Calderón, el dramaturgo de la Escolástica
(Alexander A. Parker)
Este trabajo fué leído hace poco (1935) en la Aquinas Society, de Londres. Al ofrecerlo hoy los lectores de esta Revista lo modificaré ligeramente, añadiendo nuevas notas citas. El público ante el cual se leyó estaba familiarizado con las ideas escolásticas tomísticas; en consecuencia, sólo tuve que exponer el pensamiento calderoniano para que los presentes comprendiesen la relación entre ambos; de no seguir la misma pauta, al presentarlo ahora como artículos, tendría que ser mucho más largo. Prefiero dejarlo como está; por fuerza tendrá que ser incompleto. Sólo se puede hacer justicia al tema en un estudio detallado de la Teología, la Filosofía y la técnica dramática de Calderón. Espero publicar en breve un estudio completo sobre este aspecto del arte calderoniano, de que nunca se ha tratado, y que es, en mi sentir, el punto de partida adecuado para la exacta comprensión, no sólo de Calderón como poeta y dramaturgo, sino también de una fisonomía notable y característica de la cultura nacional española.
Que este trabajo mío se publique en el año del tricentenario de Lope de Vega, me parece justo. Los festejos que se celebran con ocasión de los centenarios son, con frecuencia, más bien perjudiciales que beneficiosos, puesto que al hacer hincapié en los de un poeta determinado, tienden a aislarle, desplazarle exageradamente de su puesto en la cultura nacional. El desastroso resultado del centenario de Calderón, en 1881, es un caso típico. Lope de Vega y Calderón padecen cuando se les compara superficialmente y esta comparación carece, además, de valor crítico. Es preciso darse cuenta de que los dos poetas son, fundamentalmente, diferentes. Acaso este artículo sirva para señalar esta diferencia, porque el genio de Lope nunca le impulsó intentar lo que Calderón realizó plenamente.
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Acaso el tema que he elegido no es asunto que se relacione fundamentalmente con el tomismo, pero sí tiene relación con el designio de llevar a la escena, en forma poética y dramática, toda la filosofía de la vida, de la que el tomismo es la expresión exacta, incluyendo, por tanto, gran parte del dogma católico. Es evidente que tan gran empresa no puede acometerse en una sola obra; Calderón escribió 84 obras de este género, de las cuales, se han perdido seis; pero es posible recoger unas 35, que, tomadas en conjunto, representan una síntesis, más o menos completa, de su dramatización de la filosofía y de la teología católicas. De esto se deduce que el tema es amplísimo y, por tanto, difícil de reducir los términos de una conferencia. Por consiguiente, habré de mermarlo considerablemente y, en vista de que esta sociedad se interesa más por la Filosofía que por la Teología, prescindiré de su dramatización del dogma, a pesar de que en esto precisamente culminan las realizaciones más típicas de Calderón, y me limitaré en el presente trabajo a una breve exposición de los métodos que emplea para dramatizar este aspecto de tema tan gigantesco, que más se acercan la verdadera Filosofía.
El teatro, tal como se produce durante el movimiento humanístico del Renacimiento, no nos incumbe ahora; vamos a tratar de un tipo de obra teatral, que encuadra perfectamente en la tradición medieval de la literatura dramática. De sobra es sabido que el drama religioso medieval -misterios y moralidades- dejó de existir en Europa con el Renacimiento. El teatro dejó de ser teocéntrico para trocarse en antropocéntrico. Pero hubo un país que se negó a aceptar la nueva cultura en toda su integridad, y ese país fué España. En España la tradición católica seguía en pie, se mantenía incólume, viva, alentada por cuanto había de mejor en el nuevo espíritu de la cultura europea. El arte renacentista español nunca dejó de ser teocéntrico. No encontramos en la pintura ni en la escultura españolas ese paganismo que se deleitaba en la belleza de la forma humana. No existe en España un Miguel Angel, pero hubo un Greco. Del mismo modo no hubo un Shakespeare, pero hubo un Calderón.
