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Tema: La guerra

  1. #21
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    Re: La guerra

    La legítima defensa es un derecho natural



    Imágenes de la detención del hombre de 77 años que disparó y mató a un intruso en su finca en Ciudad Real. CMMEDIA

    Publicado Por: CIRCULO CULTURAL ANTONIO MOLLE LAZO - MADRID agosto 18, 2021


    Cada cierto tiempo, en los medios aparece algún nuevo suceso con una estructura que es por todos conocida: una persona acaba en prisión por defenderse de una agresión en su hogar. La pregunta es, también, siempre la misma: ¿Cómo es posible que alguien pueda ir a la cárcel por proteger su vida, la de sus allegados y sus bienes?

    El artículo 20.4 del Código Penal establece los requisitos para poder hablar de un supuesto de legítima defensa. De entre ellos, el principal es el siguiente: «Necesidad racional del medio empleado para impedirla o repelerla». En otras palabras, la persona que sufre la agresión debe preferir el medio menos dañino posible para evitar un exceso que anule la legitimidad del acto.

    En este sentido, hay dos elementos que deben traerse a colación para contemplar la cuestión con profundidad. El primero, los antecedentes, puesto que el actual artículo 20.4 del Código Penal de 1955 es un calco del 8.4 del de 1944, el cual lo es, a su vez, del 8.4 del de 1932, y éste del 58.1 del de 1928, etc. Es más, está incluido de forma prácticamente idéntica en el Código Penal de Carlos VII, en el artículo 8. 4. Esto implica que se está ante un texto que no ha generado ningún debate de relevancia durante su aplicación desde el siglo XIX hasta el tiempo más reciente; pues ha estado en vigor sin que se hayan emitido juicios tan clamorosos y viscerales como los que salen a la luz en nuestros días.

    La razón de todo ese tiempo exento de polémicas reside en el segundo elemento: el ser humano protege su propia vida de forma natural. Es decir, no hizo nunca falta debate alguno para afirmar que, en caso de recibir un ataque, era completamente lícito defenderse. Así lo expone el Fuero Juzgo, VI, 4.6, mientras que las Partidas, VII, 8.2 animan incluso a agredir con antelación con el fin de poder salir vivo del entuerto.

    Con esta perspectiva, se percibe que no es casualidad que esta discusión aparezca en un momento en el que se fracturan hasta los lazos más íntimos de las relaciones humanas como consecuencia de la infección del liberalismo. La letra de la ley, aunque mejorable por definición, no es en sí el principal problema, sino la ceguera de la que hace gala un ordenamiento jurídico desnortado que ha perdido toda concepción de Justicia. Como tal, sólo puede aspirar a un cumplimiento farisaico apoyado en una Jurisprudencia cuyo ejemplo no es sólo errado, sino un absoluto y evidente disparate que priva a las personas de su natural derecho a defender su vida.


    Ricardo Toledano, Círculo Antonio Molle Lazo de Madrid




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    https://periodicolaesperanza.com/archivos/7157

  2. #22
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    Re: La guerra

    Metafísica de la Guerra

    Lucas Carena y Pablo J. Davoli intercambian reflexiones sobre el "acto heroico" y la metafísica profunda que implica la muerte en batalla, ese acto de soberanía frente a la propia vida que se ve reflejado en el obrar ejemplar de la inmolación.





    https://www.youtube.com/watch?v=-ltKqCHt8uw

  3. #23
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    Re: La guerra

    Aunque hace apología de los secesionistas del Río de la Plata, el texto tiene cosas rescatables.


    sábado, 1 de marzo de 2014

    El “Pacifismo”: ¿Es pecado? - Por Federico Ibarguren


    ¿Paz en la tierra? Histéricamente diríase una utopía pocas veces realizada; ni siquiera en beneficio de "los hombres de buena voluntad": promesa angélica repetida cada domingo en el canto del “Gloria in excelsis Deo” de nuestra Misa. De consiguiente, en este amargo "valle de lágrimas", la paz se nos mezquina y sólo es un medio incompleto para lograr cierto grado de bienestar humano en deter*minadas épocas y nada más. La paz es, así, un lujo caro, mundano. Supone prosperidad y riqueza en los pueblos que se ufanan de ella; y son los menos. No debe ser considerada en si misma, por tanto, como valor absoluto que soluciona todos los conflictos o problemas político-sociales de una humanidad agnós*tica, descreída. No. Inalcanzable casi siempre en este controvertido mundo "subdesarrollado" en que vivimos, Dios nos pone a prueba todos los días, habida cuenta de la imperfecta condición de pecadores que cargamos, castigándonos a menudo con.....la guerra. ¡Castigo ejemplar! Para que por la victoria conquistemos aunque sea una precaria paz entre mortales, de duración efímera, por cierto. Con sacrificios, sí. Jugándonos la vida siempre.

