Crisis de conciencia
JUAN MANUEL DE PRADA
Día 06/06/2011
DESDE Zagreb, Benedicto XVI pone el dedo en la llaga del mal que corroe Occidente, que en sus expresiones más aparatosas se reviste de crisis económica, política o social, pero que en su origen es crisis de conciencia. Para el pensamiento moderno, «conciencia» es sinónimo de autonomía absoluta de la voluntad individual; recluida en la dimensión subjetiva del individuo (donde el pensamiento moderno relega la religión y la moral), la conciencia queda aislada de la realidad objetiva y se convierte en un elemento extraño a la vida pública. Por el contrario, para Benedicto XVI, como para el Beato Newman, la conciencia es la voz divina que habla en nosotros, la capacidad humana para reconocer la verdad en ámbitos decisivos de la existencia; y esta capacidad impone al hombre el deber de encaminarse hacia la verdad, de buscarla y someterse a ella allí donde la encuentre. De este modo, la conciencia deja de ser un elemento extraño a la vida pública, para erigirse en una realidad objetiva que explica nuestro ser y nuestros actos, convirtiéndose en «lugar de escucha de la verdad y el bien, de la responsabilidad ante Dios y ante nuestros hermanos los hombres».
Suele afirmarse (con fatigosa propensión al lugar común) que detrás de la crisis económica, política y social que corroe Occidente subyace una «crisis de valores». Pero si la conciencia —como pretende el pensamiento moderno— es tan sólo un reenvío a mí mismo, a mi autonomía individual, es inevitable que haya tantos «valores» como individuos; por lo que más correcto sería afirmar que detrás de la crisis subyace una plétora de valores, producto de una conciencia degradada que ha renunciado a escuchar la verdad y el bien, para adherirse a aquello que subjetivamente le conviene o beneficia (a esto el pensamiento moderno, muy cínicamente, lo llama «libertad de conciencia»). Esta plétora de valores es, en realidad, lo que hace impotentes al esfuerzo vital a las sociedades occidentales, que tras renunciar a su capacidad para encaminarse hacia la verdad y someterse a ella, acaban abrazándose al error.
Esta crisis de la conciencia discurre paralela a un fenómeno descrito, hace ya más de siglo y medio, por Donoso Cortés, quien observara que «al principio de descenso en el termómetro religioso corresponde un principio de subida en el termómetro político». Toda la crisis de Occidente se resume en este paralelismo, que alcanza su expresión terminal cuando el termómetro religioso se sitúa por debajo de cero; es decir, cuando la conciencia queda aislada de la realidad objetiva, hostigada por el despotismo político, y se resigna a un ámbito de «autonomía subjetiva». Así, con la conciencia enclaustrada, los pueblos languidecen y se paralizan; y todos sus esfuerzos por salir del marasmo mediante soluciones «políticas» son tan estériles como arar en el mar. «Una sola cosa puede evitar la catástrofe —anunciaba el profético Donoso Cortés—; una y nada más: eso no se evita con dar más libertad, más garantías, nuevas constituciones; eso se evita procurando todos, hasta donde nuestras fuerzas alcancen, provocar una solución saludable, religiosa. Ahora bien, señores: ¿es posible esta reacción? Posible lo es; pero, ¿es probable? Señores, aquí hablo con la más profunda tristeza; no la creo probable. Y he visto, señores, y conocido a muchos individuos que salieron de la fe y han vuelto a ella; por desgracia, señores, no he visto jamás a ningún pueblo que haya vuelto a la fe después de haberla perdido». Yo tampoco, Donoso, yo tampoco.
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LA SONRISA DEL ALMA
"Para reir, sólo se necesita mostrar el alma... y no los dientes."
Anónimo
Hace pocos días, aparecía en Diario de Navarra, un payaso callejero de los que se ven por las calles de nuestras ciudades, afirmando que la gente ya no se ríe, que se ha perdido la alegría, la capacidad de reir fácil y espontáneamente. Todos podemos constatar, si observamos a la gente, que se camina deprisa, con las caras serias y las miradas perdidas. Puede que sea fruto de las desesperanza, de la negación de la trascendencia y de la proyección eterna del ser humano, producido por el abandono del hombre al liberalismo y relativismo.
El conscientemente silenciado Ramiro de Maeztu ya lo apuntaba hace casi cien años. Siendo uno de los principales pensadores españoles del siglo XX -junto a Unamuno y Ortega y Gasset- el hecho de ser católico lo relega a ser un proscrito.
En una sociedad donde se quiera suprimir el alma humana es imposible que se ría mucho. Inevitablemente se rebelará el alma contra el régimen que quiera suprimirla; el alma antes que el cuerpo, por mucha hambre y frío y ejecuciones capitales que la carne padezca. Cuando no puedan sublevarse, las almas se reunirán para rezar. El amor de los jóvenes no se dejará tampoco reducir a pura fisiología, sino que pedirá versos y flores e ilusión. Lo que las bocas digan primero a los oídos, lo proclamarán a grito herido en cuanto puedan. Y entonces se considerará este intento de suprimir el alma como lo que es en realidad: una segunda caída de Adán, una caída en la animalidad, y no es la ciencia del bien y del mal. Y la humanidad entera, por lo menos, lo mejor de la humanidad, se avergonzará del triste episodio, como reconociendo que todos habremos tenido alguna culpa en su mera posibilidad, porque no se trata meramente de agua pasada que no mueve molino. Todavía hay muchas gentes que no quieren creer que pueda fracasar una organización social estatuida sobre la base de una negociación niveladora de las diferencias de valor. Durante más de un siglo se ha soñado en el mundo que el socialismo mejoraría la condición de los trabajadores. No la mejora, pero hay muchos cientos de miles de almas que no querrán verlo, hasta que no hayan substituido por algún otro su frustrado sueño.
De otra parte, aunque la condición de los desposeídos no haya mejorado, no todo ha sido en vano, porque los antiguos rencores se han saciado, la tortilla se ha vuelto y los que estaban abajo están encima. Todos los hombres desean mejorar de condición, ganar más dinero y disfrutar de más comodidades. Esta ambición es síntoma de lo que hay en el hombre de divino, que sólo con el infinito se contenta. Pero hay también muchos que se preocupan, sobre todo, de mejorar su situación relativa. Más que estar bien o mal, lo que les importa es encontrarse mejor que el vecino. Si éste se halla ciego, no tienen pesar en verse tuertos. Este aspecto de la naturaleza humana es el que incita a las revoluciones niveladoras. Pensad en el agitador que pasa de la cárcel o de la emigración a ser dueño de vidas y haciendas. ¿Qué le importan las privaciones ocasionales y la miseria del país, si su voluntad es ley y los antiguos burgueses y aristócratas tienen que hacer lo que les mande?
Ramiro de Maeztu
Publicadoen el blog "EL DIVÁN DE SANCHO PANZA"
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