En consecuencia, el drama medieval sobrevivió sólo en España. En su desarrollo no sufrió un corte de cuentas; por el contrario, se elaboró y perfeccionó en manos de artistas conscientes, y fué el origen de un tipo de obra peculiar España, y único en el mundo de la literatura. Ese tipo de obra es el auto sacramental. No es menester explicar la significación exacta de la palabra sacramental en este caso. Baste decir que su asunto era la doctrina de la Sagrada Eucaristía, aunque no fuese necesariamente su fin. Y era lógico que así fuese, ya que se representaban exclusivamente en la fiesta del Corpus Christi, y por ser parte integrante principal de las festividades religiosas del día, forzosamente habían de relacionarse con ellas. Eran, en realidad, la aportación popular a los festejos religiosos.
Al avanzar la literatura como arte consciente, estos autos sacramentales dejaron de ser producciones anónimas y comenzaron escribirse exclusivamente por los grandes dramaturgos profesionales de la época. Cúpole realizar la transformación a Lope de Vega; el tipo de obra y la producción escénica ya estaban fijados por la tradición y no tuvo, por consiguiente, Calderón que desempeñar el papel de fundador o innovador, sino el que mejor cuadraba a su genio peculiar, el de perfeccionar la técnica y ensanchar el campo de acción de los autos, profundizando su contenido doctrinal y didáctico.
Muy poco se sabe de la vida de Calderón. Esto no se ha de atribuir a falta de aprecio por parte de sus contemporáneos, pues que su reputación en España era inmensa y su fama se había extendido por el extranjero desde bien pronto. Se conoce tan poco de su vida porque ésta transcurrió sin incidentes. A diferencia de Lope, huía de la publicidad, se retiró del mundo y vivió (durante las postrimerías de su vida, al menos) casi como un cartujo, escribiendo comedias y autos año tras año por mandato expreso del rey, pero sin que se le importase un ardite la publicación de sus obras (1); y si como poeta logró fama e inmortalidad, como hombre sólo dejaba –y no era poco- pruebas de una vida sacerdotal ejemplar.
Esta renunciación voluntaria, este retraimiento del mundo han dejado huellas en su labor. Sus obras postreras poca o ninguna relación guardan con el mundo de la realidad: mas bien reproducen un mundo imaginario, idealizado, de pura fantasía. Sus autos están pletóricos de ascetismo, de disciplina moral e intelectual, de renunciación a toda esperanza y creencia en un mundo de placeres terrenales y engañosos, pero siempre iluminado por el vigor de vívida imaginación poética y por una versificación perfecta.
De no haber sido cristiano, Calderón hubiese sido probablemente un profundo pesimista, acaso un cínico. Esta actitud suya debe atribuirse, según creo, a la reacción que experimentaba frente al estado de la sociedad en que vivía. Su larga vida coincidió con el período de decadencia económica, política y cultural de España, decadencia que trajo consigo todas las manifestaciones sociales de la decadencia nacional; esa palabra que aparece tan repetidamente en sus autos, desengaño, es también el vocablo que con más acierto caracteriza a la España de esa época. En Calderón esa palabra es la clave de su doctrina moral, así como la explicación de la pérdida de sus esperanzas en el mundo exterior.
La fama de Calderón como poeta y como dramaturgo se basa, casi por completo, en sus comedias. A esto precisamente se debe que el verdadero mérito del poeta se haya pasado por alto en gran parte. Sus autos sacramentales son mucho más importantes, mucho más asombrosos, así como su mayor timbre de gloria. A éstos, exclusivamente, se refiere este artículo.
La representación de estas obras era un espectáculo magnífico. El decorado y los trajes, espléndidos. La música y el baile formaban parte integrante de la función, y se cantaba gran parte de la obra. Pero ¿cuál era el fin de estos autos? Que el propio Calderón os responda. Son, dice:
… Sermones
puestos en verso, en idea
representable, cuestiones
de la Sacra Teología,
que no alcanzan mis razones
explicar ni comprender,
y que el regocijo dispone
en aplauso de este día
(Loa al auto La Segunda Esposa, tomo VI, pág. 298. Todas las referencias son la edición de Pando. (Madrid, 1717).