    Porque la verdadera paz no se da fácilmente en la humana convivencia de este planeta, a partir con seguridad -para ser exactos- de Adán y Eva. Acaso la consigamos al fin pero mediante la Gracia de Dios y allá Arriba (en el Cielo): superando la muerte física. Aquí» abajo no, aún cuando en ocasiones obtengamos algunas treguas pasajeras. Pues reina soberano entre los mortales el PRINCIPE DE ESTE MUN*DO así llamado reiteradas veces en los Evangelios por Nuestro Señor Jesucristo. Y contra el Maligno estamos todos los cristianos obligados a luchar ascéticamente y a no bajar nunca la guardia. Guerreando sin descanso. No negociando jamás con el Diablo –a lo Fausto- ni vendiéndole por anticipado nuestra alma al bajo precio de no disparar un solo tiro frente al agresor, por cuidar ante los poderosos –haciendo buena letra- nuestra “imagen” internacional(?). Y los poderosos —se sabe— pisotean, en su provecho exclusivo, el natural patriotismo de las naciones.

    Mientras Satán exista, en consecuencia (dogma teologal puro), habrá "guerra y rumor de guerras" entre los hombres, como nos lo enseña la Sagrada Escritura que es de aplicación actual y para todos los tiempos. "Arcángel San Miguel defiéndenos en la batalla —reza la última oración del Ordinario de la Misa de San Pío V—: se nuestro amparo contra la perversidad y acechanzas del demonio.....".

    Pero entendámoslo bien: guerras LEGITIMAS, de supervivencia, deberán ser las nuestras. Guerras AUTODEFENSIVAS y JUSTAS, nunca imperialistas por principio. A saber: cuando exista un inminente peligro que comprometa la Fe de nuestro pueblo o se pretenda conculcar los derechos inalienables que siempre poseyó la Nación con referencia a mantener su integridad espiritual, moral... Y también territorial y marítima. ¿Por qué no? Negarse a portar las armas para guerrear en los casos señalados; ya sea por la libertad amenazaba de la Iglesia Católica en nuestro suelo o contra el avasallamiento de la soberanía y bien común de la Patria en peligro, importa grave apostasía o traición cobarde.

    Todo "pacifismo" a ultranza sostenido como dogma en política, esconde, las más de las veces, una claudicación casi siempre inconfesada. Ante un enemigo que no es "pacifista", significa ni más ni menos la rendición incondicional sin siquiera ofrecer batalla. Indudable pecado de omisión éste, en el orden individual; pero gravísimo PECADO MORTAL si el "pacifismo se vuelve doctrina en los gobernantes. Bien lo dijo Papini, cuando con verdad sentenció: “El hombre está hecho de tal modo, que la guerra demasiado larga lo embrutece, pero LA PAZ A TODA COSTA LO PUDRE”.

    El “Pacifismo” es derrota, hoy lo sabemos. El “pacifismo” es decadencia. No fueron “pacifistas” ni mucho menos Liniers en 1806-1807 y Cornelio Saavedra en 1810. Ni lo podía ser San Martin en 1816-1820. No fueron “pacifistas” los heroicos 33 Orientales en 1825 –dignos herederos de Artigas- peleando contra el poderoso Imperio del Brasil; tampoco lo fue Rosas al ser agredido por Francia e Inglaterra unidas, en 1838-1845. Ni Juan Lavalle, ni Paz, ni Facundo Quiroga al dirimir las rivalidades políticas de su tiempo. En aquella gloriosa epopeya por nuestra Independencia Nacional y luchas civiles subsiguientes, a los criollos de ley —prescindiendo de las distintas ideologías que los separaban: buenas o malas—, la actual mentalidad pacifista todavía no los había castrado con el remanido pretexto izquierdista de la "democracia” y los "derechos humanos". En ningún momento practicó el ''pacifismo" ni el "diálogo constructivo” -como se dice ahora aquí—, el ponderado General Bartolomé Mitre después de Pavón; y mucho menos ante el Paraguay en 1865. Ni lo hicieron en instante alguno Urquiza y el energúmeno de Sarmiento con sus adversarios políticos o meramente ideológicos. ¡Qué esperanza! Mal o bien, así se hizo históricamente (entre cruentas victorias y derrotas) la Patria que nos vio nacer.

