Revista FUERZA NUEVA, nº 95, 2-Nov-1968
EL MITO DE MARCUSE
Por Julius Évola
El caso de Marcuse es interesante como ejemplo del modo en que nuestros días se forma un mito. Ahora en Italia se habla mucho de Marcuse: es casi de rigor, para estar “à la page”, en ciertos ambientes “intelectuales” en torno a la “café society”, mientras que en otras partes el mito empieza ya a declinar. Así, por ejemplo, en Alemania, después de haber sido introducido Marcuse, pero sin que él lo quisiera, en la fórmula de las tres “M” (Marx, Mao, Marcuse) del “movimiento estudiantil”, parece que recientemente ha sido silbado.
La fuerza del mito de Marcuse está en haber cristalizado un confuso impulso de rebelión que, carente de principios, ha creído encontrar en él su filósofo sin preocuparse de ver claro, de separar lo positivo de lo negativo en un estudio serio. En realidad, Marcuse puede haber dado una contribución válida a la crítica de la civilización moderna, pero a ese respecto constituye solamente la continuación de un grupo de pensadores que desde hace tiempo la habían comenzado, pero sin que Marcuse ofrezca algo consistente como contrapartida, de modo que pueda servir de bandera.
Contra la sociedad opulenta
Sabido es que Marcuse ha descrito un crudo cuadro de la “sociedad industrial más avanzada” tecnológicamente y de la “civilización de los bienes de consumo”, denunciando sus formas de nivelación, de servidumbre y condicionamiento opresivo; un sistema de dominio, que aunque sea anodino, aunque no recurra al terror y a la imposición directa, aunque, por el contrario, se realice bajo el signo del bienestar, de la máxima satisfacción de las necesidades y de una aparente libertad democrática, no por eso tiene un carácter menos “totalitario” y destructivo que el de los sistemas comunistas. El resultado es un “hombre de una dimensión”, o mejor dicho: de dos dimensiones, porque la que le falta es propiamente la tercera dimensión, la dimensión de la profundidad. Marcuse lleva su análisis también a los dominios particulares y muestra, por ejemplo, que el “funcionalismo” ha invadido, incluso, el campo del pensamiento especulativo y científico, quitando al saber todo carácter metafísico, integrándolo todo en un “racionalismo” instrumentalístico, elástico y omnicomprensivo hasta el punto de acabar con todas las fuerzas centrífugas y anticonformistas.
En todo eso, Marcuse no ha dicho nada verdaderamente nuevo. Los antecedentes de esta crítica se encuentran ya en un De Tocqueville, en un J. S. Mill, en un A. Siegried, en el mismo Nietzsche. La idea de la convergencia destructiva del sistema comunista y del sistema democrático americano, nosotros mismos la habíamos indicado en el libro “Rebelión contra el mundo moderno”, publicado en 1934 en Italia, en 1935 en Alemania. Se había hablado también de dos formas, homologables, de “totalitarismo nivelador”, una “vertical”, definida por una presión directa ejercida por un poder visible, otra “horizontal”, debida al conformismo social.
La “gran recusación”
Se puede decir que Nietzsche había previsto ya desde principios de siglo el desarrollo señalado por Marcuse, en las breves incisivas frases dedicadas al “último hombre”: “Está próximo el tiempo del más despreciable de los hombres, que no sabe ya despreciarse a sí mismo”, “el último hombre de la raza pululante y tenaz”. “Nosotros. hemos inventado la felicidad, dicen, parpadeando, los últimos hombres”; han abandonado “la región donde la vida es dura”. Pero, ¡qué fondo más diferente se encuentra detrás de estas formulaciones de un verdadero rebelde aristocrático de gran altura! La contribución específica de Marcuse se reduce el examen esmerado de las formas específicas mediante las cuales la civilización tecnológica del bienestar ha sido la formación sistemática de esta raza del “último hombre”. Además, es también positiva, en sus argumentos (aunque, por razones obvias, no siempre bien señalada), la desmitificación de la ideología marxista: la civilización tecnológica elimina la protesta proletaria marxista; elevando cada vez más el nivel material de la vida de la clase obrera, satisfaciendo cada vez más sus necesidades y el deseo de un bienestar burgués, dicha clase la asimila y la incorpora al “sistema”.