Este drama eucarístico es, en esencia, un acto público de devoción religiosa, pero también es algo más. La obra es, en realidad, un sermón, pero un sermón puesto en verso, un sermón dialogado en forma poética. Un sermón que, a la vez que predica, instruye, ya que trata de cuestiones teológicas de los Artículos de la fe, y su objeto es dar a éstos forma dramática, expresarlos en ideas representables, es decir, una idea susceptible de ser dramatizada. No puede ser, por tanto, obra que trate de hechos y acontecimientos reales imaginarios. Un dogma es una idea. La obra, por consiguiente, tratará de ideas, no de personas humanas. Se crea, pues, un mundo dramático, un mundo que echa por tierra todas las barreras de tiempo y espacio; un mundo en que los caracteres que toman parte en el drama no representan individuos, sino que son símbolos de ideas, personificaciones de la universalidad, representaciones antropomórficas de seres sobrenaturales, hasta de Dios mismo. En ellos encontramos personajes como las Tres Personas de la Santísima Trinidad -Poder, Sabiduría, Amor- el demonio llamado Lucero de las Tinieblas; la Verdad, la Justicia, el Bien y el Mal; la Castidad y la Lujuria; el Mundo; los cuatro elementos; las cuatro estaciones; los días de la semana y, por fin, el Hombre en persona; no un hombre, sino el Hombre, y en él todos los hombres, la Humanidad. De este modo se da a lo que es concepto o idea, forma plástica, visible y se hacen comprensibles para el auditorio.
Los actos de estos personajes han de tener carácter didáctico, pues la obra tiene por fuerza que ser sermón; tienen que poner al alcance del público la idea o grupos de ideas que el autor ha concebido. Vaya un ejemplo: El autor desea expresar la idea de la Redención. Si reproduce en la escena hechos de la Vida y Pasión de Nuestro Señor, no enseña teología su auditorio; para lograrlo, alguno de los personajes tendría que explicar el significado de aquellos hechos. Pero de esto huye Calderón, puesto que en ese caso serían tales sermones y no sermones dramatizados. De recalcar el mayor valor de los últimos se encarga el propio poeta. Con frecuencia empieza sus autos haciendo que el Demonio aparezca en escena con algunos de sus cómplices. Comienza por exponer la idea o el plan que se ha trazado, para detenerse de pronto y exclamar:
... aguarda,
que al ver que perciben menos
los oídos que los ojos,
no solamente pretendo,
Discordia, que los escuches,
mas que los mires...
(Las Espigas de Ruth, VI, 871.)
Importa más mostrar a las gentes el significado de la Redención que contárselo. Y esto es lo que hace Calderón. Puesto que no me incumbe hablar aquí de su dramatización de la Teología, no puedo explicaros cómo lo consigue, pero es preciso señalar cómo la doctrina de la Redención sólo puede explicarse por medio de ideas, pues que para explicarla por fuerza habremos de pensar en el Hombre caído en la Desgracia Divina y cautivo del Pecado; habremos de pensar en la imposibilidad de que el judaísmo o cualquier otra religión precristiana ofrezca al Hombre medios de salvación; habremos de pensar en la Encarnación, en el Ofrecimiento por Cristo del infinito Sacrificio por el cual el Hombre se redime de su pecado infinito. Y son estas ideas las que han de dramatizarse: la Humanidad, la Gracia, el Pecado, el Judaísmo, el Paganismo y Cristo han de convertirse en caracteres dramáticos.
Calderón justifica a cada paso este tratamiento de la Teología al insistir en el singular valor didáctico del drama, de algo visto en vez de algo oído. Y así dice:
... quiere Dios
que, para rastrear lo inmenso
de su Amor, Poder Ciencia,
nos valgamos de los medios
que, a humano modo aplicados,
nos pueden servir de ejemplo.
