(...) NO ES OBRA SÓLO NACIONAL SINO UNIVERSAL
La Celestina no es un libro peculiarmente español: es un libro europeo, cuya honda eficacia se siente aún, porque transformó la pintura de costumbres y trajo una nueva concepción de la vida y del amor.
Bellamente lo dijo Gervinus en su Historia de la poesía alemana: «Esta obra marca propiamente la hora natal del drama en los pueblos modernos. No es, en verdad, un drama perfecto en la forma, sino una novela dramática en veintiún diálogos; pero si prescindimos de la forma exterior, es una acción dramática admirablemente trazada y desenvuelta, con reflexiva conciencia de la verdad poética, y con tal maestría para caracterizar a todos los personajes, que en vano se buscará nada que se le parezca antes de Shakespeare. Mucho del contenido de Romeo y Julieta se halla en esta obra, y el espíritu según el cual está concebida y expresada la pasión es el mismo.»
Profunda verdad encierran las palabras de Gervinus. Calixto y Melibea es el drama del amor juvenil, casi infantil, menos casto que el de Romeo y Julieta en palabras y situaciones, pero no menos apasionado y candoroso que el de los inmortales amantes de Verona. No es la Celestina obra picaresca, ni quién tal pensó, sino tragicomedia, como su título definitivo lo dice con entera verdad; poema de amor y de exaltación y desesperación; mezcla eminentemente trágica de afectos ingenuos y poco más que instintivos, y de casos fatales que vienen a torcer o a interrumpir el desatado curso de la pasión humana y envuelven a los dos amantes en una catástrofe que no se sabe si es expiación moral o triunfante apoteosis.
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Y POR UNIVERSAL, CLÁSICA E INMARCESIBLE
¡Poder inmenso el de la sinceridad artística! Las bellezas de esta obra soberbia son de las que parecen más nuevas y frescas a medida que pasan los años. El don supremo de crear caracteres, triunfo el más alto a que puede aspirar un poeta dramático, fue concedido a su autor en grado tal, que no parece irreverente la comparación con el arte de Shakespeare. Figuras de toda especie, aunque en corto número, trágicas y cómicas, nobles y plebeyas, elevadas y ruines; pero todas ellas sabia y enérgicamente dibujadas, con tal plenitud de vida que nos parece tenerlas presentes. El autor, aunque pretenda en sus prólogos y afecte en su desenlace cumplir un propósito de justicia moral, procede en la ejecución con absoluta objetividad artística, se mantiene fuera de su obra; y así como no hay tipo vicioso que le arredre, tampoco hay ninguno que en sus manos no adquiera cierto grado de idealismo y de nobleza estética. Escrita en aquella prosa de oro, hasta las escenas de lupanar resultan tolerables. El arte de la ejecución vela la impureza, o más bien impide fijarse en ella.
Aunque cruda, es obra de buena salud intelectual
La misma profusión de sentencias, aforismos y citas clásicas; aquella especie de filosofía práctica difundida por todo el diálogo; aquella buena salud intelectual que el autor seguramente disfrutaba, y de la cual, en mayor o menor grado, hace disfrutar a sus personajes más abyectos, salva los escollos de las situaciones más difíciles y no consienten que ni por un solo momento se confunda esta joya con otros libros torpes y licenciosos, que son pestilencia del alma y del cuerpo. Digno será de lástima el espíritu hipócrita o depravado que no comprenda esta distinción.
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DE PROFUNDA POESÍA
Y en la parte seria de la obra, poco estudiada y considerada hasta nuestro tiempo, ¡con qué poesía trató el autor lo que de suyo es puro y delicado! Para encontrar algo semejante a la tibia atmósfera de noche de estío que se respira en la segunda escena del jardín hay que recordar el canto de la alondra de Shakespeare o las escenas de la seducción de Margarita en el primer Fausto. Hasta los versos que en ese acto de la Celestina se intercalan:
¡Oh, quién fuera la hortelana
De aquestas viciosas flores!...
tienen un encanto y un misterio líricos, muy raros en la poesía de los cancioneros del siglo XV.
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LOS CARACTERES
Tres cosas hay que considerar principalmente en la Celestina: los caracteres, la invención y composición de la fábula y, finalmente el estilo y lenguaje. Algo diremos puntos, sin someternos a un orden sobre cada uno de estos rigurosamente escolástico.
Sobre todos los personajes descuella la vieja Celestina, hasta el punto de haber impuesto nuevo título a la tragicomedia, contra la voluntad de su autor, y haber convertido su nombre propio en apelativo, dando una nueva palabra a nuestro idioma. La excelencia del tipo fue reconocida ya por el autor del Diálogo de la lengua:
Martio. - «¿Quáles personas os parecen que stan mejor exprimidas?
