hija del periodista y cineasta Maguí Murià (quien llegase a dirigir varias películas protagonizadas por Margarita Xirgu) y hermana del también escritor Josep Maria Murià i Romaní. Tras formarse en el colegio de las Damas Negras, donde aprendió un esmerado francés, la jovencita Murià estudiará contabilidad, antes de trabajar durante cinco años en una droguería. No será hasta 1925 cuando estrene la pluma; lo hará en la revista que dirige su padre, «La dona catalana», un semanario femenino en el que utilizará hasta media docena de seudónimos –Roser Català, Hortènsia Florit, Marta Romaní, etcétera– para tratar los asuntos más variopintos, hasta que en 1930 se interrumpe su colaboración (coincidiendo con la ruptura de su padre con el editor). En «La dona catalana», además de artículos y reportajes, Anna Murià publica algunas poesías y cuentos de tono sentimental. Y en 1929, cada vez más decidida a probar fortuna en la literatura de creación, gana el premio de prosa de los Juegos Florales del Rosellón.
Su firma, entretanto, ha logrado hacerse hueco en el «Diario Oficial de la Exposición Internacional de Barcelona», entre agosto de 1929 y mayo de 1930. Y ha publicado su primer libro en una edición no venal, «El cultiu de la bellesa (Secrets del meu tocador)», una recopilación de artículos aparecidos en «La dona catalana». Por entonces Anna Murià defendía posiciones conservadoras muy próximas a las de Llucieta Canyà, a la que todavía en 1930 dedicará encendidos ditirambos. Más o menos por entonces se afilia a Acció Catalana, una escisión de la Lliga Regionalista, y se implica en un comité femenino que solicita la amnistía para los presos del complot antimonárquico del Garraf (1925). En vísperas de la proclamación de la República empieza a colaborar en «La Nau», el vespertino dirigido por Rovira i Virgili, donde sostendrá hasta mediados de 1932 una sección titulada «La Llar y la Societat»; y algún tiempo más tarde su firma también se prodigará en «La Rambla», donde se alterna con Ana María Martínez Sagi en la sección «La dona qui treballa». En enero de 1931 es elegida secretaria del Club Femení i d’Esports, donde se encargará, siempre bulliciosa de iniciativas, de organizar premios literarios y ciclos de conferencias, así como de dirigir su revista, logrando además la implicación en el proyecto de Maria Teresa Vernet, la precoz novelista que enseguida se va a convertir en el espejo de su vocación literaria.
Entretanto, se ha intensificado su militancia política. Tras dirigir la Secció Femenina d’Acció Catalana, decide integrarse en las juventudes de Estat Català, en un definitivo escoramiento hacia posiciones de izquierda. En 1933, por desavenencias con la junta directiva, Maria Teresa Vernet y Anna Murià renuncian a sus cargos en el Club Femení; y su marcha prefigura el ocaso de la institución. Desde entonces, Murià se dedicará cada vez con mayor entusiasmo a su vocación literaria, siguiendo el modelo de Vernet, cuya influencia es muy palpable en su primera novela, «Joana Mas» (1933), que narra la vida de una muchacha tan ingenua como vanidosa, tan romántica como frívola, desde el inicio de su adolescencia hasta la ansiada madurez, que sólo alcanzará cuando nazca su primer hijo. Criada en un ambiente burgués que la ha educado para el matrimonio, Joana tiene su contrapunto en una amiga de pensionado, Lola Prats, soltera y liberal, defensora a ultranza del individualismo y desdeñosa de la maternidad. Los flirteos juveniles de Joana, su boda con un hombre mayor, un aborto no deseado, la viudez prematura y un segundo embarazo que la colma de paz interior son las estaciones principales de esta sabrosa novela de formación.
En 1934 Anna Murià entrega a las imprentas un opúsculo que causaría gran revuelo, «La revolució moral», presentado como «un libro revolucionario y polémico sobre la tragedia sexual de la mujer». La obra, que aborda el espinoso problema de la prostitución, apira a «derribar los principios rígidos de la antigua moral y sustituirlos por la comprensión y el acercamiento a la naturaleza» y a «conducir a hombres y mujeres a un régimen social de igualdad y fraternidad». Bajo su retórica revolucionaria, el opúsculo contiene afirmaciones que hoy hubiesen servido para anatemizar a la autora: «Los casos de inversión sexual no corresponden a la esfera de la moral, sino de la patología»; «El hombre es más puro que la mujer en el amor. Si va con una mujer, lo hace por amor o por deseo, no por interés»; «La naturaleza, con la función maternal que impone a la mujer, rechaza enérgicamente la poliandria», etcétera. La condena del adulterio y la exaltación de la maternidad aproximan paradójicamente los postulados de la progresista Murià a los que la conservadora Canyà defendía por las mismas fechas en «L’etern femení».
La notoriedad y el compromiso político de nuestra autora no harán sino crecer a medida que se ciernen los nubarrones de la guerra. Pero serán esos nubarrones los que, paradójicamente, acerquen a Anna Murià a lo que ella misma denominó el principio de su «vida verdadera»…
Anna Murià: Este será el principio (I)
«Este será el principio (y II)» por Juan Manuel de Prada para el ABC.
