Fuente: “El Jacobinismo: obra útil en todos tiempos y necesaria en las circunstancias presentes.” José Gómez Hermosilla. Tomo 1, Madrid, Imprenta de D. León Amarita, 1823. Páginas 175 a 194.





Artículo 3º.

El único contrato que acaso, alguna vez, en ciertos países y en determinadas circunstancias ha podido ó puede celebrarse en la sociedad, que es el contrato, ó mas bien concordato, entre gobernantes y gobernados, es precisamente el que no admite Rousseau.


Increíble parece, pero lo estamos viendo á cada paso., que aquellos mismos hombres que mas se precian de filósofos , que tanto presumen de lógicos, y que á cada página nos apestan con lo de .analizar bien las ideas y fijar con precisión el significado de las voces; sean los menos consecuentes en sus principios, los que mas, embrollen á sabiendas las nociones mas sencillas y claras , y los que mas abusen de los términos. Pues este es cabalmente el gran pecado, ó por mejor decir, la voluntaria y maliciosa táctica de los filósofos revolucionarios; y nada me seria mas fácil que demostrarlo , si tuviese tiempo y lugar para examinar una por una las mas famosas producciones del siglo XVIII y del presente, y si el público pudiese tener paciencia para leer sin hastío un examen tan prolijo , y en que á cada paso habría que repetir las mismas observaciones. No siendo pues esto posible, y no debiendo entrar tampoco en el plan de esta obra, á no hacerla interminable , limitémonos á citar por ejemplo la inconsecuencia y mala fe de Rousseau en su Contrato social.

Queda probado hasta la evidencia, si la hay en estas materias, que las sociedades, ni como ahora existen ni como pudieron ser en su origen, se formaron ni pudieron formarse por una acta formal de asociación á que con propiedad pueda darse el título de contrato, en el sentido legal y ordinario que ha tenido, tiene y puede tener esta palabra en todos los pueblos y en todas las edades; y que á lo mas puede decirse que intervino en su formación aquella especie de condescendencia maquinal, casi irreflexiva y forzada, por la cual el hombre se deja conducir según las circunstancias hacia todo lo que puede satisfacer sus necesidades fisicas. Pues bien: esta simple y pasiva aquiescencia á vivir de una manera, á que imperiosa y necesariamente arrastraban al hombre su misma organización y la irresistible tendencia hacia su conservación y bien estar, es la que el gran Rousseau califica con el pomposo título de Contrato, y niega que lo sean las únicas transacciones públicas, á las cuales pudiera convenir en cierto modo aquella denominación, que son las que de tiempo en tiempo se han celebrado en algunos pueblos para terminar las discordias civiles, fijar la suerte de los ciudadanos, y arreglar la forma del gobierno. La maliciosa superchería que hay en esto ya la descubriré á su tiempo; por ahora lo que importa es hacer ver, que estas especies de concordias, que ya se han celebrado alguna vez, pueden celebrarse y se celebrarán sin duda todavía, entre gobernantes y gobernados, son las únicas á que en cierto sentido puede convenir el título de Contrato. Este es un punto muy interesante que todos los revolucionarios han obscurecido y embrollado maliciosamente, y que yo procuraré ilustrar con la mayor claridad; porque de su explicación resultará lo que son las llamadas Constituciones antiguas, y se verá mas claro que la luz, que estas no emanaron de la soberanía popular.

Omitiendo lo poco que pudiera decirse en esta parte sobre las naciones. orientales, cuyos orígenes é historia civil nos son tan desconocidos, y renunciando también á los victoriosos argumentos que podría suministrarme la legislación del pueblo hebreo, porque como ya he dicho , hablo particularmente con los incrédulos; tratemos solo de aquellos pueblos cuya historia profana nos es mas conocida y está apoyada en documentos irrecusables.

