SIN MORDAZA Y SIN VELOS Por qué "progres" y derechas hacen frente común por la inmigración
¿Es la lucha frente a la inmigración descontrolada la nueva guerra de clases del siglo XXI? Josep Anglada, líder de PxC, analiza en un libro de próxima aparición el "populismo identitario".

El fenómeno de la inmigración en España es bastante tardío. Comienza realmente en 1999 y apenas unos años después, el 31 de diciembre de 2008, ya teníamos 4.473.499 extranjeros con certificado de registro o tarjeta de residencia; sin contar con los irregulares. ¡Cuatro millones y medio en apenas nueve años! ¡Y la velocidad de entradas es creciente! Entre 2005 y 2008, según el Instituto Nacional de Estadística, el número de inmigrantes legales en España se incrementó nada menos que un 20,27%. En 2008, en pleno tsunami económico, según el Ministerio de Trabajo los visados extendidos en las Oficinas Consulares de España en el exterior fueron un 5,54% más que en 2007.

Desde luego la inmigración no ha sido un fenómeno que se haya vivido en nuestro país de forma homogénea en todas las Comunidades Autónomas. Más de la mitad de los inmigrantes viven en la Cuenca Mediterránea, esto es, Cataluña, Comunidad Valenciana, Islas Baleares, Murcia, Almería y Málaga; otro 17% en Madrid. En nueve provincias (Gerona, Tarragona, Lérida, Barcelona, Castellón, Alicante, Almería, Madrid, La Rioja y Baleares) están próximos o superan ligeramente nada más y nada menos que el 20% de la población.

Se calcula que hacia el 2015, los extranjeros residentes en España representarán, aproximadamente, el 25% de la población total (incluyendo aquí a los inmigrantes finalmente nacionalizados), según los datos obtenidos de la Encuesta sobre Condiciones de Vida y de Trabajo de la Población Inmigrante en España, elaborado en 2007 por el "Grupo de Tendencias Sociales", de la Fundación Sistema, perteneciente al PSOE y presidida nada menos que por Alfonso Guerra.

Si comparamos con los países de nuestro entorno, como acabamos de hacer, tanto la intensidad como la rapidez con que se ha producido el problema inmigratorio en España, no podemos hablar de un simple fenómeno que sufren por igual todas las naciones occidentales o europeas. Aquí tiene las dimensiones propias de una verdadera invasión.

Muchos dirán que exagero. Piensan que las invasiones tienen una dimensión bélica, un componente militar que, en efecto, aún no hemos visto que se asome a nuestras fronteras. Los inmigrantes, ciertamente, no llegan subidos en carros de combate y con las ametralladoras en ristre, aunque algunos sí lo hacen agrupados en bandas criminales de origen terrorista o simplemente mafioso. Sin embargo, la historia está llena de migraciones gigantescas que asolan los pueblos y las culturas autóctonas de las nuevas zonas conquistadas. El caso de la caída del Imperio Romano o la islamización de España en el siglo VIII son en efecto ejemplos de cuanto acabo de decir. Un país que en apenas diez años cambia su fisonomía demográfica con la profundidad con lo que lo ha hecho este, por culpa de auténticas oleadas inmigratorias que llegan sin ningún dique de contención, no puede mirar para otro lado ignorando la verdadera raíz del problema que nos ocupa. No podemos actuar como si no ocurriera nada. Pero, por desgracia, eso es precisamente lo que están haciendo nuestras élites políticas, administrativas, intelectuales, sindicales…

Naturalmente los miembros de esas élites no padecen los problemas cotidianos que los ciudadanos, que el pueblo, tiene que afrontar debido a esta invasión de inmigrantes. Ellos viven en barrios exclusivos y elegantes en donde los inmigrantes no se asientan; sus casas cuentan con protección adicional por parte de la seguridad privada; no utilizan los transportes públicos masificados e inseguros; llevan a sus hijos a refinados colegios de pago en donde no se dan problemas de convivencia; disponen de tarjeta sanitaria privada por lo que no tienen que esperar largas listas de espera en los hospitales públicos; cuando se jubilen no dependerán de la salud de la hacienda estatal porque tienen suscritos planes de pensiones o seguros de jubilación y, en fin, observan desde su cómoda y desahogada posición la masiva arriada de inmigrantes como una bendición llegada del cielo, porque gracias a ella disponen de un barato servicio doméstico y de personas que cuidan a sus padres ya ancianos. Sin embargo esa no es la vida de la mayoría de nuestro pueblo. ¡Ni mucho menos!

