DE LA SEPULTURA DE QUEVEDO A LA CUNA DE TODOS
A la Mancha fuimos. Al Campo de Montiel arribamos. Ni rastro de las herraduras de Rocinante por las tierras paniegas y las viñas hallamos. Se nos había muerto el Caballero de la Triste Figura; bien lo sabíamos, pues los españoles se desvanecieron en un limbo democrático y pachanguero, ha ya décadas... Y salir en su busca era empresa baldía. Antes nos hubiera dado alcance la Santa Hermandad -o Guardia Civil a la moderna. No obstante, esperanza teníamos de arrimarnos a buen árbol, por seco que estuviera. Y a Villanueva de los Infantes llegamos, sepulcro de D. Francisco de Quevedo, tras las huellas de Escoto su jaca.
Era hora de almorzar. Y, como a la muerte de D. Quijote le secundaron los venteros fenecientes, tuvimos que asilarnos en un mesón que agora los redichos llaman restaurante. Llegada fue la carta y, echo el ofertorio, visto fue el elenco de platos; y llegó la hora de escoger. Y de entre todas las vituallas, fueron elegidos “duelos y quebrantos”, que fue lo que yantamos; pues era sábado y es consabido que así lo ordena la Regla de la Orden de la Caballería Andariega (estatutos que se miran en las costumbres del Espejo de Caballeros que fue D. Quijote nuestro señor, en el siglo Alonso Quijano), y es que otra pitanza hubiera sido desatino, y cualquier vianda diferente amagara desacato a las hidalgas usanzas de Alonso el Bueno, el más desaparejado caballero que vieron los siglos pasear las calles por las que nosotros íbamos. Entre duelos y quebrantos bien colamos unas migas de pastor a la manchega guisa; aunque a sabiendas del agua que nos pedirían los rústicos y genuinos manjares, que no nos arredró la sed que aventurábamos. Caballero y cristiano viejo fue D. Quijote, tanto como Sancho su escudero, que por eso comía los sábados en plato talaverano huevos revueltos con torreznos y chorizo, mucha pocilga, que de la carne porcina huye el moro y el judío tanto como Satanás del agua bendita.
Sol de justicia derramándose sobre las llanuras imperiales del Campo de Montiel; llanos vastísimos que no abrazan, por enamorada que está siempre la mirada, esos ojos con que contemplamos la gleba, las arboledas y el relieve de las amadas Españas, bendiciéndolas en un Te Deum por haber nacido aquí, de cristianos viejos sin mezcla de moro ni judío. Con las “Poesías Completas” de Quevedo en las alforjas y las cantimploras a mano, nos regalábamos los humores, entre trago y trago, leyéndonos alguna letrilla satírica de Quevedo, de las que sazona con pimienta y chistes para alimento de nuestras carcajadas. De vez en cuando, los ojos poníamos en el cielo, y era su campo heráldico el más puro azur de los cielos manchegos. Por las calles, de hito en hito, casonas nobiliarias, iglesias y conventos de una España que fue Dueña y Señora del Orbe. Y en las señoriales puertas, un firmamento de tachones estrellados sobre la madera vieja, por los siglos ennoblecida, de hito en hito. Dinteles con lemas grabados en la piedra, tejados y balcones, ventanas y rejas y alguna salamanquesa trepando por la fachada para cargar blasones semovientes en los escudos conquistadores. Palomas durmiendo en la corona pétrea de un marqués o duque decapitado. Pueblo de solera, del Campo de Montiel hechura.