    No fueron “pacifistas” —entonces- nuestros tan admirados próceres Rioplatense del siglo pasado, anteriores al famoso "no te metas" típico de la partidocracia demo-liberal cuya pronta restauración hoy se procura. De haberlo sido, la República Argentina estaría balcanizada en veinte o más republiquetas anarquizadas ("pluralismo" democrático mediante). Y en la actualidad, solo las apátridas masas consumidoras: turbamulta cosmopolita de la metrópoli porteña transformada en próspera factoría mercantil, gobernada incluso por extranjeros; sólo ellas lograrían el pleno "consenso” —el aplauso— de la UN, de la OEA y de la "Trilateral Comission”.

    ¡Paz, paz, paz a toda costa! ¡Dólares y bienestar son las dos oficiales del momento! ¿A eso hemos llegado? "Cuando un pueblo manifiesta ese horror civilizador por la sangre –es una cita del gran Donoso Cortés, repudiando el “pacifismo” masónico de los liberales españoles en 1849-; luego al punto recibe el castigo de su culpa; Dios muda su sexo, le despoja del signo público de la virilidad, le con vierte en pueblo hembra y le envía conquistadores para que le quiten la honra”.

    Y concluyo reproduciendo en epitome este profético pació de Oswald Spengler publicado en la Europa de 1936, pocos meses antes de su muerte: “Las razas fuertes e inexhaustas no son “pacifistas”. Seria renunciar al futuro porque el ideal "pacifista" significa una condición final que contradice un hecho de la vida. Mientras haya desarrollo humano, habrá guerras. Pero si los pueblos blancos llegaran a cansarse de la guerra en tal forma que sus gobiernos no pudieran en ninguna circunstancia persuadirlos a que fuesen a ella, entonces el mundo sería presa de las razas de color, como el Imperio Romano se convirtió en presa de los germanos. El "pacifismo" significa abandonar el poder a los no pacifistas natos (entre los cuales había siempre también hombres blancos), a los aventureros, los conquistadores, los Herrenmenschen, que siempre encuentran partidarios en cuanto logran el éxito. Si estallara hoy en Asia la gran revolución contra las razas blancas, muchos hombres blancos se unirán a sus filas porque están cansados de la vida pacífica. El "pacifismo” seguirá siendo UN IDEAL y la guerra UN HECHO: y si los pueblos blancos están decididos a no hacer más guerras; las razas de color las harán y se convertirán en las dueñas del mundo”.

    Si queremos paz preparémonos para la guerra (sentencia un conocido proverbio latino olvidado).


    "Todos los que militáis
    Debajo de esta bandera
    Ya no durmáis no duermas
    "Que no hay paz sobre la tierra"

    poetizaba virilmente Santa Teresa de Avila en el siglo XVI


    Que el Anticristo –es muy probable- necesitará de un clima “pacifista” total (mediante la irresistible prédica de los medios masivos de comunicación de hoy existen) para reinar sin reacción legitima alguna, en la más absoluta impunidad corruptora. A este respecto, el glorioso pensador francés Charles Pegüy (muerto por la patria guerreando) hace decir a Juana de Arco en su “Mystere de la Charite de Jeanne D´Arc" -obra teatral paradójica escrita a principios de este siglo- lo siguiente: “Siempre es lo mismo, la partida no es igual. La guerra hace la guerra a la paz. Y la paz, naturalmente, no hace la guerra a la guerra. La paz, deja la paz a merced de la guerra. La paz es muerta por la guerra. Y la guerra nunca lo es por la paz. Puesto que aquella no ha sido matada por la paz de Dios, por la paz de Jesucristo, ¿cómo se matará la guerra por la paz de los hombres? ¿Por una paz de hombre? A lo que Hauviette –compañera inseparable de la heroína protagonista del drama- le responde sensatamente a Juana con este estupendo razonamiento ANTIPACIFISTA: “Tienes razón… Lo mejor, si se pudiera, sería notar la guerra como tú dices. Pero para matar la guerra es necesario hacer la guerra; para matar la guerra hace falta un jefe de guerra…”. Y todo jefe de guerra debe reunir, a juicio de Pegüy —"para matar la guerra" precisamente- estas tres condiciones previas que dan importancia trascendental a su acción represiva: la de ser buen CRISTIANO, buen MILITAR y buen PATRIOTA (como lo fue en grado eminente la extraordinaria Santa Juana de Arco en la Francia de su tiempo, invadida por los ingleses). No lo olvidemos nunca: “Una buena guerra —la irrefutable frase de Chesterton- es mejor que una mala paz”. Ciertamente: la “buena guerra” a la larga o a la corta nos conducirá a la ansiada victoria final (o sea: a la buena paz); mientras que una “mala paz” desemboca siempre en fatales derrotas humillantes.

