«Trenza de ceniza» por Juan Manuel de Prada para el periódico ABC, artículo publicado el 13/II/2019.
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Nos enseñaba Borges que «cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es». Sin duda, ese momento capaz de compendiar una vida entera fue, para la autora que ahora nos disponemos a glosar, el 5 de marzo de 1982. En este aciago día la poeta figuerense Carme Guasch (1928-1998) perdía a su marido, tras una penosa enfermedad; y ese meollo de dolor alumbraría desde entonces toda su obra, a veces como un incendio abrasador, a veces como una dulce lámpara votiva.

En «Trena de cendra» (1984), Guasch probará a hacer memoria de esa pérdida. Se trata de un insólito libro de memorias, un magnífico exponente de eso que luego hemos dado en denominar «literatura del duelo», digno de figurar al lado de «Una pena en observación», de C. S. Lewis. Ante la muerte del marido, Guasch hace espeleología de su alma maltrecha y rememora las vicisitudes de su amor conyugal sin ñoños sentimentalismos ni alardes lacrimógenos; y lo hace, además, con un lenguaje despojado, alejado de toda tentación jeremíaca, prieto de una doliente sinceridad que no deja en ningún momento de conmovernos. Resulta, por ejemplo, muy representativo del tono del libro un capítulo en el que la autora nos confiesa el deseo que su marido siempre despertó en ella: la franqueza de Guasch, lejos de propiciar pasajes escabrosos, resulta siempre limpia y luminosa, llena de gratitud, perplejidad y candor. En «Trena de cendra», al hilo de las vicisitudes de ese amor excepcional que llenó su vida entera, Carme Guasch recorre los paisajes principales de su existencia: su afición al teatro, sus recuerdos de la Guerra Civil, su acendrada fe religiosa (que luego, con la muerte del marido, se tambaleará), su vocación poética, su experiencia de la maternidad… y, sobrevolándolo todo, la ausencia del marido, al que siempre se mantendrá unida por una «trenza de ceniza».

Pero allá donde hay ceniza hubo en otro tiempo fuego; y tal vez también un apagado rescoldo que las palabras pueden volver a encender. Carme Guasch, profesora de lengua y literatura catalanas y madre de tres hijos ( Blanca, Sílvia y Toni, que heredarían su amor por la literatura), nunca abandonó su vocación poética, reconocida en diversos juegos florales y plasmada en cuatro poemarios. En el primero de ellos, «Vint-i-cinc sonets i un dia» (1978), se barajan las composiciones exultantes («Voldria ser de pluja per tornar-me de vidre, / voldria ser de lluna per vestir-me de nit, / voldria ser de pedra per sentir-me en la terra / i tramuntana o boira per venir de molt lluny») y presagiosas («Sobtadament, la nit s’ha fet en mi. / Sóc tota jo de nit desenllunada. / Ni un estel d’esperança brilla ni / a l’horitzó es pressent claror d’albada»); aunque su nota más distintiva sea la celebración del amor: «Quina cosa, amor meu, quina cosa! / És la cosa més bella d’enguany: / m’has portat una rosa, la rosa / que jo he estat esperant tot un any». En su segundo poemario, «Amat i amic» (1985), Carme Guasch se somete otra vez el soneto, para impedir que su desgarro se desborde; se trata de un libro en carne viva, con poemas estremecedores en los que autora se enfrenta desnuda al silencio de Dios («¿On ets, si ets, Senyor, que mai no em crides? / I si no ets, ¿què faig buscant-te arreu, / sola i de dol, obertes las ferides? / ¿No sentiré mai més la teva veu?») y levanta acta de su desolación, en composiciones que a veces se confrontan afligidas con las de antaño: «Quina cosa, amor meu, quina cosa! / És la cosa més trista d’enguany: / és Sant Jordi i no tinc cap més rosa / que una rosa de dol i de plany».

El dolor que grita en «Amat i amic» se amansa y hace cotidiano en «Pràctica de vida» (1993). El tono desesperado, a veces casi increpatorio, se torna más sereno y resignado. Y, aunque añora la felicidad perdida, Guasch también canta la fidelidad y celebra el triunfo del amor más allá de la muerte: «Sols imploro dels déus, si són benignes, / d’integrar-me en la nit, nua de signes, / amb el teu nom només, amb el teu nom». En su última entrega poética, «Interiors» (1997), publicada apenas unos pocos meses antes de su muerte, Guasch abandona el molde del soneto y nos propone composiciones de tono también elegíaco, pero más intimista, en las que contempla los paisajes y las menudencias que la rodean; y no halla cosa donde poner los ojos que no sea recuerdo del marido.

Cuando nuestra autora muera, dejará inédita una «Autobiopoètica» en la que hace un repaso de su vida, en un tono a veces desenfadado, a veces melancólico, entreverando sus versos con los de sus maestros, desde Ausiàs March a Carner, J. V. Foix o Martí i Pol. Además, Carme Guasch publicó, durante la última década de su andadura terrenal, dos volúmenes de cuentos. En el primero, «Situacions insulars», con el que obtuvo el premio Víctor Català en 1988, recoge una serie de narraciones protagonizadas por mujeres solas, con un tratamiento a veces irónico, aunque siempre recorrido por el temblor de la tragedia. En «El llit isabelí» (1994), a través de una gran variedad de personajes que viven situaciones aparentemente cotidianas, pero no exentas de ribetes insólitos, Carme Guasch aprovecha para explorar, con dramatismo, humor y aliento lírico, el comportamiento humano. Guasch, que había leído con admiración los cuentos de Mercè Rodoreda y Pere Calders, era también devota de Martín Gaite y Delibes, de Carol Shields y Marianne Fredriksson, entre otros. Y todas estas lecturas se destilan en una prosa muy cuidada y a la vez directa en la que su sensibilidad a flor de piel late siempre, sin impostaciones ni aspavientos.

Carme Guasch murió prematuramente, poco antes de cumplir los setenta años, de un cáncer que tardó en rendirla. En «Trena de cendra» había escrito, rememorando al marido que iluminó sus días: «Saber que existías era la base de mi propio existir. No me hacía falta verte, ni abrazarte, ni hablarte. Tú estabas allí, a pocos pasos de mí, ajeno a lo que hacía y pensaba, ignorando que, por el mero hecho de vivir cerca de mí, dabas sentido y fin a todo lo que yo era. Pensarte vivo era todo lo que necesitaba». Tal vez, al entregar su hálito, Carme Guasch sintiese otra vez a su lado al marido al que tan ejemplarmente había amado, de palabra y obra, colmándola con una brazada de rosas fragantes, las rosas de Sant Jordi que había estado esperando durante todos aquellos años de ausencia.

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