«El secreto de don Quijote (I)» por Juan Manuel de Prada para la revista XLSEMANAL, artículo publicado el 24/02/2020.
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En La trilogía de Nueva York, cuando todavía era un escritor ingenioso e inventivo, Paul Auster plantea un divertido juego especulativo en torno a la identidad de Cide Hamete Benengeli, el misterioso «historiador arábigo» al que Cervantes atribuye la autoría de una crónica en la que supuestamente se habría basado el Quijote. En realidad, más que un cronista, Benengeli parece un hechicero capaz de conocer hasta los más íntimos pensamientos de don Quijote. El propio don Quijote, en el capítulo segundo de la Primera Parte, antes de que Cide Hamete entre en escena, se refiere a un «sabio encantador» al que le tocará algún día contar su historia; y mucho tiempo después, en el capítulo cuarenta de la Segunda Parte, Cervantes resalta que Cide Hamete no ha dejado cosa por contar, por menuda que fuese, hasta el punto de que «pinta los pensamientos, descubre las imaginaciones, responde a las tácitas, aclara las dudas, resuelve los argumentos; finalmente, los átomos del más curioso deseo manifiesta».
Benengeli es, en fin, lo que se llama un narrador omnisciente, que lo sabe todo sobre la materia que trata, al estilo de un Dios que se hallase en una atalaya desde la que puede contemplar los movimientos de sus personajes, y a la vez metido en sus conciencias, para averiguar sus anhelos y pensamientos. Para explicar que Benengeli, siendo un mero cronista, pueda al mismo tiempo inmiscuirse en las conciencias, Auster propone que «la historia tiene que estar escrita por un testigo ocular de los sucesos». Pero testigo ocular de las hazañas y descalabros de don Quijote sólo hay uno, que es Sancho Panza. Y como Sancho Panza no sabe leer ni escribir –prosigue Auster–, lo más probable es que le dictase la narración a alguien próximo, que Auster identifica con el cura y el barbero. Luego éstos, a su vez, habrían entregado el manuscrito al bachiller Sansón Carrasco, que lo habría traducido a la lengua arábiga. Cervantes ‘encontrará’ luego esa traducción en el Alcaná de Toledo, tal como nos describe en su novela, y se la entregará a un «morisco aljamiado» para que la vierta a la lengua castellana.
Y Auster lanza entonces otra especulación o broma literaria más interesante todavía: el libro urdido por este ‘cuarteto Benengeli’ –Sancho Panza, el cura y el barbero, Sansón Carrasco– tendría como objetivo que don Quijote, al leerlo y confrontarse con los dislates y desmanes que ha perpetrado, recupere la cordura; pero resulta que don Quijote, a juicio de Auster, no estaba realmente loco, sólo fingía estarlo. Y, sirviéndose de ese fingimiento, habría organizado todo para que el ‘cuarteto Benengeli’ escriba la crónica de sus aventuras, que incluso él mismo podría haber traducido, haciéndose pasar ante Cervantes por un morisco aljamiado que pasea por el Alcaná de Toledo. Y todo ello lo habría hecho –al final, Auster patina un poco y su charada se resuelve de forma un poco pedestre– para poner a prueba la credulidad de sus semejantes y comprobar si la gente es capaz de aceptar sus quimeras (molinos convertidos en gigantes, ventas en castillos, rebaños en ejércitos, etcétera). Pero lo que don Quijote pretende no es que creamos que los molinos son gigantes, que las ventas son castillos o los rebaños, ejércitos, sino algo mucho más vasto y profundo que Auster (posmoderno, al fin) no logra ni siquiera atisbar. Y para ello, en efecto, se finge loco. Cervantes se deja arrastrar por las apariencias (o hace como que se deja), e insiste mucho en que realmente lo está; pero los lectores constantemente advertimos que la mayoría de las reflexiones de don Quijote son muy sensatas y perspicaces, más allá de que ensarte muchos dislates en lo tocante a caballería andante. ¿Y no serán tales dislates un mero recurso que don Quijote utiliza para emboscar su pretensión secreta? En muchísimos pasajes del Quijote, se percibe que don Quijote acomoda las situaciones que vive a las circunstancias propias de las novelas de caballerías; pero no de forma inmediata y espontánea, como lo haría un vulgar loco, sino de forma premeditada. Incluso en los primeros capítulos del Quijote, cuando todavía el personaje es un fantoche sin la densidad moral y psicológica que irá poco a poco adquiriendo, encontramos este procedimiento. Así, cuando en su primera salida, «cansado y muerto de hambre», don Quijote ve una venta, se encamina hacia ella, para tomar «alimento y descanso». Y sólo en un momento posterior Cervantes añade que «luego que vio la venta, se le representó que era un castillo». O sea, don Quijote la ve y la percibe como venta donde puede reponer fuerzas; y, mientras se acerca a ella, decide convertirla imaginativamente en castillo, haciéndose el loco. ¿Qué está tramando don Quijote?