    Ahora bien, con nostálgicas letras de tango, implorando amor y perdón (sin contar el decadente folklore barato para el turismo que es pingüe negocio de los judios avivados), no se solucionarán jamás nuestros conflictos fronterizos provocados por agresores oportunistas que no dan cuartel; ni tampoco las catástrofes nacionales provenientes del renunciamiento a combatir en tiempo oportuno, en defensa de históricos límites argentinos ocupados por ambiciosos intrusos, serán resueltas a favor por los gobiernos de turno que se sucedan. Aunque dichos intrusos - ¿acaso para despistar? - se proclamen “hermanos nuestros" de toda la vida. Porque digan lo que digan en 1980 nuestros “expertos” internacionalista -gobernantes, liberales y políticos de la línea blanda-, el “pacifismo” ideológico elevado a la categoría de permanente conducta nacional… ES PECADO.


    Revista Cabildo – 2° Epoca – Año IV – N°32 - 2 de abril de 1980




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    https://www.ncsanjuanbautista.com.ar...-federico.html

  4. #24
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    Re: La guerra

    “La vida cristiana es esencialmente una milicia en la que todos nos damos de alta y juramos defender el tesoro de la fe en el día del bautismo. Todos los cristianos somos soldados, y debemos luchar contra nuestros enemigos, que lo son principalmente el demonio y nuestra propia carne, pero con frecuencia lo es también el mundo y todos aquellos que debieran conducirnos a la felicidad. Si estos tales -aunque sean nuestros mismos gobernantes- lejos de encauzarnos por la senda del bien, nos arrastran al camino de la iniquidad, estamos obligados a oponerles resistencia, en cuyo sentido deben explicarse aquellas palabras de Jesucristo: ‹No he venido a traer la paz, sino la guerra›; y aquellas otras: ‹No queráis temer a aquellos que quitan la vida del cuerpo, sino temed a Aquél que puede arrojar alma y cuerpo a las llamas del Infierno›.

    Mons. José de Jesús Manríquez y Zárate




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    "Si hubieras cogido la espada y la corona, todos se hubieran sometido a ti de buen grado. En una sola mano hubieras reunido el dominio completo sobre las almas y los cuerpos, y hubiera comenzado el imperio de la eterna paz. Pero has prescindido de esto... No bajaste de la cruz cuando te gritaron con burla y desprecio: ¡Baja de la cruz y creeremos que eres el Hijo de Dios! No bajaste, porque no quisiste hacer esclavos a los hombres por medio de un milagro, porque deseabas un amor libre y no el que brota del milagro. Tenías sed de amor voluntario, no de encanto servil ante el poder, que de una vez para siempre inspira temor a los esclavos".
    Dostoievski, "Los hermanos Karamazoff"




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  5. #25
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    Re: La guerra

    “Sabed que Dios odia la paz de aquellos que El ha destinado a la guerra. El es el Dios de los ejércitos y de las batallas, tanto como el Dios de la paz: y El compara a la Sulamita, el alma pacífica, a un ejército dispuesto en buen orden, y, con esto, terrible a sus enemigos”.

    San Francisco de Sales






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    “La Paz dejada por Cristo a los suyos: No es la paz del mundo, que consiste en condescender con lo bueno y con lo malo y evitar toda lucha. Esta paz del mundo no tranquiliza las conciencias ni lleva el orden ni la paz, sino el desorden y la desventura a los hogares, a la sociedad y a las naciones: lo estamos viendo y sintiendo. En cambio, la paz de Cristo es la que ante todo y sobre todo nos reconcilia y une con Dios, fuente de todo bien. Con ella, aún en medio de las luchas y persecuciones, el alma está tranquila, reina el orden y la felicidad en los hogares y pueden ser felices las sociedades y naciones”.

    Mons. José María Caro Rodríguez,

    “Homilías Dominicales”




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  6. #26
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    Re: La guerra

    ¿La violencia siempre es mala? Respuesta a un comentario

    febrero 7, 2014junio 18, 2019 quenotelacuenten


    Publicamos aquí un texto breve a raíz de un comentario realizado en nuestro blog acerca de la violencia en las Cruzadas.

    Comentario: “Para nada de acuerdo…no se pueden justificar guerras armadas, de parte de personas llamadas a la paz y al amor..y demostrarlo para con los demás…las guerras que sucedieron en el Antiguo Testamento nos sirven para llevarlas a un plano NETAMENTE espiritual, no físico, cuando Jesús vino a este mundo lo hizo para establecer un nuevo pacto, en el cual las «acciones», los «hechos» físicos ya no tenían el valor como antes, todo ahora (y en el tiempo de las cruzadas) es espiritual, y eso es algo que la Iglesia Católica parece no querer entender… En el tema de las cruzadas, no creo que sean justificables, ya que Dios, desde la venida de Jesús, nos exhorta a una vida espiritual y a que nuestras «guerras» sean en ese plano exclusivamente, y como ya dije, en la época de las cruzadas, Jesús hace rato que había dejado esas reglas en la tierra……”


    Respuesta:

    Estimado: muchas gracias por su comentario. Respecto a lo planteado, intentaremos dar una breve respuesta.