Valdés.- La de Celestina, sta, a mi ver, perfetísima en todo quanto pertenece a una fina alcahueta.»
Este juicio de la crítica antigua es atinado, pero insuficiente. Celestina no es una alcahueta vulgar como la Acanthis de Propercio o la Dipsas de Ovidio. Tipos de lenas finamente representados hay en la comedia latina y en muchas obras cómicas y novelescas del siglo XVI italiano. En Francia es célebre la Macette de una de las sátiras de Regnier. Y de nuestra casa no hablemos, porque las hijas, sobrinas y herederas de Celestina fueron tantas que por sí solas forman una literatura en que hay cosas muy dignas de alabanza bajo el aspecto formal. Todas esas copias son muy fieles al modelo, y, sin embargo, ninguna de ellas es Celestina, ninguna tiene su diabólico poder ni su satánica grandeza. Porque Celestina es el genio del mal encarnado en una criatura baja y plebeya, pero inteligentísima y astuta, que muestra en una intriga vulgar, tan redomada y sutil filatería, tanto caudal de experiencia mundana, tan perversa y, ejecutiva y dominante voluntad, que parece nacida para corromper el mundo y arrastrarle, encadenado y sumiso, por la senda lúbrica y tortuosa del placer. «A las duras peñas promoverá e provocará a luxuria si quiere», dice Sempronio.
El satanismo de Celestina
En lo que pudiéramos llamar infierno estético, entre los tipos de absoluta perversidad que el arte ha creado, no hay ninguno que iguale al de Celestina, ni siquiera el de Yago. Ambos profesan y practican la ciencia del mal por el mal; ambos dominan con su siniestro prestigio a cuantos les rodean, y los convierten en instrumentos dóciles de sus abominables tramas. Pero hay demasiado artificio teatral en los crímenes que acumula Yago, y ni siquiera su odio al género humano está suficientemente explicado por los leves motivos que él supone para su venganza. En Celestina todo es sólido, racional y consistente. Nació en el más bajo fondo social, se crio a los pechos de la dura pobreza, conoció la infamia y la deshonra antes que el amor, estragó torpemente su juventud y las ajenas, gozó del mundo como quien se venga de él, y al verse vieja y abandonada por sus galanes vendió su alma al diablo, cerrándose las puertas del arrepentimiento.
Y no se tengan por pura metáfora estas últimas expresiones. Hay en Celestina un positivo satanismo, que también apunta en el Yago de Shakespeare. No importa que el bachiller Rojas creyese o no en él. Basta que lo haya expresado con eficacia poética.
Podía Celestina, para deslumbrar a los imbéciles y acrecentar los medros y ganancias de su oficio, fingir un poder sobrenatural que no poseía. Pero hay pasajes en que no cabe esta interpretación, porque son monólogos y apartes de la misma Celestina, que revelan con sinceridad sus más escondidos pensamientos.
El autor quiso que Celestina fuese una hechicera de verdad y no una embaucadora. Ciertos rasgos que en la Tragicomedia sorprenden y pueden parecer falta de arte, sobre todo la rápida y súbita conversión del ánimo de Melibea, que hasta entonces no ha manifestado la menor inclinación a Calisto y que tanto se enfurece cuando la vieja pronuncia por primera vez su nombre, sólo pueden legitimarse admitiendo que Melibea, al caer en las redes de la pasión como fascinado pajarillo, obedece a una sugestión diabólica. Ciertamente que nada de esto era necesario: todo lo que pasa en la Tragicomedia pudo llegar a término sin más agente que el amor mismo, y quizá hubiera ganado este gran drama realista con enlazarse y desenlazarse en plena realidad. Pero el bachiller Rojas, aunque tan libre y desenfadado en otras cosas, era un hombre del siglo XV y escribía para sus coetáneos. Y en aquella edad todo el mundo creía en agüeros, sortilegios y todo género de supersticiones, lo mismo los cristianos viejos que los antiguos correligionarios de Rojas, como en el monstruoso proceso del Santo Niño de la Guardia puede verse. La parte sobrenatural de la Celestina es grave y trágica; nada tiene de comedia de magia. Prepara el horror sombrío de la catástrofe e ilumina el negro fondo de una conciencia depravada, que pone a su servicio hasta las potestades del Averno. «La figura demoníaca y gigantesca de Celestina, verdadera y propia heroína del libro (ha dicho el traductor alemán E. de Bülow) no tiene, a lo que recuerdo, término de comparación en toda la moderna literatura, y bastaría por sí sola para marcar a su creador con el sello de los grandes poetas.
