Matemos al cerdo de Carrillo (Artículo escrito por un rojo, pero que no tiene desperdicio...)

La frase del título corresponde a una consigna que los franquistas a las órdenes de Manuel Fraga Iribarne y de Blas Piñar hicieron famosa, a fuerza de pintarla en las paredes de las ciudades de las Españas, allá por los últimos años de la década de los 70. Junto a ella, era frecuente encontrar otra que, desdramatizando a la anterior, rezaba: “Carrillo: Te quieren matar el cerdo”. Eran otros tiempos.

Sin embargo, cosas de la edad, Santiago Carrillo vuelve a estar de actualidad. El sorprendente homenaje que le dedicaron hace unos días sus amigos del grupo PRISA, de la farándula, y algunos francotiradores (en el caso de Rodolfo Martín Villa, sería más propio hablar de caudillotirador), lo ha vuelto a colocar en el “candelabro”, que diría alguna freak metrosexuada.

La cosa es que, por uno u otro motivo, este hombre no pasa de moda. A sus noventa años, el que fuera máximo dirigente del Partido Comunista de España entre 1960 y 1982 ha regresado a las portadas de los periódicos a cuenta de la marimorena montada a propósito de la retirada de la estatua ecuestre del dictador Franco de la plaza madrileña de San Juan de la Cruz (en la que llevaba, impasible el ademán, desde 1959), y que ha sido interpretada como un último regalo a su persona. Para acabar bien la fiesta, o sea.

Dicen que José Luis Rodríguez Zapatero le rindió honores “por lo que es, no por lo que ha sido”. Tiene mucha razón el presidente en renegar del pasado de don Santiago (aunque viniendo los remilgos del sucesor de Felipe González, se podría añadir aquello de “dijo la sartén al cazo”), porque, la verdad, este hombre ha sido muchas cosas... y casi ninguna buena.

Santiago Carrillo Solares ingresó en las Juventudes Socialistas de la mano de su padre, destacado militante del PSOE, quien también lo “recomendó” en el periódico El Socialista, donde trabajó como reportero desde 1928 hasta 1934, cuando fue nombrado secretario general de la organización juvenil. Ese mismo año tuvo lugar en Asturias la llamada Revolución de Octubre, en la que participó y que le costó dos años de prisión.

En 1936, el año de la sublevación fascista contra la II República, el joven Carrillo promovió la unificación de las juventudes socialistas y comunistas, formando las Juventudes Socialistas Unificadas, para, a continuación, ingresar en el Partido Comunista de España con toda la militancia juvenil del PSOE, al mejor estilo del flautista de Hammelin.

Con la aportación de tan apetitosa “cartera de clientes”, entró Santiago por la puerta grande de la organización bolchevique. Tanto es así que, en plena guerra, pasó a formar parte del Comité Central del PCE y a integrar la Junta de Defensa de Madrid. Por entonces, tuvieron lugar determinados hechos, cuya responsabilidad le imputa la derecha, y que pueden ustedes conocer cualquier día a cualquier hora sintonizando la cadena COPE, pues no pasa una jornada sin que Federico Jiménez Losantos o César Vidal saquen a colación el martirologio de Paracuellos del Jarama. Ya saben, para intentar compensar lo incompensable.

Tras la derrota de las fuerzas republicanas, partió hacia el exilio y se instaló en la URSS, desde donde siguió participando en la dirección del PCE, sobre todo, tras suceder a Dolores Ibarruri Pasionaria al frente de la secretaría general.

Aquí fue Troya. Absolutamente plegado a las directrices de un Kremlin leninista sólo de boquilla, dedicó autoridad, influencia y esfuerzos a la liquidación de la heróica resistencia guerrillera contra el franquismo que, a un altísimo precio, se mantenía en las Españas. El vehículo empleado para acabar de un plumazo con el maquis y con la dignidad, fue la estrategia política de “reconciliación nacional”, que aplicó a partir de 1956.