    En primer lugar, como se lee en el actual Catecismo (Nº 828): “al canonizar a ciertos fieles, es decir, al proclamar solemnemente que esos fieles han practicado heroicamente las virtudes y han vivido en la fidelidad a la gracia de Dios, la Iglesia reconoce el poder del Espíritu de santidad, que está en ella, y sostiene la esperanza de los fieles proponiendo a los santos como modelos e intercesores (cf LG 40; 48-51). Es decir, la Iglesia, cuando define en un acto magisterial definitivo (la canonización) que alguien está en el Cielo, no sólo declara que alcanzó la salvación practicando las virtudes en grado heroico, sino que se lo propone como modelo a seguir, es decir, que un fiel llevando ese género de vida, puede alcanzar también la salvación.

    Ahora bien, la pregunta está en lo siguiente: ¿Puede alcanzarse la salvación empuñando las armas?

    El padre Alfredo Sáenz, en ese hermoso libro titulado La Caballería[1], hace un breve análisis que aquí resumimos acerca de la guerra que, como tal, no puede ser grata a nadie. Recuerda el sacerdote jesuita lo de San Agustín, de que “la guerra se hace para lograr la paz[2], por lo que, por repugnante resulte a primera vista, en no pocas circunstancias acaba por ser una necesidad. Y sería tan inhumano ser belicista por principio como pacifista a ultranza. El mismo santo doctor agregaba: “no pienses que nadie puede agradar a Dios si milita con armas de guerra. Militar era el santo David… Soldado era aquel centurión… Soldado era Cornelio, etc… No se busca la paz para promover la guerra, sino que guerra se hace para lograr la paz. Sé, pues, pacífico aun cuando pelees, para que venciendo a aquellos contra los cuales luchas los lleves a la paz”.

    La Iglesia sólo autorizó las guerras justas. “Hay guerra justa –escribe San Agustín– cuando se propone castigar la violación del derecho, cuando se trata, por ejemplo, de castigar a un pueblo que se rehúsa a reparar una acción mala o a restituir un bien injustamente adquirido[3]. Debe agregarse, con Rábano Mauro, el caso frecuente de una invasión que siempre es legítimo repudiar con la fuerza. El más grande enciclopedista de la Edad Media, Vicente de Beauvais, en los mismos años en que toda Francia escuchaba o leía cantares de gesta, durante el reino de San Luis, desarrolló la doctrina agustiniana que siguen vigentes hasta el día de hoy: “Tres son las condiciones para que una guerra sea justa y lícita: la autoridad del príncipe que ordena la guerra; luego, una causa justa, y, por fin, una intención recta”. Y agregaba el compilador del siglo XIII: “Por causa justa hay que entender que no se va contra sus hermanos sino cuando han merecido un castigo por alguna infracción al deber, y la intención recta consiste en hacer la guerra para evitar el mal, para hacer avanzar el bien[4]. No otra cosa enseñaba Santo Tomás de Aquino.

    La idea de la legitimidad de algunas guerras y de la grandeza del soldado cristiano, hizo en el mundo occidental, entre los siglos IV al X, progresos tanto más sensibles, cuanto que se vivió en pleno horror de invasiones, barbarie, luchas mortales entre religiones y razas. No fue extraño que los Padres Apostólicos soñasen con una tierra nueva en la que florecería la paz del Evangelio, aquella paz que Cristo vino a traer al mundo. Pero esas teorías admirables —y un tanto utópicas— debieron inclinarse ante la cruda realidad. El mismo San Agustín, que debió vivir durante las invasiones de los Vándalos, se preguntaba: “¿qué hay de condenable en la guerra? ¿la muerte de hombres destinados a morir tarde o temprano? Tal reproche, en verdad, es para uso de cobardes, y no de hombres verdaderamente religiosos. No, lo que es culpable es el deseo de dañar a otros hombres, el amor cruel de la venganza, el espíritu implacable y enemigo de la paz, el salvajismo de la rebelión, la pasión del dominio y del imperio. Importa que tales crímenes sean castigados, y tal es precisamente la causa merced a la cual, por orden de Dios o de una autoridad legítima, los buenos se ven obligados a emprender en ocasiones algunas guerras”[5].

