«El encantamiento de las sombras» por Juan Manuel de Prada para el periódico ABC, artículo publicado el 19/II/2016.
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Rescaté un ejemplar de «El encantamiento de las sombras», de Rafael Alberto Arrieta (1889-1968), en una babélica librería de viejo porteña. Nada sabía yo entonces de Arrieta, su autor;ni de sus avatares biográficos ni de sus muy disciplinados fervores literarios. El volumen, adormecido por el paciente polvo, aún estaba intonso; los pliegues de papel, salpicados de hongos, exhalaban el aroma decrépito de la humedad; y la encoladura del lomo se resquebrajó como una mariposa disecada apenas inicié la primera inspección. En la «Advertencia del editor», Arrieta reconocía que el asunto del libro era la bibliomanía; en su prosa había una voluta de traviesa inteligencia, una pirueta de discreta ironía y, sobre todo, una declaración sin ambages de patología libresca, que es la enfermedad más crónica de cuantas padezco.

Por simpatía instintiva adquirí aquel libro; por simpatía deliberada me apresuré a leerlo. Así fue como pude saborear pasajes como el que Arrieta incluye bajo el epígrafe de «Encrucijada»: «¿Qué mano invisible puso este libro a nuestro alcance? ¿Qué misteriosa in-fluencia nos impulsó a leerlo? Si hubiéramos seguido ignorando su existencia, si todas sus semillas que fructificaron en nosotros –de modo tal que las creímos preexistentes en el espíritu y sólo reveladas por la lectura– se hubieran malogrado: ¿cómo seríamos ahora? ¿Qué parte indeterminable de nuestra alma hubiera permanecido estéril? ¿Qué no hubiera sido y qué continuaría siendo en lo recóndito de nuestro ser moral?».

Rafael Alberto Arrieta nació en Rauch, un pueblo de la provincia de Buenos Aires, hijo de padres vascos, y se cría (salvo una breve estancia en San Sebastián) en La Plata, donde cursaría el bachillerato y se haría profesor de literatura, tras abandonar una licenciatura en leyes. Desde la primera juventud, Arrieta empezará a publicar una serie de poemarios –«Alma y momento» (1910), «El espejo de la fuente» (1912), «Las noches de oro» (1917) o «Fugacidad» (1921)– en los que declara los rasgos distintivos de su escritura: delicadeza en los matices, renuncia al exceso y preferencia por el recogimiento interior, por los paisajes solitarios del alma, por los climas crepusculares e indecisos.

Arrieta, como Evaristo Carriego, como Alfonsina Storni, pertenece a la generación posmodernista. En sus poemas, la intimidad apenas se muestra; o, si lo hace, es siempre tamizada por el velo del pudor. Arrieta es poeta en voz baja, asumidamente menor, que se acoge al magisterio de Maeterlinck, de Rodenbach, quizá también de Heine, y, desde luego, del Machado de «Soledades», y aun del Juan Ramón Jiménez de la primera época. «Vivamos en voz baja», proclamó Arrieta, recién bautizado en las imprentas; y cuando, alcanzada ya la plenitud formal, reconoce sin rubor, pero también sin engreimiento, que sus composiciones son apenas «imágenes en el agua».

Pronto aflorará también el ensayista que anidaba dentro de él, emotivo y diáfano, combinado con el bibliómano de rara sensibilidad. De 1923 data «Las hermanas tutelares», una colección de semblanzas enhebradas en torno a un asunto común: las mujeres que las protagonizan –Dorotea Wordsworth, Eugenia de Guérin, Paulina Leopardi, Enriqueta Renan, Isabel Rimbaud y María Pascoli– fueron todas ellas hermanas de hombres elegidos para los mausoleos de la gloria; también su sostén y su acicate, su ángel custodio y su víctima propiciatoria. En «Ariel corpóreo» (1928) reúne una colección de ensayos dedicados a figuras emblemáticas de las letras inglesas –Lord Byron, Percy Bysshe Shelley, Horace Walpole, entre otros–, a las que retrata a través de anécdotas risueñas y aparentemente fútiles.

Pero su obra maestra es, sin duda, la mencionada «El encantamiento de las sombras» (1926), donde como Borges (autor que, sin duda, abrevó en este libro, aunque jamás lo declarase), se figura el paraíso bajo la especie de una biblioteca: «Llámeme usted bibliómano –escribe al principio del volumen–, concediendo a la palabra una elasticidad que abarque la libertad y la esclavitud, el fanatismo y la tolerancia, la clarividencia y la pasión».

En las viñetas que se suceden conviven la fulguración epigramática, la divagación lírica y el rasgo de ingenio disfrazado de una melancólica ironía. Pero donde «El encantamiento de las sombras» alcanza cúspides de expresividad y penetración psicológica es en aquellos fragmentos en los que Arrieta ahonda en las tribulaciones del bibliófilo: el tormento que le devora las entrañas «como un pecado mortal» cuando se tropieza con una errata, la simpatía que entabla con esas obras que nos conquistan «por una sola página, por un solo verso, por una observación, por un epíteto», el resquemor que le produce el contacto con los libros propios que ha prestado, por llegar a considerarlos casi adúlteros.

Pertrechado de un bagaje casi inabarcable de lecturas y arrinconado por el peronismo, Arrieta irá abandonando los trabajos creativos en la última etapa de su vida, para dedicarse a una mamotrética «Historia de la literatura argentina» en seis tomos, empresa en la que alista a los más conspicuos especialistas del momento. Así, embalsamado entre libros, lo pillaría la muerte en 1968, cumpliendo con él aquella premonición resignada y lúcida que escribió Horace Walpole, uno de sus escritores predilectos: «Puesto que no soy sino una estatua de greda, me desmenuzaré en polvo».

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