Revista FUERZA NUEVA, nº 140, 13-Sep-1969
MARCUSE, UN MITO
Alrededor del nombre de Marcuse ha habido una excesiva publicidad. Se ha demostrado que la mayor parte de los líderes de los últimos acontecimientos revolucionarios no habían leído a Marcuse antes de 1968
El ídolo de los estudiantes rebeldes no es nada joven: 70 años
En tanto que su análisis de la sociedad industrial tiene evidentemente valor, sus concepciones filosóficas sobre el hombre y la sociedad futura son discutibles y frágiles.
Marcuse no es original en absoluto
Marcuse es peligroso, no por lo que dice sino por lo que calla, a sabiendas.
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Este nombre, conocido antes sólo por algunos raros iniciados, ha llegado a ser, en el solo transcurso de un año, el símbolo de las revueltas estudiantiles que tuvieron en Europa su “clímax”, en París, en el mes de mayo de 1968.
En Berlín, Rudi Dutschke, pronto llamado “Rudi el Rojo”, afirma ser su discípulo, mientras en todas las algaradas universitarias de 1968, los estudiantes, agitando pancartas, exaltan la gloria de las tres M: Marx, Mao, Marcuse. En Francia, en los primeros días de mayo de 1968, Marcuse aparecía en la cubierta del “Nouvel Observateur” bajo el título de “el ídolo de los estudiantes rebeldes”. Todo parece haber arrancado a partir de la traducción al francés de su ensayo: “El hombre unidimensional”, en el cual algunos han querido ver la “biblia” del motín.
Lo cierto es que alrededor del nombre de Marcuse ha habido una excesiva publicidad mientras que su real influencia ha sido mucha más hipotética. Diversas entrevistas han demostrado que la mayor parte de los líderes de la rebelión de las barricadas, Cohn Bendit, Sauvageot, Geismar, no habían leído a Marcuse antes de mayo del 68. Fue a partir del verano de ese mismo año cuando las obras de Marcuse alcanzaron los honores de “bestsellers”.
Hay mucho de propaganda interesada y, bastante también, de una inteligente publicidad alrededor de este nombre, tanto que su personalidad ha quedado, posiblemente a propósito, como entre las brumas de un pasado.
Antecedentes
El ídolo de los estudiantes rebeldes no es nada joven. 70 años. Alemán de origen, nacionalizado norteamericano, nació en Berlín en 1898 en el seno de una familia burguesa judía. Estudiante en la Universidad de Berlín, desde muy joven milita en las filas del partido social-demócrata. Termina sus estudios en Friburgo donde fue alumno del fundador de la fenomenología, Husserl, y allí prepara una tesis sobre Hegel bajo la dirección de Heidegger, el padre del existencialismo. Durante los años 1925 al 1933, participa en las actividades del Instituto de Investigaciones Sociológicas de Francfort, formando parte de un equipo de psicólogos que, con Theodor Adorno. Erich Fromm y Wilhelm Reich, tratan de realizar una síntesis del marxismo y del freudismo, lo que nos explica en parte sus orientaciones ideológicas posteriores.
Cuando llega el poder el nacional socialismo, Marcuse se ve obligado a huir de su país, llegando a los Estados Unidos, donde desempeña cargos de profesor en la universidad de Boston, Columbia, Harvard y, actualmente (1969) en la de California. Durante este período de su vida escribe sus ensayos teóricos y consagra una parte de sus investigaciones a la evolución de la sociedad soviética.