    La guerra siempre es una desgracia, pero conviene, ya que es inevitable, justificar a los que la hacen honestamente y por el triunfo del bien. Pascal lo ha expresado con palabras insuperables: “Así como es un crimen turbar la paz donde reina la verdad, es también un crimen permanecer en paz cuando la verdad es destruida. Hay pues un tiempo en que la paz es justa y un tiempo en que es injusta. Se ha escrito que hay un tiempo de paz y un tiempo de guerra; es el interés de la verdad el que los discierne”.

    Ahora bien: no toda violencia es mala y hay algún pacifismo que sí lo es; ¿qué le diríamos al violador que, al entrar en casa, desea satisfacer sus placeres con una hija propia? ¿quién dudaría en intentar defender a un hermano cuando la no resistencia podría ser un signo de escándalo para otros?

    La Iglesia siempre ha distinguido entre el inimicus, el enemigo a nivel personal y el hostis, el enemigo público. Ante el primero uno puede (y en muchos casos debe) humillarse. Pero no ante el segundo.

    ¿Qué haríamos si, a una joven que va acompañada de su novio por la calle, al pasar junto a un grupo de muchachotes, alguno le diese un indecente manotón en el trasero?¿qué debería decir el novio? ¿Acaso: “Amor mío: pasemos de nuevo para poner la otra mejilla”? No señor; más vale perder un par de dientes y no el honor debido.

    El mismo que dijo hace 2000 años “no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha ofrécele también la otra” (Mt 5,39), también alabó al centurión romano por su Fe sin “discriminarlo” e incluso armarse en ciertas circunstancias: “pues ahora, el que tenga bolsa que la tome y lo mismo alforja, y el que no tenga que venda su manto y compre una espada” (Lc 22,36); asimismo, viendo que su silencio podía causar escándalo cuando no se defendía frente al sirviente del sumo sacerdote, dijo sin temor a contradecirse: “si he hablado mal, declara lo que está mal; pero si he hablado bien, ¿por qué me pegas?” (Jn 18,23) y no puso la otra mejilla. Asimismo, al menos en dos oportunidades, usó de una violencia justa para echar a los mercaderes del Templo, según se lee en el Evangelio (Mt 21,13 y Jn 2,15). Y antiguamente, la Iglesia no dudaba en canonizar a quienes, habiendo alcanzado las virtudes heroicas, incluso habían empuñado las armas en guerra justa; basta con recordar aquí a San Fernando, a San Luis Rey o a Santa Juana de Arco, entre otros.

    En fin; la historia es magistra vitae (“maestra de la vida”) y hay verdades que, por no repetidas, terminan por olvidarse.


    Que no te la cuenten…

    Padre Javier Olivera Ravasi



    [1] Alfredo Sáenz, La Caballería, Gladius, Buenos Aires 1991, 28-33.

    [2] San Agustín, Carta a Bonifacio, Ep. 189, 6.

    [3] San Agustín, Quaestiones Heptateuchum VI: PL 34, 781.

    [4] San Agustín, Speculum morale, I. III, pars V, dist 124.

    [5] San Agustín, Contra Faustum: PL 42, 447.




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  7. #27
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    Re: La guerra

    ¿Santos violentos?: respuesta a dos comentarios

    junio 17, 2014 febrero 2, 2024 quenotelacuenten


    Publicamos aquí un texto a raíz de dos comentarios realizados en nuestro blog acerca de las Cruzadas.

    Comentario 1: “Para nada de acuerdo…no se pueden justificar guerras armadas, de parte de personas llamadas a la paz y al amor..y demostrarlo para con los demás…las guerras que sucedieron en el antiguo testamento nos sirven para llevarlas a un plano NETAMENTE espiritual, no físico, cuando Jesús vino a este mundo lo hizo para establecer un nuevo pacto, en el cual las «acciones», los «hechos» físicos ya no tenían el valor como antes, todo ahora (y en el tiempo de las cruzadas) es espiritual, y eso es algo que la Iglesia Católica parece no querer entender… En el tema de las cruzadas, no creo que sean justificables, ya que Dios, desde la venida de Jesús, nos exhorta a una vida espiritual y a que nuestras «guerras» sean en ese plano exclusivamente, y como ya dije, en la época de las cruzadas, Jesús hace rato que había dejado esas reglas en la tierra……”


    Comentario 2:“Padre: Si es que tiene respuesta posible. ¿Por qué ya no canoniza la Iglesia a personas que dan su vida por la fe en situación de guerra?”


    Respuesta en conjunto:

    Estimados: muchas gracias por sus comentarios. Respecto a lo planteado, intentaremos dar una respuesta breve.