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«El secreto de don Quijote (y II)» por Juan Manuel de Prada para la revista XLSEMANAL, artículo publicado el 02/03/2020.
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Terminábamos el artículo anterior señalando que don Quijote acomoda las situaciones que vive a las vicisitudes propias de las novelas de caballerías; pero no al modo espontáneo en que lo haría un loco del montón, sino de una forma muy premeditada. Esta acomodación de la realidad a sus inquietudes caballerescas se percibe también muy nítidamente cuando, después de caer de su rocín (cuando se dispone a arremeter contra unos mercaderes de Murcia que no han querido reconocer que Dulcinea es la más hermosa dama del orbe) y ser «molido como cibera» por un mozo de mulas, se queda don Quijote tirado en el camino y desconsolado, echando entonces mano de su recurso predilecto: «Acordó de acogerse a su ordinario remedio», dice Cervantes, que era buscar en la memoria los episodios caballerescos que podían amoldarse a su situación personal. Entonces don Quijote recuerda un romance que «venía de molde para el paso en que se hallaba»; y empieza a recitarlo, no de cualquier manera, sino «con muestra de grandes sentimientos», incluso «se comenzó a volcar por tierra», tal vez porque ha advertido que por el camino se acerca un labrador de su pueblo y desea reclamar su atención. Un loco al uso no actuaría al modo calculado de don Quijote, sino que actuaría insensata pero espontáneamente. Y este Quijote que parece fingir teatralmente su locura es el de los primeros capítulos, cuando el personaje todavía no ha sido pulido por Cervantes, cuando sus rasgos humanos no han sido delineados y nos hallamos todavía ante un bosquejo de trazo grueso o caricaturesco. El psiquiatra Carlos Castilla del Pino reconocía en Cordura y locura en Cervantes que la locura de don Quijote es tan atípica que no admite catalogación clínica; y que, en todo caso, se trataría de una «locura de ficción», a través de la cual Cervantes trataría de describir «la trascendencia del error en la construcción de la vida propia», donde por ‘error’ debe entenderse una ‘dislocación del juicio de la realidad’. Pero si Cervantes tratara de ilustrar los perjuicios que acarrea esa dislocación podría haber elegido un personaje con una locura real y no ‘de ficción’; pues, sin duda, era capaz de urdir personajes muy verosímiles y cabales. Gonzalo Torrente Ballester, más osado que Castilla del Pino, se atreve a sostener que la presunta locura de don Quijote es en realidad un embeleco del personaje, que echa mano de una realidad ‘alternativa’ (la realidad fantasiosa de las novelas de caballerías) cada vez que la realidad mostrenca no le permite llevar a cabo el ‘juego’ que desea jugar, haciendo partícipes del mismo a quienes le rodean. Y para probar esta tesis, Torrente Ballester aporta multitud de ejemplos, espigados aquí y allá, que probarían que don Quijote no pierde nunca la cordura, sino que finge hacerlo, para poder proseguir su juego. Pero esta tesis meramente lúdica de Torrente Ballester resulta a la postre un poco banal; pues el juguetón don Quijote se lleva muchos coscorrones y palizas que lo van dejando como ecce homo a medida que avanza la trama, por no contar los escarnios que tiene que soportar a cada poco. Y si don Quijote puede premeditadamente «acordar de acogerse a su remedio» o hacer «muestra de gran sentimiento» cuando le conviene, también podría haber combatido las burlas y escarnios, los coscorrones y palizas, con tan sólo hacer «reserva mental» –siquiera cuando hay gente delante– de los ideales de la caballería andante. Pero don Quijote prefiere enfrentarse al ridículo y a los varapalos. Y no lo hace por ‘jugar’, como pretende Torrente Ballester (pues sería, en todo caso, el juego de un masoquista). La ‘locura’ de don Quijote es, en efecto, muy poco verosímil; pero no se trata de un mero juego, sino de un propósito muy firme de imponer, no una ‘dislocación del juicio de la realidad’, sino una realidad que sus contemporáneos se obstinan en negar, en silenciar, en sepultar a cualquier precio, con la petulancia juvenil propia del Renacimiento, que consideraba periclitados los ideales de la Edad Media. Don Quijote se erige así en símbolo del hombre que batalla contra su época. Alguien podrá decir que ese empeño quijotesco es como clamar en el desierto. Pero, como escribió Unamuno, «el desierto oye, aunque no oigan los hombres, y un día se convertirá en selva sonora, y esa voz solitaria que se va posando en el desierto como semilla, dará un cedro gigantesco que con sus cien mil lenguas cantará un hosanna eterno». Y la semilla quijotesca dio, en verdad, fruto, pues los luminosos ideales de la Edad Media que don Quijote quería imponer sobre el espíritu podrido del Renacimiento acabarían alumbrando el cedro gigantesco del Barroco.
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