Empecemos por la antigua Grecia; y dejando á un lado las vicisitudes políticas de una multitud de reynecillos y obscuras repúblicas de que apenas ha quedado memoria en los anales; limitemos la indagación á los dos famosos pueblos de Lacedemonia y Atenas. Sabido es que establecidos por la fuerza los Heraclidas en el Peloponeso, llegó á consolidarse entre otros el reyno de Laconia, gobernado por dos reyes hereditarios que ejercían indivisa la autoridad soberana; y que con el tiempo mal avenidos entre sí los ciudadanos por la desigualdad de riquezas, por lo variable de las leyes, y por otras mil causas que aquí no es del caso referir, Licurgo, tío y tutor de uno de los dos reyes, formó durante su menor edad, el atrevido proyecto de reformar casi en su totalidad la antigua legislación; y que no solo sin autorización ni consentimiento unánime del pueblo, pero aun contra la voluntad de una facción numerosa, logró establecer su nuevo Código, corriendo grandes riesgos personales hasta salir gravemente herido en una conmoción popular; teniendo que recurrir para conseguirlo á mentidos oráculos, y al fraude de exigir un juramento falaz, y sujetándose á la dura suerte de acabar su vida fuera de su tierra natal. Sin embargo pues de que para la formación de aquel famoso Código no intervino una deliberación general de los ciudadanos; que no se nombraron diputados para discutirle y sancionarle; que en resolución fue la obra de una conspiración de algunos pocos, y que en él estaban mezcladas las leyes que hoy se llaman fundamentales con las que se titulan secundarias, y que por tanto no es una constitución propiamente dicha; no podemos desconocer que en él se propuso por el legislador y demás gobernantes una especie de transacción entre los antiguos y nuevos intereses, entre las antiguas y nuevas instituciones, entre los, abusos y las reformas que el tiempo había hecho necesarias, y entre las pretensiones de las diversas clases y corporaciones. Y como, aunque con repugnancia al principio, fue al fin adoptado y prescribió con el tiempo este concordato entre los gobernantes y el pueblo, no hay duda en que sin mucha impropiedad pudiera decirse que por este contrato fue legalmente instituido el gobierno de Lacedemonia. Y si los señores filósofos se hubiesen limitado á dar el nombre de sociales á las transacciones públicas de esta clase, nadie tendría inconveniente en admitir el Contrato social , explicado y entendido en este sentido racional. Pero como de aquí no resultaba el pretendido derecho de Soberanía popular, porque de estas transacciones, unas han sido obra de los Magnates, otras se han establecido por la. fuerza ó el engaño, estas sin delegación del pueblo y muchas veces contra su voluntad, y aquellas solo con el tiempo y el hábito se han convertido en leyes obligatorias; no quiere el señor Rousseau que las llamemos Contrato, sin embargo de que de un modo ó de otro, y mas pronto ó mas tarde, ha intervenido aquel tácito consentimiento en que hace consistir el contrato primitivo.

Iguales observaciones pueden hacerse sobre las vicisitudes y mas frecuentes alteraciones que experimentó el gobierno de Atenas desde Teseo hasta que fue incorporada en el imperio Romano. En todas sus revoluciones políticas se verá la lucha entre los pobres y los ricos, entre el pueblo y los magnates, y una transacción que por algún tiempo termina las discusiones, y es alternativamente mas o menos favorable á la democracia, á la oligarquía ó á la aristocracia, según la fuerza relativa de los partidos al tiempo de celebrarse la concordia.

Todavía se ve esto con mas claridad en la historia de la república romana; toda la cual está reducida en la parte política á una lucha de cinco siglos entre la plebe y el Senado, es decir, entre el Estado llano y la nobleza, y al triunfo, lento., graduado y definitivo del partido popular, obtenido á fuerza .de sucesivas y bien manejadas transacciones en que siempre arrancaba alguna concesión á su contrario, y debilitaba su poder. Pasemos ya, a las naciones modernas, cuya historia civil es para nosotros mas interesante, porque en las transacciones de que hace mención, están consignados los verdaderos fueros, ó corno dicen nuestros pedantes, las libertades patrias de las naciones actuales.

Sin anticipar aquí lo que se ha de decir luego sobre el origen, la esencia, las ventajas y los inconvenientes del gobierno representativo, bastará recorrer sumariamente la historia general de los Estados formados en Europa con los despojos del Imperio Romano, á consecuencia de la invasión de los Bárbaros del Norte. Numerosas tribus de aguerridos salvages, salidas de los inmensos bosques de la antigua Germania y otras regiones septentrionales, se precipitan enteras sobre el occidente y mediodía de Europa ; y después de vencer en mas ó menos tiempo la mayor ó menor resistencia que les oponen los antiguos dominadores, se establecen definitivamente en las provincias romanas, forman de ellas varios Estados independientes, y fundan en todos las Monarquías que hoy conocemos con el título de feudales.