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En 1937 Anna Murià es nombrada secretaria de la Institució de les Lletres Catalanes, que agrupaba a los intelectuales fieles a la República; y durante toda la guerra será una de las colaboradoras más destacadas de «Meridià», un semanario muy combativo que se autotitula «Tribuna del front intel·lectual antifeixista». En 1938 llegará a dirigir fugazmente, mientras el frente se derrumba, el «Diari de Catalunya», convirtiéndose así en la segunda mujer que accede en España a un puesto de dirección de un periódico, tras María Luz Morales. En este mismo año publica su segunda novela, «La peixera», una narración en primera persona en la que su protagonista, Gaspar, narra sus penosas experiencias laborales a Francesca, una joven italiana de la que acaba de enamorarse. Según confesión de la propia autora, «La peixera» constituye una suerte de catarsis biográfica en la que revisa sus años juveniles, cuando trabajó como dependienta de droguería. El motivo de la pecera se erige en símbolo de mediocridad y aburrimiento, en donde los seres humanos son peces que dan vueltas y más vueltas, uncidos al yugo de una existencia sin horizontes espirituales. «La peixera», que incopora un variado elenco de personajes femeninos (desde la beata abandonada por su marido a la cazamaridos empachada de novelas sentimentales, pasando por la muchacha de moral relajada que trabaja en un cabaré del Paralelo), inaugura un ciclo de obras de marcado signo memorialístico que Murià reanudará en el exilio.
A principios de 1939, nuestra autora cruza la frontera por Agullana y, tras una breve estancia en Perpiñán y Toulouse, es acogida, en compañía de otros escritores catalanes –entre los que se cuentan Pere Calders y Mercè Rodoreda–, en una residencia de estudiantes de Roissy-en-Brie. Allí conocerá al poeta Agustí Bartra, que se incopora al grupo procedente del campo de concentración de Agda, donde ha padecido penalidades sin cuento. Desde entonces y durante casi tres décadas, la producción literaria se Murià se adelgazará hasta casi extinguirse, convirtiéndose en la compañera siempre fiel y desvelada de Bartra, con quien se embarca en 1940, rumbo a la República Dominicana, para instalarse posteriormente en México, donde permanecerán ambos hasta 1970, con un paréntesis de dos años –entre 1948 y 1950– en Estados Unidos, adonde los llevó una beca concedida a Bartra por la Fundación Guggenheim. Será en México donde nacerán los dos hijos de la pareja, Roger y Elionor, que con el tiempo completarán una distinguida carrera académica.
Aunque llegó a publicar algunos artículos y el libro de cuentos «Via de l’est» (1946), donde recrea literariamente su estancia en Roissy-en-Brie, no será hasta 1967 cuando Murià entregue a las imprentas uno sus títulos mayores, «Crònica de la vida d’Agustí Bartra», que luego ampliará en una edición definitiva que se clausura con la muerte de su protagonista, acaecida el 7 de julio de 1982. Se trata de una obra llena de admiración devota hacia Bartra, concebida en un principio para refutar las críticas que algunos exiliados habían lanzado contra él, en la que desgrana las vicisitudes de su vocación literaria, así como los episodios más significativos de su atribulado exilio, que concluirá cuando ambos se instalen en Tarrasa, allá por 1970. El regreso a Cataluña devolverá el vigor a la pluma de Murià, que en 1974 publica «El meravellós viatge de Nico Huehuetl a través de Mèxic», una delicada fábula destinada al público juvenil, regada de voces aztecas y mayas, con la que obtiene el premio Josep Maria Folch i Torres. Aunque luego Murià llegaría a afirmar que, con el fallecimiento de Bartra, «había muerto la verdadera Anna», su inspiración no declina. En 1982 sorprende con «El Llibre d’Eli», una obra de naturaleza hibrida, a caballo entre la ficción y las memorias, en la que rememora su infancia. Y en 1986 completa la que tal vez sea su obra maestra, «Aquest serà el principi», que la autora describe como «la novela de mi vida», en la que recrea –con estrategias propias del «roman à clef» e influencias muy notorias de Mercè Rodoreda– los paisajes más determinantes de su vida, desde la Barcelona de la Segunda República al México del exilio, sin olvidar su paso por una Francia donde el amor la transfiguró para siempre.
En los años sucesivos, Anna Murià no dejaría de entregar a la imprenta nuevos libros. Sin duda el más conmovedor de todos es «Reflexions de la vellesa» (aparecido póstumamente en 2003), una suerte de memorias entreveradas de dietario en las que prosigue su desvelada remembranza de Agustí Bartra, que en su lecho de muerte le había pedido sin ambages: «Dedica la teva vida a la meva obra». Murià obedeció abnegadamente esta encomienda, convencida de que su verdadera vida había comenzado allá en los bosques de Roissy-en-Brie. En una de las últimas anotaciones de «Reflexions de la vellesa» consignará: «Resulta extraño que ahora, en las postrimerías de mi vida, durante esta larga temporada en la residencia, tenga unos sueños tan hermosos. Pero es así. Todo lo que sueño es bello, claro y luminoso. Son escenas en ciudades espléndidas, brillantes de sol, de luz y blancura, con edificaciones magníficas y calles alegres, llenas de una animada multitud. Y yo vivo en habitaciones amenas, de paredes transparentes, con vistas espléndidas a una fronda de árboles y flores». Tal vez a Anna Murià le había sido concedido el don de avizorar una vida más definitiva y verdadera, que tendría su principio el 27 de septiembre de 2002. Acababa de cumplir 98 años.
Este será el principio (y II)
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