Mención aparte merece la purga que llevó a cabo en 1964 con sus camaradas “desviacionistas de derechas”, entre los que se hallaban personajes tan conocidos como Fernando Claudín o Jorge Semprún y que, a la luz de los hechos posteriores, hay que concluir que fueron sólo unos precursores del propio Carrillo en la huida hacia el cálido y muelle posibilismo.

Algún tiempo después, tras la Primavera de Praga de 1968, Santiago Carrillo condenó la ocupación de la díscola Checoslovaquia por la URSS, lo que supondría el primer síntoma de su alejamiento de Moscú y el acercamiento a las posturas del Partido Comunista de Italia que, dirigido por Enrico Berlinguer, comenzaba a encaminarse hacia lo que se conocería como eurocomunismo.

Después de la muerte del dictador Francisco Franco, Carrillo pactó con los poderes fácticos fieles al monarca (contando, claro está, con el visto bueno de la propia Corona) la futura legalización del PCE al tremendo precio de la renuncia unilateral a la justicia histórica. Tras representar para la galería el papel protagonista de la obrita teatral que supuso su detención, con peluca de atrezzo incluida, en 1976 regresó a España para quedarse. Tan sólo doce días estuvo retenido el “peligroso comunista”.

Al fin, todos cumplieron su parte del denigrante trato y el PCE fue legalizado el 9 de abril de 1977, Sábado de Gloria según el calendario católico. Aquel año fue decididamente malo para la dignidad de unas bases que lo habían dado todo luchando por un mundo mejor. Los burócratas, ya sin necesidad de usar careta, coparon los puestos de decisión y se encargaron de que se hiciera efectiva la moderación prometida y el “comportamiento democrático”. Y se aceptó la enseña roja y gualda de la monarquía. Y al rey borbón designado por Franco.

El 15 de junio, tuvieron lugar las primeras elecciones desde la República, con algunos partidos aún sin legalizar. Santiago Carrillo Solares fue elegido diputado por Madrid, y lo volvería a ser en 1979 y en 1982, pero los resultados obtenidos por el Partido Comunista no se correspondieron con las lógicas expectativas de quienes habían puesto la mayor parte de la carne en el asador de la lucha contra la dictadura. Fue el PSOE el que, sin haber dado prácticamente señales de vida en la clandestinidad, se llevó el gato al agua. Se cumplía así la estrategia, decidida en las más altas esferas, de la “normalización democrática” de las Españas al estilo europeo, con monarquía parlamentaria y, sobre todo, con el necesario bipartidismo.

El goteo de abandonos se transformó en chorro y el legendario PCE se quedó sin sus mejores militantes. Los más honestos huyeron de él como de la peste y, ya en plena debacle, las “personalidades” de talante “renovador” que se mantenían afiliadas, se fueron integrando en el PSOE, esa “casa común” que los esperaba con los brazos abiertos.

La legislatura 1982-1986, con el partido hecho unos zorros, fue la última de Santiago Carrillo en la política activa. Bajo su dirección, el PCE había renunciado a la ideología leninista y comenzaba a alejarse del marxismo en la misma medida en que se aproximaba también al triunfante y prometedor PSOE, del que se había dado de baja cincuenta años atrás. Las escisiones por la izquierda, sobre todo en Cataluña, amenazaban con dejar al Partido Comunista sin representación parlamentaria. Y si, en 1982, fue sustituido al frente de la secretaría general por Gerardo Iglesias, en 1986 fue, por fin, expulsado del PCE. O, mejor dicho, de lo que quedaba de él: una patética sombra de lo que fue. Un cualificado agente del CESID no lo habría hecho mejor.

Pero Carrillo aún lo intentaría una vez más. Así, en compañía de un grupo de incondicionales, fundó el Partido de los Trabajadores de España que, como era de esperar, se fusionó con el PSOE en 1991, después de un estrepitoso fracaso en las urnas; aunque, como “parte de la Historia” que se sabía, guardó las formas y no pidió su afiliación. Se conformó con dejarse querer por el grupo PRISA y aceptar un puesto de tertuliano "notable" en la cadena SER.

Ahora, los “fachas” vuelven a pintar las paredes con su nombre. Son tontos. Deberían estarle agradecidos.


Iñaki Errazkin