Es fácil hablar de la inmigración desde esas confortables atalayas construidas con la argamasa de los privilegios. Y todavía más fácil acusar a Anglada de racista sólo porque soy una voz disonante. La perspectiva de ellos es completamente distinta a la de personas como las que viven en El Raval, en Barcelona, o Tetuán, en Madrid, que han visto cómo se degradan sus barrios en proporción directa a la llegada de inmigrantes hasta el punto de haberlos convertido en auténticos guetos en donde los verdaderos extranjeros son, finalmente, los autóctonos. O la de aquéllos padres hondamente preocupados porque sus hijos no tienen otra posibilidad que ir a colegios en donde se tolera el velo para las niñas, se consiente a los "latin kings" apropiarse de los recreos o sencillamente el tempus educativo se retrasa, porque hay alumnos que ni siquiera entienden nuestra lengua, con el consiguiente deterioro de la calidad educativa que percibe el resto. Sí, las ópticas son muy distintas porque los intereses también lo son. De nuevo asistimos a un nuevo ejemplo de la brecha enorme que separa a nuestros dirigentes del pueblo que los elige. Y una vez más, en efecto, nos topamos con el intento de imponernos por parte de esa élite lo que debemos o no pensar sobre este asunto, so pena de incurrir en el grave delito de ser políticamente incorrectos.

Esas élites no son coherentes. Son, sencillamente, interesadas. Si fueran coherentes con lo que dicen y con lo que nos obligan a pensar a los demás, llevarían a sus hijos a los colegios públicos en donde se vive el problema de la inmigración. Irían a sus trabajos en transportes públicos. Prescindirían de sus medidas de seguridad y de sus lujosas tarjetas sanitarias. Compartirían, pues, la "oportunidad maravillosa" que según ellos es la inmigración. No. Ellos actúan precisamente como no quieren que se comporte el resto de la sociedad: construyendo murallas alrededor de bonitos jardines en donde esos problemas quedan tan lejanos que les parecen "oportunidades".

En cambio, eso sí, son interesados. Y aquí, en efecto, los intereses pueden ser muy variados pero coincidentes en el objetivo. En primer lugar, para aquéllos que definimos en capítulos anteriores como "progresistas de laboratorio social", la inmigración constituye una oportunidad para borrar todo lo que nuestro pueblo es en base a su tradición, costumbres, usos, frutos de nuestra generación espontánea a lo largo de la historia. Ellos no se sienten identificados con la esencia de nuestra comunidad, con nuestra identidad, ya que querrían cambiarla por completo para conducirnos a una sociedad perfecta que han diseñado en su cabeza. Luego, por tanto, les será grato todo lo que suponga la posibilidad de lograr sus fines.

Rodríguez Zapatero, fiel a su papel de sí mismo, dijo en septiembre de 2001 en el Congreso de los Diputados que "la inmigración no es un problema que se pueda solucionar, sino un fenómeno que se ha de gestionar". Conforme a esta línea argumental, la "gestión" de la inmigración requiere la socialización de los nuevos miembros: y esa es una oportunidad única para que los progresistas diseñen e implementen en el sistema educativo una tabla ideológica con la que adoctrinar a nuestros hijos, la "Educación para la Ciudadanía", justificada por tanto en la necesidad de que los recién llegados tienen que ser educados en nuestros valores. Que no son los nuestros, sino los de ellos, los de esos progresistas de salón que pretenden sustituir nuestra identidad por su ideal preconcebido. Nuestros valores, insisto una vez más, son los que nacen de la generación espontánea a lo largo de la historia; los suyos son los que germinan en las probetas de un laboratorio político. Los nuestros se difunden por medio de la familia; los de ellos, a través de la politización del sistema educativo.