Y pues lo caduco no
puede comprender lo eterno,
es necesario que, para
venir en conocimiento
suyo, haya un medio visible
que, en el corto caudal nuestro,
del concepto imaginado
pase a práctico concepto
hagamos representable
los teatros del Tiempo ...
(“Sueños hay que verdad son”, III, 277).
Hasta cierto punto, esta diferencia entre ver y oír, señalada por Calderón, tiene su contrapartida en el proceso didáctico. Calderón posee conocimientos, ciertas doctrinas en forma de conceptos; mas impartir esta erudición -bien sea cuestión de verdad natural o revelada—, es imposible sin medios materiales. El filósofo emplea ejemplos concretos, parábolas, diagramas, etc. Calderón usa de alegorías, de personajes teatrales, del diálogo: este es su medio visible, como lo llama. De este modo, el pensamiento se imparte en forma de acción; un concepto imaginado se trueca en práctico concepto; la idea se ve, no se oye. Veamos lo que quiere decir por concepto imaginado, con objeto de aclarar aún más su concepción de la naturaleza de este tipo de drama, y en esto nos ayudará la
epistemología tomística.
Santo Tomás nos dice que, en su contacto con el entendimiento, el universo físico se asimila los sentidos humanos; este sentido-conocimiento se convierte en sentido-memoria permanente y habitual (no forzosamente real). Este sentido-memoria puede despertarse por una reacción emocional y toda emoción tiene un principio cognoscitivo interno en la fantasía, y la fantasía, una vez despierta por un estímulo externo, puede continuar aún desaparecido el estímulo. Las sensaciones son fijas y serias. No así la fantasía, que es juguetona; un mundo de sueños que pueden comprender vagamente todas las probabilidades, todos los imposibles, todos los ideales, aún los más absurdos, etc. Ahora bien, Calderón hace constante referencia a su fantasía como la fuente de donde extrae la acción de sus autos; en los autos mismos, cuando uno o varios de los personajes esbozan la idea que se va a representar, hablan siempre de la confusa fantasía -de una representación- (“La Vida del Señor”, IV, 178) del fantástico motivo (“La Nave del Mercader”, I, 239.) que tras aquéllas se esconde; hablan de sus propios actos como si fuesen ideas que fantásticas os finjo (“A tu Prójimo como a ti”, VI, 335).
Ahora bien, puesto que cada auto es la fantasía calderoniana en acción, es obvio que el campo de acción de esta clase de dramas es enorme, porque es un mundo de sueños, de fantasía, al que ni el tiempo ni el espacio pueden poner trabas, para el que no ha de ser impedimento consideración alguna de lo que pudiese o no ser probable o posible en el orden material. Sin embargo, está limitado, aunque por una sola cosa: la frecuencia de estos fantasmas en la imaginación obliga la mente a preguntar si cada uno de ellos es posible en el orden metafísico; si, por consiguiente, cada uno es verdadero y consistente; con objeto de reflexionar sobre una idea ya concebida (concepto), la mente, como dice Santo Tomás, ha de recurrir la fantasía. Sabe per conversionem ad phantasmata (Summa Theologica, I, qu. 89, art. 1, ad Resp.). Se forja fantasías, por tanto, para su propio uso, convirtiéndolas en diagramas, cuadros, parábolas y alegorías, que se traducen en fuentes permanentes de nutrición. Así, el pedagogo, al impartir sus conocimientos, empieza por concebir la idea, dibuja luego su diagrama u ofrece una analogía para ilustrar la idea. Y esa es precisamente la técnica de Calderón en sus autos, cuando hace que el Demonio o cualquier otro personaje del drama interrumpa la exposición de una idea y evoque, en forma de visión, una alegoría dramática, para, al final, tornar de nuevo a la alegoría para explicar la idea. Esta es la técnica original y sorprendente de Calderón, ya que en gran número de estos autos el tema dramático verdadero es la proyección en forma dramática de lo que piensa uno de los personajes de la escena, bien sea una persona real, el Diablo, o una persona humana, y en una ocasión hasta Calderón mismo.