En el suelo sagrado de la iglesia de San Andrés, en Villanueva de los Infantes (Ciudad Real), pudrió Quevedo, tras dar su alma a Dios en una celda de los dominicos del lugar. En la alcoba en que aquel vivo -que moría cada día- fue difunto estuvimos, y se nos recogió el ánimo en religioso respeto, sabiéndonos allí. Pues aquellos fueron los muros y las paredes de la patria suya y nuestra que aquellos ojos febriles, ya sin quevedos, verían en la hora de la agonía postrera. Murió el ingenio más grande de España, no sabemos si en el lecho de muerte perdonó a Góngora –o, mejor, pidió a Dios perdón por las perrerías que a Góngora le hiciera. A saber si quedó con un rictus burlón en la cara exánime, o si a la postrera lo embargó la paz. Y pudimos imaginarnos el itinerario que, a paso lento y con decoro, siguió el séquito fúnebre hasta llevarlo a San Andrés, aquel septiembre del año de gracia de 1645. Parientes, amigos y deudos... tras la cruz y el féretro; con caras de velatorio austero. Y hasta los podríamos ver, a todos los reunidos alrededor del difunto. Y se oía el murmullo de los latines, en el responso del cura.
Y allí quedó sepultado durante siglos aquel cuerpo de espadachín de burlas y grande devoto del vino, que bebía hasta las heces y hasta con mosquitos. Y hubo años pluviosos y años de sequía, y en años la langosta por legiones voraces devastó los campos, y en años los vinos fueron ganando sabor rancio, sin que apaciguaran la sed de los Sanchos roedores de queso en el hato. Y en años se hicieron levas por el Rey, y en años nos vinieron Reyes de Francia, con pelucas y caras empolvadas, y a los años vinieron de Francia ejércitos invasores, que fueron expelidos, quedándonos dentro la cochambre liberaloide.
La pareja de viajeros rindió pleitesía ante la cripta que tuvo como pudridero aquel cuerpo, no por maltrecho, menos noble; cuerpo de hidalgo católico y patriota, de aquellos que sus huesos vieron resentirse en la cárcel, rebozándose de humedad quebrantadora y fatal, por amor a la Patria.
Lo menos importante de Quevedo está allí: su osamenta la contiene un cofre. Allí reposan quietos los huesos más leales que tuvo la España de Felipe IV. En sufragio de su alma encendimos una vela, esperando que haya purgado la inquina que a Góngora, por ejemplo, le tuvo. Pero, lo más importante de Quevedo está en sus libros, y si sus huesos no se remueven ante tanta ignominia actual, todavía entre sus renglones se alza el dedo acusador que apunta a los verdaderos enemigos de España. Quevedo nos retorna a la Patria, a la cuna.
Maestro Gelimer
LIBRO DE HORAS Y HORA DE LIBROS
Cervantes, esquina a León.
Me gusta la calle Cervantes de Madrid. No porque sea especialmente bonita, que no lo es, sino porque cada vez que la piso tengo la impresión de cruzarme con amistosos fantasmas que por allí transitan. En la esquina con la calle Quevedo, uno se encuentra exactamente entre la casa de Lope de Vega y la calle donde vivió Francisco de Quevedo, pudiendo ver, al fondo, el muro de ladrillo del convento de las Trinitarias, donde enterraron a Cervantes. A veces me cruzo por allí con estudiantes acompañados de su profesor. Eso ocurrió el otro día, frente al lugar donde estuvo la casa del autor del Quijote, recordado por dos humildes placas en la fachada –en Londres o París esa calle sería un museo espectacular con colas de visitantes, librerías e instalaciones culturales, pero estamos en Madrid, España–. La estampa del grupo era la que pueden imaginar: una veintena de chicos aburridos, la profesora contando lo de la casa cervantina, cuatro o cinco atendiendo realmente interesados, y el resto hablando de sus cosas o echando un vistazo al escaparate de un par de tiendas cercanas. Cervantes les importa un carajo, me dije una vez más. Algo comprensible, por otra parte. En el mundo que les hemos dispuesto, poca falta les hace. Mejor, quizás, que ignoren a que sufran.
Pasaba junto a ellos cuando la profesora me reconoció. Es un escritor, les dijo a los chicos. Autor de tal y cual. Cuando pronunció el nombre del capitán Alatriste, alguno me miró con vago interés. Les sonaba, supongo, por Viggo Mortensen. Saludé, todo lo cortés que pude, e hice ademán de seguir camino. Entonces la profesora dijo que yo conocía ese barrio, y que les contase algo sobre él. Cualquier cosa que pueda interesarles, pidió.