Antes de los acontecimientos de mayo de 1968, Marcuse no es conocido más que por una pequeña y restringida parte de círculos intelectuales. Sus libros corrían entonces por las manos de dos tipos de lectores bien diferentes: Marcuse fue, al comienzo, conocido por los especialistas de ciencias políticas, por su ensayo: “El marxismo soviético”, publicado en la colección “Ideas” que puede ser considerado como un “clásico” sobre este tema. Por otra parte, en 1963, se publica otro ensayo de inspiración neofreudiana, bajo el título de “Eros y civilización” que le permite ser conocido de los marxistas disidentes agrupados alrededor de la revista “Argumentos”, ya desaparecida, y cuyos animadores principales fueron el sociólogo Edgar Morin y el filósofo, que ahora comienza a ser conocido en España, Kostas Axelos. A estas dos obras “El marxismo soviético” y “Eros y civilización” siguen pronto las traducciones de sus ensayos “El hombre unidimensional”, “El fin de la Utopía”, y, finalmente, “Razón y Revolución”.
¿Qué dice Marcuse?
Parece hora de que nos preguntemos ya ¿cuáles son las tesis sostenidas por Herbert Marcuse? ¿Qué nos dice su ideología? Porque resulta que se habla y se habla de Marcuse, y cuando queremos concretar sobre su obra y su pensamiento nos encontramos siempre con una barrera de apasionamiento, adjudicándose todas las ideas más extravagantes que surgen hoy en la mente de cualquiera de nuestros nuevos revolucionarios, como si con estelas de humo quisieran ocultar la realidad de un hecho que se impone, al menos en España: Marcuse es desconocido realmente.
Parece que se pueden distinguir en la obra de Marcuse dos vertientes muy distintas: en primer lugar, una parte crítica, constituida por el análisis de la evolución de las sociedades industriales modernas; y, en segundo lugar, una parte filosófica que quiere ser el fundamento de una antropología y de una sociología nuevas. Pero el interés de ambas vertientes es muy desigual, y en tanto que su análisis de la sociedad industrial tiene evidente valor, sus concepciones filosóficas sobre el hombre y la sociedad futuros son discutibles y frágiles.
La sociedad unidimensional
Esta obra, subtitulada “Ensayo sobre la ideología de la sociedad industrial avanzada”, es realmente una crítica de la sociedad norteamericana, que se tiene como modelo sobre el cual pretenden alinearse todas las sociedades desarrolladas, ya que, para Marcuse, las tendencias que caracterizan la evolución contemporánea de los Estados Unidos pueden ser trasladadas a todas las otras sociedades industriales que, de esta forma, se transformarán en la sociedad unidimensional. Esta parte es, a juicio de los conocedores de la obra entera de Marcuse, la parte más interesante, ya que acentúa ciertos aspectos de la evolución de las sociedades industriales que son, al menos, inquietantes.
La tesis central de Marcuse, a este respecto, reside en la idea de que la sociedad industrial, tal como se construye hoy en los países más desarrollados, es una sociedad que tiende al totalitarismo, es decir, a una sociedad en la cual el aparato tecnológico y económico tienden a integrar y a regir todas las actividades, todas las aspiraciones del hombre, ya sean sociales o individuales, públicas o privadas. Y así se llegará, para Marcuse, a un universo en el cual las funciones de producción, de distribución y de consumo están estrechamente ligadas a un sistema global que manipula las masas y las somete a su racionalidad propia y exclusiva. Un totalitarismo de la “producción por la producción” al que se subordina la unión de los mecanismos sociales, políticos e ideológicos.
“En esta sociedad, escribe Marcuse, el aparto de producción tiende a ser totalitario, en el sentido de que él determina las actividades y las actitudes que implica la vida social, así como las aspiraciones y necesidades individuales” y agrega “el aparato hace pesar sus exigencias económicas, su política de defensa y de expansión tanto sobre el tiempo de trabajo como en las horas libres; en el dominio de la cultura material como en el de la cultura intelectual”.
Para Marcuse, la evolución de las sociedades industriales estará caracterizada por dos fenómenos: primeramente, la movilización total del hombre al servicio de fines productivistas del sistema económico y tecnológico; y, en segundo lugar, la eliminación o la integración de todos los que pudieran constituir elementos de resistencia a la dinámica de este totalitarismo productivista.