Todo esto parece llevarnos a un callejón sin salida. De un lado, Marcuse habla de un mundo que tiende a ser el de una administración total que absorbe a los mismos administradores, que se autonomiza por lo tanto (ya W. Sombart había hablado del “gigante desencadenado” refiriéndose a los desarrollos involuntarios del alto capitalismo). De otro lado, dice que ya no viene al caso hablar de “alienación” porque tenemos un tipo humano que se ha adecuado existencialmente a su situación haciendo coincidir lo que es con lo que quiere ser, por lo que carece de todo punto de referencia para advertir una “alienación”. La libertad en un sentido íntegro, diferente de la que todavía se admite en el “sistema”, tendría que pagarse a un precio absolutamente exorbitante y absurdo. Nadie piensa en renunciar a las ventajas de la civilización del bienestar y de los bienes de consumo por una idea abstracta de la libertad. Así se debería forzar al hombre a ser “libre”.
Entonces, ¿con qué sustancia humana se puede contar y cuáles son las ideas que se pueden invocar para la “contestación global”, para “la Gran Recusación”? Llegados a este punto, en Marcuse todo se vuelve inconsistente. No querría impugnar la técnica, pero desea vivamente un uso diverso de ella; por ejemplo, para ayudar a pueblos y estratos sociales desheredados y en miseria. No se percata de que eso, en el fondo, sería hacerles un pésimo favor; se eliminaría su “protesta”, absorbiéndolos en el “sistema”. Efectivamente, se observa que el “Tercer Mundo”, al liberarse y al “progresar” no hace otra cosa que tomar por modelo e ideal al tipo de sociedad industrial avanzada, dirigiéndose así hacia la misma trampa. De ahí, también, la ilusión de los maoístas: se paran en la fase “heroica” de una revolución que quiere hacer tabula rasa, como si esa fase pudiera eternizarse y como si se pudiera infundir a las masas el constante desprecio del “podrido bienestar de las civilizaciones imperialistas”, en el supuesto de que eso fuese realizable (por lo demás, China no es sólo la de los guardias rojos, turbulentos enemigos de las superestructuras de partido, sino también la que se está industrializando, incluso hasta poseer la bomba atómica; cosas éstas que Marcuse hace entrar en una “civilización represiva”). En Rusia hemos visto cómo aquella fase “heroica” ha dado paso, poco a poco, a una tecnocracia en la que, de nuevo, la perspectiva del “bienestar” a lo burgués es utilizada como estímulo.
Tiene toda la razón Marcuse cuando dice que habría que “volver a definir y dimensionar las necesidades” excluyendo las parasitarias que favorecen la creciente y voluntaria servidumbre del hombre, y que habría que limitar la superproducción. Pero, ¿cómo y en nombre de qué? Detener al “Gigante Desencadenado”, contener al “sistema”, sólo sería posible a partir de un poder superior, de un poder político ordenador por encima de lo económico, cosa que sólo en pensamiento horrorizaría a Marcuse, enemigo declarado de toda forma de autoritarismo.
Sociología del placer
Marcuse quiere hacer saber que para él “la liberación de la sociedad opulenta no es una vuelta a una saludable, vigorosa pobreza, a la pureza moral y a la sencillez”. Por el contrario, lo que él propone es bastante semejante a una fantasía inconsistente (con el complejo obsesivo de la “pacificación” a toda costa), porque no reconoce valor alguno como puntos de referencia motivacionales. Para convencerse de ello, basta leer su libro menos conocido, Eros y civilización. Según él, resulta sin ningún género de duda que el único hombre que él concibe es el de Freud, un hombre determinado constitucionalmente por el “principio del placer” (Eros, libido) y por el de la destructividad (Thanatos); que toda ética que no sea la de la satisfacción de tales impulsos tendría un carácter “represivo” y se derivaría de la interiorización, en el llamado Super-Yo (el tirano interior), de las inhibiciones externas y de las que dependen de complejos ancestrales. Marcuse traza toda una sociología que deduce precisamente del hombre freudiano todas las estructuras político-sociales, en términos que a veces son verdaderamente delirantes.
