Vi a Javier Lizarza en varias ocasiones durante los últimos años cinco o seis años, casi siempre quedando para comer con él y con Ángel Maestro en un restaurante de la calle Alfonso X, algunas veces con un grupo de navarros en otro de la calle Larra, donde también tuvo tertulia un célebre ministro de UCD, creo que Abril Martorell. Casi enfrente de este local estaba la antigua sede del diario Arriba, adonde hace muchos años y por unos meses solía ir yo de madrugada a trabajar repartiendo ejemplares a los suscriptores y apuntando de paso direcciones con vistas a futuras acciones punitivas; lo he contado en De un tiempo y de un país (tiempo aquel cuando tantos antifranquistas de hoy medraban en el aparato del régimen o se aprestaban a aprovechar los previsibles cambios políticos sin haber hecho nada por causarlos).
Lizarza y los demás discutíamos de la situación del país, o bromeábamos sobre cualquier asunto que surgiera, o intercambiábamos libros. Y ahora ha fallecido. Persona difícil de olvidar: generoso, valiente, honrado, alegre y discreto, esas cualidades que antes abundaban en España –eso dicen, al menos–, pero que ahora, en todo caso, van cediendo ante la inversión de valores que entiende la picaresca, la cobardía, la euforia trivial y el más indigno espíritu chismoso como virtudes a cultivar para entrar en la modernidad o no se sabe donde.
Javier era hijo del famoso Antonio, el conspirador y organizador del Requeté, que tanto juego dio en la guerra de España. Antonio Lizarza cayó en manos de las izquierdas al empezar la guerra, y pudo salir de la zona, salvando probablemente la vida, gracias a Jesús Monzón, amigo suyo de Pamplona y dirigente comunista que años más tarde organizaría la invasión del maquis por el valle de Arán. Perseguido por Carrillo, Monzón se salvó de ser liquidado en la frontera por los agentes carrillistas gracias a haber sido detenido en Barcelona por la policía de Franco. Salvación provisional, porque le esperaba una segura pena de muerte. De ella le libró, según parece, la intervención de Antonio Lizarza. La vida da muchas vueltas.
Tradicionalista como su padre, Javier mantenía la llama de sus ideales sufragando algunas publicaciones, misas y actos, tratando de contrarrestar, en la medida de sus fuerzas, los avances del separatismo en su tierra y en las Vascongadas; sin que faltaran retorcidos pasmarotes entre sus correligionarios que se preguntaban “con qué intención hace todo eso”. Ahora esa actividad será más difícil. El carlismo ha sufrido una serie de avatares autodestructivos que muchos considerarán excelentes noticias. Pero no debe olvidarse que no fueron los carlistas quienes se pusieron a incendiar logias, sinagogas o sedes de partidos contrarios, sino estos partidos los que emprendieron como un deporte la quema de iglesias, bibliotecas y demás, y con esas y otras actividades terminaron por llevar al desastre a la república y, lo que es mucho peor, al país.
No pude tratarle mucho, pero sí lo bastante para considerarle, y creo que también él a mí, un verdadero amigo.
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