Marcuse niega, además, todo significado optimista a una transformación de la sociedad industrial a base de que la clase obrera tenga un acceso más amplio a las palancas de mando del sistema, lo que para él en nada modificará la naturaleza fundamental de la sociedad industrial, ya que, entonces, “los trabajadores serán una fuerza afirmativa, un sostén para el sistema.
Lo curioso de la tesis es no su enunciado sino lo que, para Marcuse, supone el mecanismo de adaptación de la masa a este totalitarismo. La sociedad industrial es, para él, una sociedad represiva pero -no es terrorista-, la lucha contra ella es “interior”. Los individuos integrados pierden poco a poco la conciencia del carácter represivo de este mundo, refrenan sus necesidades “vitales” en provecho de necesidades superfluas y artificiales. Los individuos son persuadidos de que la satisfacción de estas necesidades artificiales es absolutamente indispensable para vivir su vida de hombres. Lanzados a la persecución de estos objetivos y de estos servicios, con los que identifica su destino, el hombre “unidimensional” queda así maduro para integrarse en cuerpo y alma en el ciclo “producción-consumo”.
La violencia abierta, la oposición directa, son así reemplazadas, para Marcuse, por una nueva y más sutil forma de opresión, que no es impuesta directamente desde el exterior a los individuos, sino que se impone a ellos como una especie de autodisciplina cuyo carácter represivo y alienante se les escapa. “Las gentes -escribe Marcuse- se reconocen en sus mercancías, ponen su alma en su automóvil, en su televisión, sus electrodomésticos”.
Las conclusiones de Marcuse son claras. Para él, las sociedades industriales avanzadas tienden a transformarse en sociedades totalitarias y opresivas que mutilan al hombre en la satisfacción de ciertas de sus necesidades vitales, pero con esta característica original: que las víctimas de esta dominación, condicionadas, participan voluntariamente en su consolidación, inconscientes, como están, de su alienación en el sistema, convenciéndose, gracias a los modernos medios de “mass communication”, que la sociedad establecida es la mejor posible. Por supuesto que Marcuse no hace excepción alguna con la sociedad soviética, ya que, según él, si los métodos son diferentes, la tendencia es la misma: el totalitarismo económico y tecnológico, como en las demás sociedades industriales.
¿Tiene razón?
Marcuse tiene una parte de razón. Hay en su tesis una parte de verdad. También es cierto que él se encarga de acentuar ciertos puntos de vista, con lo que consigue dar una visión, al menos inquietante, sobre las sociedades contemporáneas.
Ciertos de sus análisis pueden ciertamente ayudar a descifrar algunos fenómenos de nuestro tiempo. El análisis de Marcuse relativo a la evolución de la “cultura superior” puede dar una pista para comprender la crisis que actualmente atraviesa el cristianismo. Es lícito preguntarse si las corrientes “secularistas” y “horizontalistas” que sigue hoy parte del mundo cristiano no son sino efecto de tentativas inconscientes para integrar el cristianismo en el universo “unidimensional” de las sociedades industriales. Despojando a la fe cristiana de su dimensión sobrenatural, de su sentido de trascendencia, estas corrientes contribuyen -cualesquiera que sean las intenciones de sus sostenedores- a neutralizar lo que el cristianismo -en la medida en que es una esperanza tendida sobre otro mundo- puede tener de inadmisible para la sociedad unidimensional.
Queda la tesis central de Marcuse. ¿Las sociedades industriales presentan esta tendencia al totalitarismo que él describe? Sin llegar a las afirmaciones categóricas que él hace, parece que se puede responder afirmativamente.