Estas representaciones del mal llevado al último límite que llaman los estéticos «sublime de mala voluntad, ofrecen para el artista no menores escollos que la representación de la pura santidad, aunque por opuesto estilo. Nadie los ha vencido tan gallardamente como Rojas, en cuya obra Celestina es constantemente odiosa, sin que llegue a ser nunca repugnante. Es un abismo de perversidad, pero algo humano queda en el fondo, y en esto a lo menos lleva gran ventaja a Yago. La lucidez de su inteligencia es pasmosa, y la convierte a veces en el más singular de los diablos predicadores. Si sus intenciones son abominables, sus palabras suelen ser sabias, y no siempre miente su lengua al proferirlas. De sus dañadas entrañas nacen los pérfidos consejos, las insinuaciones libidinosas, la torpe doctrina que Ovidio quiso reducir a arte, y que ella predica a Pármeno y a Areusa con cínicas palabras. Pero no es ésa la noción del amor, que con suavidad y gota a gota va infiltrando en el tierno corazón de Melibea.
Espíritu horriblemente sereno
De un modo habla a las nobles y castas y retraídas doncellas; de otro a las cortesanas atentas al cebo de la ganancia. Su ingenio, despierto y sagaz como ninguno, la hace adaptarse a las más varias condiciones sociales y penetrar en los recintos más vigilados y traspasar los muros más espesos. El sinnúmero de oficios menudos que ejerce, no ilícitos todos, la dan entrada franca hasta en hogares tan severos como el de Pleberio, a ella, vieja maestra de tercerías y lenocinios, encorozada y puesta en la picota por hechicera.
El poder de Celestina sobre cuantos la rodean consiste en que es un espíritu reflexivo y horriblemente sereno, en quien ninguna pasión hace mella, salvo la codicia sórdida, que es precisamente la causa de su ruina. Es la inteligencia sin corazón aplicada al mal con tan insistente brío que resultaría peligrosa su representación, si no apareciese templada por la propia indignidad de la persona (que la aleja de todo contacto con el lector honrado) y por los aspectos cómicos de su figura, que son fuente de inofensivo placer estético. No sabemos si el público la resistiría en escena: nos inclinamos a creer que no; pero en el libro es tan deseada su presencia como lo eran sus visitas por Calisto, y casi nos indignamos con la barbarie de Sempronio y su compañero, que atajaron en tan mala hora aquel raudal de castizos donaires y de elegantes y pulidas razones.
Los discursos de Celestina contienen en sentenciosa forma una filosofía agridulce de la vida, en que no todo es falso y pecaminoso. Porque no sólo de amores es maestra Celestina, sino que con gran ingenio discurre sobre los males de la vejez, sobre los inconvenientes de la riqueza, sobre el ganar amigos y conservarlos, sobre las vanas promesas de los señores, sobre la tranquilidad del ánimo, sobre la inconstancia de la fortuna, y otros temas de buena lección y aprovechamiento, que no por salir de tales labios pueden menospreciarse. Claro es que la socarronería de la perversa vieja quita mucho de su gravedad y magisterio a estos aforismos; pero de aquí se engendra un humorístico contraste, y no es éste el menor de los méritos en la creación de este singular Séneca o Plutarco con haldas luengas, que parece una caricatura de los moralistas profesionales. (...)
Los enamorados
Si admirables son los personajes secundarios y cómicos de la Celestina, ¿qué diremos de la pareja enamorada, que en la historia de la poesía humana precede y anuncia a la de Verona? Nunca el lenguaje del amor salió tan férvido y sincero de pluma española como no fuese la de Lope de Vega en sus más felices momentos. Nunca antes de la época romántica fueron adivinadas de un modo tan hondo las crisis de la pasión impetuosa y aguda, los súbitos encendimientos y desmayos, la lucha del pudor con el deseo, la misteriosa llama que prende en el pecho de la incauta virgen, el lánguido abandono de las caricias matadoras, la brava arrogancia con que el alma enamorada se pone sola en medio del tumulto de la vida y reduce a su amor el universo, y sucumbe gozosa, herida por las flechas del omnipotente Eros. Toda la psicología del más universal de los sentimientos humanos puede extraerse de la tragicomedia de Rojas si se la lee con la atención que tal monumento merece. Por mucho que apreciemos el idealismo cortesano y caballeresco de don Pedro Calderón, ¡qué fríos y qué artificiosos y amanerados parecen los galanes y damas de sus comedias, al lado del sencillo Calisto y de la ingenua Melibea, que tienen el vicio de la pedantería escolar, pero que nunca falsifican el sentimiento! También Shakespeare pagó tributo al eufuismo, y en Romeo and Juliet muy particularmente; versos hay allí de innegable mal gusto, y alguno habremos de citar, pero ¿quién se acuerda de ellos, cuando la tormenta de la pasión estalla?
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