LA VENGANZA DE LOS INÚTILES


Procusto, igualando con el hacha a todos los que sobrepasaban la talla

EXECRACIÓN DEL IGUALITARISMO

Cuando el igualitarismo pretende justificarse, siempre ha tenido que hacerlo presentándose como una corrección de la naturaleza -si quería fundamentar su inconsistencia. En la naturaleza reina cierta injusticia -dice el igualitarista más consciente- que hay que enmendar. La injusticia que subyace en la naturaleza -el igualitarista también puede señalar la sociedad como campo de acción de la injusticia- es que hay unos que tienen -por la razón que sea- más ventajas que otros. Esas ventajas lo mismo pueden ser predisposiciones, aptitudes, habilidades... Que dinero.

La desigualdad más detestada por todos -menos por los ricos- es la que consiste en la diferencia de haciendas. Los ricos siempre han sido muy pocos y el resto de la humanidad se divide en pobres (que rozan la riqueza o la pobreza) y pobres de solemnidad. La desigualdad que más odia el rico es la desproporción entre las capacidades naturales o habilidades adquiridas del pobre y la inutilidad propia que él puede sentir y quiere ocultar con una cortina de papel moneda. Por eso, el igualitarismo no lo crearon los pobres -económicamente hablando-, sino que lo inventaron los ricos. Pues la más desazonadora de todas las desigualdades es la que arraiga en las diferencias que marca la naturaleza (más guapo, más feo; más listo, más torpe; más alto, más bajo; más gordo, más flaco).

Se llegó a pensar -algo a lo que puede llegar una mente por pocas luces que tenga- que la propiedad -fundamento de la riqueza- era un factor muy a tener en cuenta, para explicarse por qué unos llegaban más lejos que otros. Pero algunos llegaron a postular que era en la propiedad material y en la base económica donde radicaba la desigualdad originaria -infraestructural- y se alentó el delirio socialista que afirma que, toda vez suprimida la propiedad, se inauguraría un estado de cosas en perfecta igualdad de posibilidades, supuestamente la felicidad. Pero... ¿quién puede pensar que los ricos vayan a dejarse expropiar? Los ricos siempre dispondrán de recursos para impedir ese desenlace funesto para ellos, lo peor que puede sucederle a sus haciendas (por ejemplo: siempre podrán contratar mercenarios o comprar a los mismos revolucionarios). Por eso es que todo socialismo -todo, sin exceptuar ninguna de las sectas socialistas- es utópico. El rico jamás consentirá que pueda existir el socialismo. Pierde el tiempo el que porfía creyendo que algún día, los parias de la tierra conquistarán la tierra. Y, por si fuese poco, la historia no engaña: las más grandes fortunas han subvencionado las revoluciones. Y es un majadero todo aquel que piense que los ricos financiaron las revoluciones en un rapto de filantropía.

Volvamos a la realidad. Y la realidad es que la verdadera desigualdad no es la establecida por diferencias económicas. La verdadera desigualdad es la desigualdad natural: unos valen para una cosa, otros valen para otra. Unos tienen aptitudes para esto en concreto (no para eso otro) y los otros las tienen para eso otro (y no para aquello). Así de sencillo. Por mucho que se empeñe la fantasmagoría en la que vivimos negarlo. Y por mucho que quiera impedirnos ver las cosas con claridad, si las miramos de frente esto es lo que vemos. (Capítulo aparte podría ser desarrollar los modos demagógicos como el igualitarismo ha tratado de anular a sus detractores: hasta tal punto exitosos, todo sea dicho, que hoy por hoy quien se atreve a justificar la desigualdad pasa, a los ojos del vulgo, por el peor de los ogros inhumanos).

El igualitarismo triunfante es, en gran medida, el culpable del despropósito en que vivimos. Esto, en ciertas naciones (como España) reviste proporciones escandalosas, dignas del furor sagrado de un profeta. Pero, sabiendo todo esto, ya nada podrá escandalizarnos: que los inútiles gobiernan entra en la lógica inexorable que marcan los parámetros del "todos somos iguales". Si hemos asumido la fementida igualdad que pone a la misma altura al sabio y al imbécil, al honesto y al bellaco, a la mujer decente y a la puta, al asesino y a la víctima... ¿A qué viene extrañarse de todo lo que pasa a nuestro alrededor?

Sospechadme, amigos, de todo aquel que invoque la igualdad, pues tras sus bonitas palabras urde su provecho a costa de los tontos. Os está llamando tontos a todos. Eso es para ellos la igualdad: la idiotez de todos los que creen su falso palabrerío.

No nos engañemos durante más tiempo. El igualitarismo preconizado a los cuatro vientos ha blindado la posición de los peores en los puestos de responsabilidad de nuestras sociedades. Hasta tal punto que el individuo más inepto puede escalar los peldaños que le elevan a las altas esferas. Lo vemos a diario en política, pero en otros ámbitos hay más de lo mismo. Y lo que parece peor, no hay atisbos de remedio.

La posición óptima que se obtiene sin esfuerzos ni méritos genera la ilusión de vivir en un mundo maravilloso, donde cualquier botarate puede ser presidente del gobierno, cualquier puta ser una virgen y cualquier carcamal, una jovencita coqueta o un jovencito deportista. Y esto es un sentimiento halagador para todos aquellos que saben que no valen ni una mierda. El individuo incompetente pasa por valer algo, da igual lo incapaz que sea.

Esto no se hace sin obstruir el ascenso de los mejores. Los mejores no pueden por más tiempo consolarse con su tranquilidad de conciencia ni quedar satisfechos en su excelencia. Los mejores no pueden, durante más tiempo, ser cómplices de esta ilusión social del igualitarismo. Hay que hacer la guerra al igualitarismo, para dejar con el culo al aire a los inútiles que han medrado merced a esa mentira institucionalizada. Hay que expulsarlos de sus posiciones injustamente logradas.

El igualitarismo quiso corregir la desproporción de las dotes naturales ("injusticia" era esa desproporción a los ojos del igualitarismo) y se propuso nivelar a todos. Así, en nombre de un deber-ser, interpretado por naturalezas débiles, inútiles y decadentes, se ha reprimido y apocado el ser.

Esa tremenda transgresión del igualitarismo (con todo su complejo cultural-político-social) atenta contra el orden natural. Toda transgresión contra el orden natural es una deuda. Y los hombres y las sociedades pueden perdonar esas facturas, pero la naturaleza no las condona.

LIBRO DE HORAS Y HORA DE LIBROS