No se oía una mosca. Sólo mi voz. Los chicos, todos, estaban agrupados y escuchaban respetuosos. No a mí, claro, sino el eco de las gentes de las que les hablaba. No las palabras de un escritor coñazo cuyas novelas les traían sin cuidado, sino la historia fascinante de un trocito de su propia cultura.La docencia no es mi vocación. Además, albergo serias reservas sobre el interés que un grupo de quinceañeros puede tener, a las doce de la mañana de un día de invierno frío y gris, en que un fulano con canas en la barba les cuente algo sobre el barrio de las Letras. Pero no tenía escapatoria. Así que recurrí a los viejos trucos de mi lejano oficio. Plantéatelo como una crónica de telediario, me dije. Algo que durante minuto y medio trinque a la audiencia. Una entradilla con gancho, y son tuyos. Luego te largas. «Se odiaban a muerte», empecé, viendo cómo la profesora abría mucho los ojos, horrorizada. «Eran tan españoles que no podían verse unos a otros. Se envidiaban los éxitos, la fama y el dinero. Se despreciaban y zaherían cuanto les era posible. Se escribían versos mordaces, insultándose. Hasta se denunciaban entre sí. Eran unos hijos de la grandísima puta, casi todos. Pero eran unos genios inmensos, inteligentes. Los más grandes. Ellos forjaron la lengua magnífica en la que hablamos ahora.»
Me reía por los adentros, porque ahora todos los chicos me miraban atentos. Hasta los de los escaparates se habían acercado. Y proseguí: «Tenéis suerte de estar aquí –dije, más o menos–. Nunca en la historia de la cultura universal se dio tanta concentración de talento en cuatro o cinco calles. Se cruzaban cada día unos y otros, odiándose y admirándose al mismo tiempo, como os digo. Ahí está la casa de Lope, donde alojó a su amigo el capitán Contreras, a pocos metros de la casa que Quevedo compró para poder echar a su enemigo Góngora. Por esta esquina se paseaban el jorobado Ruiz de Alarcón, que vino de México, y el joven Calderón de la Barca, que había sido soldado en Flandes. En el convento que hay detrás enterraron a Cervantes, tan fracasado y pobre que ni siquiera se conservan sus huesos. Lo dejaron morir casi en la miseria, y a su entierro fueron cuatro gatos. Mientras que al de su vecino Lope, que triunfó en vida, acudió todo Madrid. Son las paradojas de nuestra triste, ingrata, maldita España».
No se oía una mosca. Sólo mi voz. Los chicos, todos, estaban agrupados y escuchaban respetuosos. No a mí, claro, sino el eco de las gentes de las que les hablaba. No las palabras de un escritor coñazo cuyas novelas les traían sin cuidado, sino la historia fascinante de un trocito de su propia cultura. De su lengua y de su vieja y pobre patria. Y qué bien reaccionan estos cabroncetes, pensé, cuando les das cosas adecuadas. Cuando les hacen atisbar, aunque sea un instante, que hay aventuras tan apasionantes como el Paris-Dakar o mira quien baila, y que es posible acceder a ellas cuando se camina prevenido, lúcido, con alguien que deje miguitas de pan en el camino. Le sonreí a la profesora, y ella a mí. «Bonito trabajo el suyo, maestra», dije. «Y difícil», respondió. «Pero siempre hay algún justo en Sodoma», apunté señalando al grupo. Mientras me alejaba, oí a algunos chicos preguntar qué era Sodoma. Me reía a solas por la calle del León, camino de Huertas. Desde unos azulejos en la puerta de un bar, Francisco de Quevedo me guiñó un ojo, guasón. Le devolví el guiño. La mañana se había vuelto menos gris y menos fría.
Autor Arturo Pérez-Reverte
"QUE IMPORTA EL PASADO, SI EL PRESENTE DE ARREPENTIMIENTO, FORJA UN FUTURO DE ORGULLO"
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