Por otra parte, para este mismo sector ideológico, la inmigración y especialmente la de origen islámico, es un aliado insustituible para abordar el proceso de des-cristianización de nuestra sociedad. O lo que es lo mismo, para socavar los cimientos de nuestra comunidad. Esta operación se efectúa por la conjunción de un doble procedimiento. De una parte, se resta relevancia a la Iglesia Católica mediante el impulso generalizado de la construcción de mezquitas y la progresiva sobrevaloración de la importancia de esa religión en nuestra sociedad, olvidando que es una fe de residentes pero no, salvo una diminuta minoría, entre los ciudadanos; de otra, se contraponen ambas visiones religiosas para que el resultado de dicha suma sea cero. Es decir, como los valores cristianos son distintos y muchas veces contrapuestos a los de los musulmanes, la única opción válida que permitiría la convivencia pacífica de unos y de otros sería la de recurrir a los valores ateos del pensamiento materialista que es, precisamente, el de ellos.

Para la teórica derecha, anclada en un liberalismo mal entendido, la inmigración ocasiona la oportunidad de que nuestras empresas obtengan más beneficios. Los liberales han fallado a la hora de calibrar el fenómeno inmigratorio y sostienen todavía hoy que no se debe limitar el tránsito de seres humanos, como tampoco el de los capitales o el de las mercancías. La inmigración masiva es fruto de la globalización económica y, en tanto que los mercados se liberalizan, generan más riqueza para todos. Sin duda, la llegada masiva de inmigrantes ha operado en nuestra economía como una auténtica reforma del mercado de trabajo sin que hayamos tenido que hacerla de manera oficial mediante leyes que, probablemente, habrían generado conflictividad laboral auspiciada por los sindicatos miopes que tenemos. Estas reformas encubiertas son, de un lado, la moderación salarial derivada de la entrada de cientos de miles de trabajadores dispuestos a contratar por sueldos menores; y de otra, la flexibilidad del mercado de trabajo al incorporar a una población activa dispuesta a una mayor movilidad territorial y a aceptar contratos menos rígidos. Como es natural, a esta tesis se ha apuntado sin demasiadas consideraciones buena parte de la patronal, arrastrada por el cortoplacismo y desoyendo, en fin, cualquier argumento que previera que sus efectos económicos negativos pudieran superar en algún momento a los positivos.

No se trata de que los inmigrantes hayan accedido a los empleos que los trabajadores autóctonos no quisieran desempeñar. Ese es un tópico que, como veremos más adelante, se cae por su propio peso cuando analizamos fríamente las estadísticas. En cambio, se trata justamente de que lo han hecho en unas condiciones salariales y contractuales en las que, en efecto, nuestros trabajadores no habrían aceptado porque suponían pasos hacia atrás en sus derechos adquiridos. Y aquí es donde los sindicatos de clase han vuelto a demostrar por enésima vez que les importa un pimiento los intereses de los trabajadores. De un lado, porque han priorizado su vertiente ideológica sobre el pragmatismo de servir a los asalariados. Ellos están de acuerdo con los progresistas en las oportunidades ideológicas que representa la inmigración. De otro, han sido incapaces de enfrentarse a sus consecuencias laborales –la reforma de facto de las condiciones del mercado de trabajo- porque en el fondo han visto que los inmigrantes pueden ser un nuevo caladero de afiliados (y por tanto, de "cotizantes") con los que sostener sus propias estructuras orgánicas de liberados y dirigentes bien remunerados.

De este modo llegamos a explicar por qué la inmigración ha sido un motivo de consenso amplio entre las élites. En efecto, tanto la pretendida izquierda como la supuesta derecha han mantenido una especie de "consenso de mínimos" en relación al problema inmigratorio, como si verdaderamente se tratara de una Política de Estado al estilo de la antiterrorista o la internacional. Nadie ha querido tirar de las alfombras, ningún político se ha atrevido –salvo declaraciones esporádicas y en todo caso más para la galería que como consecuencia de un análisis sincero del asunto—a oponer un discurso razonado diferente al predominante. Todos han dado por supuesto de que la inmigración tiene más aspectos positivos que negativos y que, incluso aunque no fuera así, nada puede hacerse para sujetar nuestras fronteras.

Sin mordaza y sin velos (Editorial Rambla), libro de Josep Anglada, máximo dirigente de Plataforma per Catalunya, aparecerá en breve.

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