Que las actividades económico-profesionales sean para la mayor parte de los hombres de hoy cada vez más y más absorbentes, que estén más y más engarzadas en el engranaje del ciclo producción-consumo, parece innegable. Y hay que estar de acuerdo con Marcuse cuando deplora la privación de silencio, de soledad, de libertad interior, que impone el ritmo de la vida moderna. Parece igualmente difícil de contrarrestar que existe para el hombre contemporáneo una amenaza real de verse reducido a su sola función de productor-consumidor, en una sociedad que tiende a tomarlo totalmente a su cargo y a movilizar a su servicio todas sus energías, tanto en el trabajo como en el descanso. El riesgo de estar integrado en “esta inmensa jaula de libertades cautivas en los engranajes de esta sociedad técnica” ha sido muy bien descrito recientemente por el P. Danielou.
Pero lo mejor del caso es que, como ocurre con frecuencia en los más “modernos” pensamientos y pensadores, Marcuse no es original en absoluto. Con algunas variantes, estos análisis sobre las tendencias totalitarias de las sociedades industriales se encuentran en otros autores anteriores a Marcuse. Y así, en Francia, puede verse un real paralelismo entre las ideas marcusianas y las de Jacques Ellul, en sus obras “La technique ou l’enjeu du siecle”, “Les propagandes”, “L’illusion politique” y también en “La metamorphose du bourgeois”.
En los mismos Estados Unidos, se puede citar al economista John Galbraith, quien, en su último libro “El nuevo Estado industrial”, considera también que el hombre contemporáneo se encuentra amenazado de transformarse en pensamientos y actos en el servidor ciego de la máquina económica y técnica que él mismo ha creado. “Nuestras necesidades estarán influenciadas en razón de las exigencias del sistema industrial, igualmente los actos del Estado; la educación será adaptada a las necesidades industriales, y la disciplina que requiere llegará a ser la moral convencional del sistema”.
Todavía se puede encontrar un ejemplo más reciente en el último mensaje de Navidad de Su Santidad Pablo VI: “El hombre de hoy se apercibe de que toda la construcción del sistema económico y social, que edificó penosamente con soberbios resultados prácticos, amenaza convertirse en su prisión y privarle de su personalidad, para reducirle al papel de instrumento mecánico de la gran máquina de producción: ésta le ofrece múltiples y maravillosas mejoras exteriores, pero, al mismo tiempo, ella le sujeta a un colosal aparato de dominio. Nacerá así una sociedad rebosante de bienestar material, satisfecha y alegre, pero privada de ideales superiores que dan sentido y valor a la vida”.
Thierry Maulnier escribió hace más de cuarenta años y con el título de “Posición contra América”, un libro en el que se dicen cosas como éstas: “Todos están dedicados al esfuerzo de consumir y producir y se puede asistir al inédito espectáculo de una sociedad tomando enteramente posesión del hombre, conduciéndole como al ganado a su trabajo y su descanso. El esfuerzo el hombre está consagrado todo entero a mantener regularmente, según el ritmo siempre implacablemente más rápido, este equilibrio de producir más de lo que se consume y consumir todo lo que se produce”.
En resumen, el Marcuse del hombre “unidimensional” -quédese para otra ocasión el Marcuse filosófico, freudiano y antropológico- lleva, en parte razón, pero, como muchos pensadores, Marcuse es muy cuco y carga las tintas en aquello que le interesa para cimentar su tesis. No es original, puesto que ya hemos visto -y al curioso que lo desee, le remitimos a las obras anteriores a él que hemos citado- que coge ideas de aquí y allá, y es para nosotros terriblemente olvidadizo.
Aquí está, aquí reside, lo peligroso de Marcuse, en el premeditado olvido de que, ante la sociedad industrial que nos presenta con tintas tan oscuras, la única solución es la fe en otra vida, con otros valores, en otras necesidades. La religión católica puede ser el único y más importante antídoto contra esa sociedades “unidimensional” que Marcuse nos presenta.
Marcuse lo sabe. Y lo calla.
B. Cuadrado
(Para este trabajo, el autor ha tomado notas de otro, muy extenso, debido a la pluma de Jean Luc Bayle). |
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