    En primer lugar, como se lee en el actual Catecismo (Nº 828): “al canonizar a ciertos fieles, es decir, al proclamar solemnemente que esos fieles han practicado heroicamente las virtudes y han vivido en la fidelidad a la gracia de Dios, la Iglesia reconoce el poder del Espíritu de santidad, que está en ella, y sostiene la esperanza de los fieles proponiendo a los santos como modelos e intercesores (cf LG 40; 48-51)”. Es decir, la Iglesia, cuando define en un acto magisterial definitivo (la canonización) que alguien está en el Cielo, no sólo declara que alcanzó la salvación practicando las virtudes en grado heroico, sino que se lo propone como modelo a seguir, es decir, que un fiel llevando ese género de vida, puede alcanzar también la salvación.

    Ahora bien, la pregunta es la siguiente:

    ¿Puede llegar alguien al cielo empuñando las armas? Y, en caso afirmativo, ¿puede ser canonizado?

    Como ya hemos dicho en nuestro blog (AQUÍ), hay que recordar una vez más que no toda guerra es mala. El padre Alfredo Sáenz, en ese hermoso libro titulado La Caballería[1], hace un breve análisis de lo que es la guerra; recuerda allí con San Agustín que “la guerra se hace para lograr la paz[2], por lo que, por repugnante resulte a primera vista, en no pocas circunstancias acaba por ser una necesidad. Y sería tan inhumano ser belicista por principio como pacifista a ultranza, agregando: “no pienses que nadie puede agradar a Dios si milita con armas de guerra. Militar era el santo David… Soldado era aquel centurión… Soldado era Cornelio, etc… No se busca la paz para promover la guerra, sino que guerra se hace para lograr la paz. Sé, pues, pacífico aun cuando pelees, para que venciendo a aquellos contra los cuales luchas los lleves a la paz”.




    Santa Juana de Arco durante la coronación de Carlos VII


    Pero no toda guerra es legítima, por ello la Iglesia siempre ha distinguido entre una guerra justa y una que no lo sea. “Hay guerra justa –escribía el mismo santo de Hipona– cuando se propone castigar la violación del derecho, cuando se trata, por ejemplo, de castigar a un pueblo que se rehúsa a reparar una acción mala o a restituir un bien injustamente adquirido[3]. Debe agregarse, con Rábano Mauro, el caso frecuente de una invasión que siempre es legítimo repudiar con la fuerza. El más grande enciclopedista de la Edad Media, Vicente de Beauvais, en los mismos años en que toda Francia escuchaba o leía cantares de gesta, durante el reino de San Luis, desarrolló la doctrina agustiniana que siguen vigentes hasta el día de hoy: “Tres son las condiciones para que una guerra sea justa y lícita: la autoridad del príncipe que ordena la guerra; luego, una causa justa, y, por fin, una intención recta”. Y agregaba el compilador del siglo XIII: “Por causa justa hay que entender que no se va contra sus hermanos sino cuando han merecido un castigo por alguna infracción al deber, y la intención recta consiste en hacer la guerra para evitar el mal, para hacer avanzar el bien[4]. No otra cosa enseñaba Santo Tomás de Aquino.




    San Luis Rey


    La idea de la legitimidad de algunas guerras y de la grandeza del soldado cristiano, hizo en el mundo occidental, entre los siglos IV al X, progresos tanto más sensibles, cuanto que se vivió en pleno horror de invasiones, barbarie, luchas mortales entre religiones y razas. No fue extraño que los Padres Apostólicos soñasen con una tierra nueva en la que florecería la paz del Evangelio, aquella paz que Cristo vino a traer al mundo. Pero esas teorías admirables —y un tanto utópicas— debieron inclinarse ante la cruda realidad. El mismo San Agustín, que debió vivir durante las invasiones de los Vándalos, se preguntaba: “¿qué hay de condenable en la guerra? ¿la muerte de hombres destinados a morir tarde o temprano? Tal reproche, en verdad, es para uso de cobardes, y no de hombres verdaderamente religiosos. No, lo que es culpable es el deseo de dañar a otros hombres, el amor cruel de la venganza, el espíritu implacable y enemigo de la paz, el salvajismo de la rebelión, la pasión del dominio y del imperio. Importa que tales crímenes sean castigados, y tal es precisamente la causa merced a la cual, por orden de Dios o de una autoridad legítima, los buenos se ven obligados a emprender en ocasiones algunas guerras”[5].

