El plato de lentejas de Navarra
JUAN MANUEL DE PRADA
EL escandalete que en estos días sobresalta Navarra nos servirá como excusa para hacer una reflexión sobre la deplorable suerte de los pueblos nacidos para la grandeza que acaban vendiendo su primogenitura por un plato de lentejas. Que esto es, exactamente, lo que le ha ocurrido a Navarra; y para demostrarlo no hace falta sino comprobar la pujanza y el protagonismo que en sus instituciones políticas han adquirido los batasunos y demás escurrajas del nacionalismo vasco. Agustín de Foxá recordaba con sorna una involuntariamente irrisoria frase del escritor socialista (si el oxímoron es tolerable) Manuel Domínguez Benavides, pronunciada durante la Guerra Civil:
Los navarros matan y mueren por ganar el cielo. Nosotros morimos por fabricar bicicletas y zapatos. Entre morir por fabricar bicicletas y zapatos o morir por alcanzar el cielo, la elección no es dudosa. Nosotros rechazamos la vida eterna. Queremos la vida de hoy a mañana, sin eternidades.
Toda la historia de Navarra en los últimos dos siglos se resume en un intento pertinaz por evitar que los navarros perseveren en su deseo de alcanzar el cielo y se pongan a fabricar bicicletas y zapatos. Primero esta pretensión se realizó a través de un centralismo estatal artificioso, que mediante una igualdad legal y uniformizadora pretendía aniquilar la identidad de Navarra, fundada en la foralidad; y en la actualidad este empeño desnaturalizador se pretende a través de un hijo bastardo de aquel centralismo estatal, que es el centralismo regional o nacionalismo vasco, no menos artificioso que su progenitor, que anhela anexionar Navarra a una Euzkadi irreal, un ente de razón (pero de una razón desquiciada y utópica) que nunca ha tenido existencia cierta. La ignominiosa y claudicante disposición transitoria cuarta de la Constitución del 78, incorporada para amansar la fiera del nacionalismo vasco, dio el espaldarazo a esta aberración, que no tiene sustento alguno, ni histórico, ni político ni jurídico.
Navarra es un reino de España que no se puede dividir ni anexionar a ninguna otra región o provincia. Navarra es una unidad jurídica dentro de la unidad política de España; y su lealtad a España se fundó siempre en el reconocimiento de sus fueros, anteriores a la constitución del Estado. Unida a Castilla por unión igual y principal, Navarra se resistió durante siglos contra todo intento de absorción; y así, manteniendo siempre su singularidad, pudo Navarra ser en España «como la gota de esencia que se echa en un pañuelo y lo llena todo con su buen olor», que escribiera Pemán. En España y también, por cierto, fuera de España, porque la vocación de Navarra siempre fue misionera: no se conformó con ganar para sí el cielo, sino que lo quiso ganar para los demás, como demuestra el navarro más universal, San Francisco Javier.
Jesús Insausti, un gerifalte del nacionalismo vasco, dijo en cierta ocasión: «Tenemos que conquistar Navarra ideológicamente». Y el nacionalismo vasco se puso manos a la obra; curiosamente, ha sido su versión batasuna y más casposa la que está logrando con mayor éxito que Navarra se venda por un plato de lentejas. Pero todo esto resultaría inconcebible si a los navarros, que nacieron para ganarse el cielo, no los hubieran antes desnaturalizado. Porque el fondo del problema navarro sólo se puede entender con la teoría de los dos termómetros que explicara Donoso: a medida que desciende en Navarra el termómetro religioso, los navarros derivan inevitablemente hacia el radicalismo político, que sólo les puede ofrecer ¡si acaso! fábricas de bicicletas y de zapatos a cambio de su primogenitura perdida.
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