¿En nombre de qué se exigiría, pues, la “Gran Recusación”, dado que todo principio heroico y ascético es estigmatizado y aplastado con erróneas interpretaciones freudianas? ¿El ideal de la “personalidad” para Marcuse, que se opone a los psicoanalistas “revisionistas” (Jung, Fromm, Adler, etc.), no es acaso el de “un individuo deshecho que ha interiorizado y utilizado con éxito la represión y la agresión”(sic)? Un ejemplo por todos, Hendrich había hablado de un ejército que continúa combatiendo “sin pensar en victorias o en un futuro agradable, por una sola razón, porque el deber del soldado es combatir y ésta es la única motivación que tenga un significado… y otra prueba de la voluntad humana”. Pues bien, para Marcuse se trataría, por el contrario, del colmo de la alienación, de la “pérdida completa de toda libertad instintiva e intelectual”, “la represión convertida no en segunda, sino en primera naturaleza del hombre”; en una palabra, una “aberración”.
Todo comentario sobra. Para Marcuse, libertad y felicidad son una sola cosa, freudianamente, con la satisfacción de las exigencias de la propia e inmutable naturaleza instintual, en la que el elemento “libido” está naturalmente en primer plano. Todo lo que Marcuse sabe proponer es un desarrollo de la técnica que dé al hombre una cantidad creciente de tiempo libre, no sujeto al “principio de la prestación”; entonces podrá dirigir los propios instintos no a aquellas satisfacciones directas que serían catastróficas para una sociedad ordenada, sino a satisfacciones vicariantes o transferidas, en términos de juego, de imaginación, de una orientación “órfica” (panteística-naturalista con matices rusonianos) o “narcisista” (estetizante -ésta es la terminología usada-). Más o menos son los mismos campos marginales que Freud había ya indicado, en términos de una compensación y en el fondo de una evasión, en el caso del individuo. Marcuse no tiene en cuenta el hecho de que la sociedad tecnológica ya ha ideado la organización sistemática para la ocupación de todos estos “tiempos libres”, ofreciendo al hombre las formas estandardizadas y estúpidas relacionadas con el deporte, con la televisión, el cine, la cultura de los periódicos y de los Reader’s Digest, y cosas semejantes.
Anarquismo estéril
Sacar de todo esto una bandera válida para la “Gran Recusación” es naturalmente ridículo. Aquello de lo que depende todo lo demás es la concepción del hombre. La freudiana, seguida por Marcuse, es totalmente errónea. Así, pues, si se hace el balance del mito, el resultado es aproximadamente éste: una rebelión legítima, pero sin una contrapartida positiva y sin esperanzas. Así, la única solución lógica es la anarquía. Quizá por esto, Marcuse ha acabado por ser abucheado en Berlín, ciertamente por los radicales de la protesta. Terminada la “protesta” de tipo marxista y obrero, queda la revolución de la nada. Es significativo que en los últimos desórdenes de Francia (1968), junto a las banderas rojas comunistas aparecieran las banderas negras de los anarquistas, como es también significativo que en tales manifestaciones, y no sólo en Francia, se hayan verificado formas de puro desenfreno salvaje y destructor. Es inútil, por lo tanto, hacerse ilusiones optimistas respecto a la tan frecuentemente fetichizada juventud, sea o no estudiantil, si no cambia la situación de base. Una rebelión sin aquellos principios superiores que el mismo Nietzsche había a su modo evocado en la parte válida de su pensamiento, por no hablar de las contribuciones aportadas por los exponentes de una revolución de derechas, lleva fatalmente al nacimiento de fuerzas de un orden todavía más bajo que el de la subversión comunista, incluso si ésta intenta instrumentalizarlas. Con la eventual afirmación de estas fuerzas se cerraría todo el ciclo de una civilización condenada, si no surge un poder superior y si no se reafirma la imagen de un tipo humano superior.
J. Evola
(Tomado de la revista “Il Borghese”) |
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