Dios inventó el matrimonio



Santo Tomás explica que el matrimonio existe principalmente para el bien común de la sociedad humana, para el bien de la especie humana. Este bien demanda que no cualquier hombre se pueda unir con cualquier mujer en contrato matrimonial. Y esto es hoy lo más llamativo para nuestros contemporáneos y probablemente para nosotros: los intereses de la especie y de la sociedad priman sobre los intereses, las conveniencias y los gustos individuales.


El hombre ha sido creado social, lo cual no quiere decir que todos los hombres tengan que ser simpáticos, sino que todos los hombres alcanzarán su finalidad propia en sociedad, en amistad, tengan o no un temperamento sociable o simpático. Los antipáticos, los huraños, los solitarios, los independientes, metafísicamente hablando son tan sociables como cualquiera. Para entender bien el matrimonio debemos ser conscientes de la creación, por la cual recibimos nuestra naturaleza social, o la determinación a obtener nuestros fines en sociedad.

El matrimonio es un modo socialmente insustituible de participar en la construcción de la vida política, el bien común.

Decía San Agustín que el matrimonio lo instituyó Dios para que el hombre diera vida a otros hombres de forma ordenada, dentro del orden. Evidentemente, el matrimonio no es necesario para traer hijos al mundo, pero sí es imprescindible para traerlos de una forma ordenada. Se puede nacer dentro de una familia o se puede nacer fuera de ella. Eso significa, nacer insertado desde el comienzo en el orden moral, intelectual y político, o bien extraño a esos órdenes, circundado de la falsedad, del error y de la anarquía. Se trata de comenzar bien o de comenzar mal la vida.



El matrimonio no es una creación de los cónyuges, sino de Dios, por lo que requiere una preparación, una educación: una guía a la plenitud desde la imperfección.

La primera cosa que hay que señalar pues, en relación a la educación para el matrimonio, es que esa educación es necesaria, no es optativa. Al haberse desdibujado en las mentes de nuestros contemporáneos el hecho de que es Dios el autor de la institución matrimonial y que Dios no ha creado una fórmula abierta, sino completamente inalterable, frecuentemente se imaginan que el matrimonio lo construyen los contrayentes, el marido y la esposa. No pensemos que esta distorsión es patrimonio de “los paganos”. Muchos cristianos reducen el papel de Dios en su matrimonio a la oración y en el mejor de los casos al ofrecimiento de ese matrimonio, pero sin tener presente que el mismo matrimonio, la armazón del matrimonio, no descansa sobre la intensidad de sus sentimientos o la fuerza de su voluntad, sino sobre los límites al tiempo que las bendiciones que otorgó Dios en el contrato matrimonial.

Quiero aclarar a qué me refiero.

Con la palabra matrimonio designamos dos realidades distintas, aunque estrechamente relacionadas:




A) Por un lado matrimonio significa el vínculo moral, la relación, estable y duradera por la que están unidos un hombre y una mujer, en orden a la procreación y a la educación de sus hijos, en orden a la mutua ayuda entre ellos, al amor, a la armonía perfecta y a la confianza plena que debe reinar entre ellos. Así considerado, el matrimonio es la unidad y la vida conyugal, el día a día de la vida en común; el convivio, la convivencia del marido y la mujer.

B) Pero por otro lado por matrimonio entendemos también la causa de esa forma de vida, de esa vida conyugal, es decir, el contrato por el cual dos personas idóneas (un hombre y una mujer) y aptas (sin impedimentos) establecen entre sí ese estado y unión permanente de vida. En este sentido, llamamos matrimonio a la ceremonia, al rito, al acto mismo de la celebración del contrato matrimonial.




En el segundo sentido podemos definir el matrimonio como el acto de la mutua donación, la entrega total del hombre a la mujer y de la mujer al hombre, sin otras limitaciones que las impuestas por la ley de Dios, entre legítimas personas, en orden a la procreación y educación de los hijos.


La raíz del matrimonio como vida conyugal es el matrimonio como intercambio de consentimientos, en el que las voluntades de los contrayentes se donan irrevocablemente el uno al otro. Evidentemente, lo que otorga las características del matrimonio no es el mero intercambio del consentimiento humano, sino la institución divina.


Un instante antes de ese intercambio, eran libres de casarse o no, o de hacerlo con una u otra persona. Un instante después, cada uno ha perdido el ejercicio de esa libertad, pues el cuerpo del marido pertenece ya a la mujer y viceversa. Ya no pueden hasta la disolución del vínculo por la muerte o por la rara aplicación de los privilegios paulino y petrino– contraer nuevas nupcias.


Los dos aspectos del matrimonio, el contrato matrimonial y la vida conyugal, son necesarios y se reclaman mutuamente. Hay, sencillamente, que saber que la vida conyugal deriva sus características de aquel instante que, por sí sólo, constituye una familia.


Hoy, sin embargo, fácilmente se contempla el contrato matrimonial como parte de la vida conyugal, como su mero comienzo cronológico, sin entender la profundidad que se deriva de aquella distinción. Por eso se desplaza el peso de la vida conyugal a lo meramente afectivo, a la convivencia, lo cual no constituye ni su esencia ni su fin máximo. Y por esa razón también se desdibuja el carácter social del matrimonio, ordenador de la vida en sociedad, creador de miembros de la comunidad política, ámbito de transmisión de las virtudes públicas.


Al eclipsar, o al poner en un segundo plano el momento fundante del matrimonio, es decir, el institucional, el creado por Dios, en ventaja del sociológico, de la efectiva convivencia de los esposos y eventualmente de la presencia de hijos, la mentalidad católica no sólo devalúa la altísima dignidad del sacramento matrimonial, relegándolo a la categoría de mera asociación voluntarista, sino que los mismos católicos abrieron las puertas a la admisión –primero psicológica y luego legal– de otro tipo de uniones que, exteriormente consideradas, podían reclamar alguna, aun mezquina, similitud con el convivio matrimonial. De este modo dejó de percibirse la gravedad de los concubinatos, de los matrimonios civiles y últimamente la gran abominación de las coyundas de sodomitas.


Urge, pues, que los católicos recapaciten sobre el carácter creacional del matrimonio: creando Dios la naturaleza humana creó la institución del matrimonio, creadora a su vez de la familia que es célula originaria de la vida política. Sin contrato matrimonial no hay familia. Puede haber familia sin hijos, por voluntad de Dios, pero también puede haber hijos sin llegar a formar una familia, por anárquica voluntad del hombre. Pero ese contubernio que genera hijos arrojándolos desde el nacimiento al desorden íntimo y social, no constituye una familia y es un deber de caridad recordar que las semejanzas exteriores con la familia no pueden compensar la ausencia del vínculo esencial que la constituye.
El primer punto, por lo tanto, es recordar que Dios creó la institución matrimonial con unas características invariables que hay que conocer con estudiosidad y con docilidad, es decir con deseo y disposición a ser instruido en la voluntad de Dios. Por lo tanto, el matrimonio requiere lejos de cursillos prematrimoniales, todo un itinerario formativo sobre las riquezas de esta puerta e inicio del bien común.


(Continúa)


J.A. Ullate Fabo

El brigante: Dios inventó el matrimonio