    La guerra siempre es una desgracia, pero conviene, ya que es inevitable, justificar a los que la hacen honestamente y por el triunfo del bien. Pascal lo ha expresado con palabras insuperables: “Así como es un crimen turbar la paz donde reina la verdad, es también un crimen permanecer en paz cuando la verdad es destruida. Hay pues un tiempo en que la paz es justa y un tiempo en que es injusta. Se ha escrito que hay un tiempo de paz y un tiempo de guerra; es el interés de la verdad el que los discierne”.

    Pues no toda violencia es mala. Cristo mismo, al menos en dos oportunidades, usó de ella para expulsar a los mercaderes del Templo según se lee en el Evangelio (Mt 21,13 y Jn 2,15). Y antiguamente, la Iglesia no dudaba en canonizar a quienes, habiendo alcanzado las virtudes heroicas, también habían empuñado las armas en guerra justa; basta con recordar aquí a San Fernando, a San Luis Rey o a Santa Juana de Arco, entre otros.

    Pero entonces vayamos a la segunda pregunta que nos hacían más arriba: ¿por qué entonces ahora la Iglesia no los canoniza o bien elude esa faceta combativa? Es un problema serio que no puede eludirse.

    En primer lugar hay que recordar que la canonización es un hecho político (es decir, prudencial, de gobierno); el por qué se canoniza a éste, antes que a aquél, o a aquél antes que éste, depende simplemente de las decisiones y circunstancias históricas, no de la santidad de la persona (Dios no se somete a nuestras burocracias). Es decir, es lícito y hasta conveniente, posponer en algunos casos esos reconocimientos públicos para evitar daños irreversibles; el caso de Santa Juana de Arco es paradigmático, pues fue canonizada recién 500 años después, entre otras cosas, para evitar disputas entre franceses e ingleses, dado que la jovencita había expulsado a los británicos de su patria en apenas algunos meses.

    Pero si bien puede entenderse que se posponga una canonización por cuestiones circunstanciales, no lo es si se hace por una cuestión de “principios” y menos alegando los principios católicos, es decir, si se dijese: “no se canoniza a tal porque empuñó las armas”. Esta doctrina del pacifismo mal entendido no sólo es errada sino contraria a la doctrina tradicional de la Iglesia y, lamentablemente, pulula en la mente de varios teólogos, incluso en algunos encumbrados y encargados de los procesos de beatificación.




    Santa Juana de Arco y el sitio de Orleans


    Debemos cuidarnos entonces de cierta corriente “irenista”, como la llamaba el Papa Pío XII[6]. Así, se puede canonizar a la Madre Teresa de Calcuta pero no a un requeté español que tomó las armas en defensa de la Fe contra el materialismo ateo; uno se pregunta ¿pero acaso ambos no luchaban –desde lugares diversos–contra el mismo enemigo? ¿acaso no defendían la misma Fe? Claro que sí, pero se ha hecho una opción, una opción política que ya comienza a traer cola pues comienza a engendrar católicos tibios, católicos fríos, católicos de escritorio, católicos apostólicos gandhianos.

    Otro gran doctor de la Iglesia, como fuera San Bernardo, lo avala con su autoridad cuando escribe así sobre los templarios:

    “Marchad, pues, soldados, seguros al combate y cargad valientes contra los enemigos de la cruz de Cristo, ciertos de que ni la vida ni la muerte podrá privarnos del amor de Dios que está en Cristo Jesús, quien os acompaña en todo momento de peligro diciéndoos: “Si vivimos, vivimos para el Señor, y si morimos, morimos para el Señor”. ¡Con cuánta gloria vuelven los que han vencido en una batalla! ¡Qué felices mueren los mártires en el combate! Alégrate, valeroso atleta, si vives y vences en el Señor; pero salta de gozo y de gloria si mueres y te unes íntimamente con el Señor. Porque tu vida será fecunda y gloriosa tu victoria; pero una muerte santa es mucho más apetecible que todo eso. Si son dichosos los que mueren en el Señor, ¿no lo serán mucho más los que mueren por el Señor? [7]

    A estar atentos entonces por si nos quieren mostrar otra doctrina distinta a la de siempre, para…

    Que no te la cuenten…

    Padre Javier Olivera Ravasi



    [1] Alfredo Sáenz, La Caballería, Gladius, Buenos Aires 1991, 28-33.

    [2] San Agustín, Carta a Bonifacio, Ep. 189, 6.

    [3] San Agustín, Quaestiones Heptateuchum VI: PL 34, 781.

    [4] San Agustín, Speculum morale, I. III, pars V, dist 124.

    [5] San Agustín, Contra Faustum: PL 42, 447.

    [6] Pío XII, Humani generis, nº 7.

    [7] San Bernardo de Claraval, De laude novae militiae ad Milites Templi, en Régine Pernoud, Los templarios, Siruela, Madrid 1994, 170. Cursivas nuestras.




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