Y así, conceptos imaginados se truecan en prácticos conceptos por ese medio visible que es la alegoría dramática, y los que son esencialmente personajes fantásticos se convierten, hasta cierto punto, en reales. Así, dice Calderón en uno de sus autos:
Y pues ya la fantasía
ha entablado el argumento,
entable la realidad
la metáfora diciendo...
(Las Ordenes Militares, I, 104.)
Porque este medio visible para la comunicación de las ideas nacidas de la fantasía es una metáfora, una retórica licencia, según el poeta, una figura de dicción que Calderón califica de prosopopeya (“El Nuevo Hospicio de Pobres”, II, 116).
Este concepto del auto sacramental es un aspecto fascinador de su arte, pero los límites de esta conferencia no me
permiten estudiarlo con más detalle, ni tampoco señalar cómo puede Calderón demostrar que es posible la justificación de este concepto del drama dentro de los aceptados cánones del arte dramático. Sólo es preciso añadir que, al convertirse en realidades sus fantasías, no se hallan coartadas por ninguna de las unidades clásicas y sí sólo por la verdad; verdad que para Calderón implica verdad histórica por una parte, y, por otra, la verdad natural revelada por la enseñanza y la moral católicas. Dentro de este amplio campo de acción, su fantasía puede volar libremente, así, los habitantes de ese mundo dramático son innumerables. Y en manos de dramaturgo que posea un dominio perfecto de su arte, una imaginación despierta y rica, inteligencia disciplinada y conocimientos, que, sin ser necesariamente profundos, son vastos, la escena por fuerza ha de tener enormes posibilidades, no alcanzadas por dramaturgo alguno desde Calderón. Nuestro poeta poseía todas estas cualidades en alto grado.
Sus autos sacramentales se dividen en seis grupos principales. Escoge un hecho histórico legendario cualquiera y, sometiéndolo al tratamiento alegórico, deduce una moraleja. Este es el grupo menos importante.
Los otros forman una serie en que se presenta una síntesis de la cristiandad y una explicación de la vida cristiana.
En los primeros recurre motivos del Antiguo Testamento, y empleando el tratamiento alegórico, señala cómo el mundo estaba preparado para la venida del Mesías y eran, en cierto modo, proféticos.
En el grupo más numeroso de autos da forma dramática a la doctrina de la Redención y nos ofrece una explicación escenificada de la Creación, del Pecado original, de la Encarnación y de la Redención; luego, en otro grupo, trata de la Iglesia y de su fundación; otro grupo suplementario se ocupa de alguna cuestión objeto de controversia, en que se defienden determinados puntos del dogma católico.
Un grupo muy importante trata de la vida moral del cristiano, de la Tentación y del Pecado, de los Sacramentos como medios para obtener la Gracia Divina.
Por último, hay dos autos que caen por fuera de este esquema, en que el asunto es exclusivamente la doctrina de la Inmaculada Concepción.
Ahora se comprenderá por qué califiqué a Calderón de dramaturgo de la Escolástica. En sus obras encontramos una
síntesis dramática de la Teología y la Filosofía escolásticas, subordinada ésta a la Teología en todo momento. No es Calderón un pensador original, ni como tal trató nunca de pasar. Como pensador no puede comparársele con Dante. Pero es, en cambio, muy original como poeta y como dramaturgo, y esta originalidad se manifiesta en el arte con que dramatiza el escolasticismo, que acepta sin rodeos, con que infunde vida dramática en los conceptos abstractos, con que hace que el mundo de la fe viva sobre el tablado por medios de simbolismos poéticos poderosos.
En sus autos no se revela como filósofo, en el sentido estricto del vocablo. Pero de un examen del contenido doctrinal de sus autos, es imposible descubrir hasta qué punto era filósofo en su fuero interno. Su concepto del auto sacramental como sermón puesto en verso y como medio de instrucción teológica, prueba claramente que era pedagogo innato, y, como tal, su medio es la poesía y el drama, con exclusión de todo otro. Calderón pedagogo ofrecía a su público la doctrina que era suya por medio de imágenes poéticas, que, a la par que su imaginación, despertaban en el auditorio todas las emociones que era capaz de sentir.
