«Infortunado Bonanova» por Juan Manuel de Prada para el periódico ABC, artículo publicado el 8/V/2016.
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En mayo de 1920 desembarca en Mallorca un muchachito pálido y febril llamado Jorge Luis Borges, Georgie para los amigos. La familia Borges llega procedente de Madrid, donde Georgie acaba de ser nombrado embajador del ultraísmo por el patriarca Rafael Cansinos-Asséns; y, recién instalado en Mallorca, encabezará una revuelta ultraísta para la que reclutará a un «cafarnaum» de personajes estrambóticos: el poeta tuberculoso Jacobo Sureda, en cuya finca de Vallmoseda se hospeda la familia Borges; Juan Alomar, hijo de aquel Gabriel Alomar que había inventado el futurismo unos cuantos años antes que Marinetti; Vicente Massot, un poeta y periodista catalán rapsoda de la revolución bolchevique; y, «last but not least», José Luis Moll, un histriónico barítono que acababa de acuñar el campanudo nombre artístico de Fortunio Bonanova.
¿Quién era este Fortunio Bonanova, que llegaría a firmar, al lado de Borges, el Manifiesto Ultraísta publicado el 15 de febrero de 1921 en la revista «Baleares», y cuyo nombre figura en los títulos de crédito de películas tan célebres como «Perdición», «Sangre y arena», «Por quién doblan las campanas» o «Ciudadano Kane»? ¿Quién era aquel joven de facciones algo caballunas que, allá por 1920, se gana la vida colaborando en la prensa mallorquina y cantando en operetas ínfimas?
Tan excéntrica resulta la andadura de Fortunio Bonanova, y tan hiperbólicos los episodios que la pueblan, que uno casi cede a la tentación de pensar que no existió, que sólo fue un ectoplasma emanado de aquellos conciliábulos ultraístas que Borges acaudilló en Mallorca. Pero Fortunio existió, y ahí están para demostrarlo las más de setenta películas en las que participó, incorporando su presencia barroca, su voz jocunda y vocinglera, su risa con ecos de barreno, su rostro de galán trasnochado y su bigote irreductible.
Había nacido en 1896, en el seno de una familia de tradición musical que se esforzó inútilmente para que su hijo no siguiera su ejemplo, enviándolo a estudiar leyes a Madrid; pero un pariente suyo, sacerdote que recolectaba los pecados de la Duquesa de Alba, lo puso allí en contacto con el barítono Battistini, quien le metió el gusanillo en el corpachón. Esta vocación melódica se impondrá a la postre sobre la literaria; y, llegada la hora de estrenar las imprentas con un libro, Fortunio Bonanova se abstendrá, convirtiéndose así en el ultraísta por excelencia, pues no se nos ocurre expresión más quintaesenciada y cabal de aquella vanguardia que un escritor ágrafo.
El personaje de profesor de canto que le regalará Welles en « Ciudadano Kane» resume las cualidades interpretativas de Fortunio: desmesura, cierta proclividad al aspaviento y una dramática bufonería. Fueron las mismas cualidades que rigieron su existencia, pues siempre fue un fantasioso mistificador que no tenía empacho en manifestar que Gary Cooper y él eran los dos solteros más aclamados de Estados Unidos; o en asegurar que el acento mallorquín de su inglés era oxoniense.
En 1960, cuando ya en Hollywood nadie lo contrataba, Fortunio regresa arruinado a España, porque a su mujer le han ofrecido un puesto en la base militar de Torrejón; y pasea su sombra vencida por «La muerte silba un blues», un «quickie» de intrigas tropicales perpetrado por el gran Jesús Franco.
Fortunio Bonanova aún cruzaría otra vez el Atlántico, para morir fulminado en 1969 por una apoplejía en un teatro, mientras aplaudía el final de una representación de «Madame Bovary». Veintiséis años antes, había tenido otro encuentro en Buenos Aires con Borges, que para entonces aliviaba sus frustraciones como bibliotecario de barrio refugiándose en la oscuridad de las salas de cine. En una de ellas había contemplado con abrumada perplejidad ese «laberinto sin centro» que es «Ciudadano Kane». Borges escribirá una reseña poco complaciente de la película en «Sur», achacándole que «adolece de gigantismo, de pedantería, de tedio». No hizo, sin embargo, mención alguna al conmilitón de farras ultraístas que se paseaba por aquellos fotogramas. Quizá, al silenciar la presencia de Fortunio Bonanova, Borges estaba echando la última paletada de tierra sobre el cadáver de su juventud.
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