El pedagogo no puede poseer su doctrina menos perfectamente que como la imparte; pero puede poseerla en mayor grado de perfección. Acaso fuera Calderón más profundo teólogo de lo que se deduce de su forma de impartir la Teología. Pero la manera en que comunica su doctrina se determina por la cultura del público, y es preciso recordar que escribió principalmente para el madrileño de tipo medio. Por lo tanto, es imposible determinar, basándose en pruebas extrínsecas, hasta qué punto Calderón era teólogo y filósofo. Téngase en cuenta que, siendo un español del siglo XVII, tanto por el ambiente que le rodeaba como por su preparación universitaria, vivió en un mundo intelectual en que los varios sistemas escolásticos, antiguos y modernos, eran (o habían sido hasta poco
antes) temas vigorosos, vivos, objetos de constante y enérgica controversia, que influían en casi todos los aspectos de la cultura nacional. No obstante, es probable que Calderón, aunque impregnado de esta tradición, fuese tan sólo discípulo fiel y afanoso de la doctrina escolástica al alcance del profano; es decir, al alcance del español educado en la época, del hombre que se mantenía apartado de banderías filosóficas, sin contacto alguno con escuelas filosóficas determinadas. Probable es que Calderón, apartándose de estos problemas, sólo pensase en instruir en doctrinas fundamentales a los más varios auditorios del modo más concreto posible para un artista de tan grande imaginación.
Esta suposición se basa en el hecho de que al filósofo a quien mayor devoción profesa no es Santo Tomás, sino San Agustín. La razón es clara. Con frecuencia sigue de cerca la filosofía de Santo Tomás, pero no pudo ser tomista fiel y estricto quien empleó sus conocimientos como lo hizo Calderón. El examen sistemático de la ciencia a la luz del razonamiento frío, no podía ser agradable a un genio fundamentalmente dramático, quien por fuerza había de congeniar mejor con una filosofía activa e impulsiva como la de San Agustín. Destellos impulsivos de intuición -lo que Maritain llamó la audacia inventiva de san Agustín- son más espectaculares y, por consiguiente, más dramáticos que la lógica pura. Calderón en persona nos ofrece ejemplos de su propia audacia inventiva. Y así, del mismo modo que en San Agustín no encontramos un sistema filosófico verdadero, tampoco lo hallamos en Calderón. Toma de aquí y de acullá lo que mejor conviene a su propósito. Pero... es tema para desarrollado con más amplitud de la que cabría ya en los límites de este artículo. Firmo, pues, con la promesa de probar ampliamente mi tesis en las páginas de ESTUDIOS HISPANICOS más adelante.
ALEXANDER A. PARKER
- Sin embargo, fue obligado a preocuparse de la publicación de sus autos, de los cuales sólo llegó publicar un tomo en el año 1677. En el prólogo nos dice que los saca luz para que “no corran (pues no hay quien lo impida) la deshecha fortuna que han corrido las comedias; porque siendo como son tan escrupulosos sus asuntos que por un término errado, o por la pluma, o por la prensa, puede pasar de lo sensible del ingenio a lo intolerable de la reputación, me ha movido (mejor dijera me ha forzado) a que ya que hayan de salir salgan por lo menos corregidos y cabales, que para defectos bastan los míos, sin que entren la parte los ajenos.”
Revista de Estudios Hispánicos 3. Marzo/1935
Última edición por ALACRAN; 06/04/2022 a las 14:44
"... Los siglos de los argumentadores son los siglos de los sofistas, y los siglos de los sofistas son los siglos de las grandes decadencias.
Detrás de los sofistas vienen siempre los bárbaros, enviados por Dios para cortar con su espada el hilo del argumento." (Donoso Cortés)
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