Ganadas á punta de lanza las nuevas posesiones por unos guerreros que hasta entonces habían vivido libres é independientes en las selvas o en rústicas poblaciones, y no reconociendo en su caudillo otra autoridad que la militar necesaria para llevarlos á los combates; aunque pasados estos continuaron obedeciéndole y le condecoraron con el título de Rey, palabra tornada de la lengua de los vencidos; se deja conocer que el poder de estos Gefes debió de ser muy limitado, que nada podrían hacer en los negocios públicos de alguna importancia sin contar con los principales cabos de su ejército, y que estos serian dueños y señores casi absolutos en las porciones de territorio que respectivamente se habían apropiado, ó les habían sido adjudicadas en la repartición de los despojos. Se infiere también, y consta, que el pueblo vencido fue mirado como una propiedad de los vencedores, y reducido á una especie de esclavitud bajo el título de vasallage, sin mas derechos que los que sus mismos amos quisieron dejarles; derechos que en suma consistían en que los colonos pudiesen usar y disponer de una parte de los frutos, que con su sudor arrancaban á la tierra para mantener á sus ociosos señores. Sin embargo, esta esclavitud tan dura en los primeros días de la conquista fue suavizándose poco á poco, luego que los conquistadores abrazaron la religión de los vencidos, y fueron civilizándose con el trato y compañía de sus vasallos, é incorporándose insensiblemente con ellos por enlaces matrimoniales.

De esta Constitución primitiva de las nuevas monarquías, escrita, como se ve, con la punta de la espada, y no emanada de ningún contrato social ni sancionada por el pueblo soberano, a no ser que se llame también soberanía la necesidad de obedecer cuando no se puede resistir , resultaron y debieron resultar varias consecuencias, que es importante enumerar y distinguir con precisión. 1ª. Los grandes Señores debieron continuar, y continuaron, interviniendo directa é inmediatamente en los negocios públicos y de interés general, concurriendo á las deliberaciones en que de ellos se trataba, ya en épocas fijas, ya cuando eran llamados por el Príncipe. 2ª. Al principio debieron reservarse, y se reservaron, el derecho de elegir nuevo Rey cuando de cualquier modo faltase el que anteriormente ocupaba el trono. 3ª. Las peligrosas disputas, y aun sangrientas guerras á que estas frecuentes elecciones debían dar lugar, unidas al mayor poder que insensiblemente adquirirían los Reyes, y á otras varias circunstancias, debieron hacer, é hicieron con el tiempo, hereditarias todas ó casi todas las coronas. 4ª. Estando tan íntimamente enlazados los negocios civiles con los eclesiásticos, y debiendo entender en estos los Obispos, era consiguiente que estos asistiesen también á las juntas generales en que aquellos se ventilaban, ya en su calidad de Prelados, ya como Señores temporales, cuando sea por donación, ú otro título hubieron adquirido ellos y las Iglesias territorios y vasallos. Y hé aquí la Constitución feudal en su segunda época, formada también sin intervención del pueblo, y dictada en cierto modo por los solos magnates, en virtud del título primordial de primeros cabos del ejército conquistador.

Llegadas las cosas á este punto; acrecentado por una parte el poder de los Señores por el aumento progresivo del número y riqueza de sus vasallos; consolidado por otra el de los Reyes por la sucesión hereditaria y por las mejoras y creces de su patrimonio, y mejorada también, aunque lentamente y por las mismas causas, la suerte de los vasallos mediatos é inmediatos de la corona; los Reyes debieron mirar con zelos el excesivo poder de los Próceres, y el Estado llano llevar con menos docilidad el yugo de los Señores; y de aquí debió resultar una importante novedad en la Constitución, o sea, en la situación política de las monarquías europeas. Los Reyes debieron favorecer por todos los medios posibles la emancipación de los vasallos de señorío, y estos contribuir al acrecentamiento de la prerrogativa Real; y en efecto, así se verificó en todas partes mas ó menos pronto, y con mas ó menos extensión. Para conseguirlo los Reyes concedieron fueros particulares y privilegios á los pueblos, y llamaron á las juntas generales á las personas mas distinguidas del Estado llano , primero como simples consejeros ú hombres buenos , y luego, convertida en derecho la costumbre, permitiendo á ciertas villas y ciudades enviar á su elección cierto número de diputados que expusiesen sus necesidades y quejas, y reclamasen aquellas franquicias y leyes que mejor pudiesen contribuir á su bien estar: y los vasallos de señorío aprovecharon también todas las ocasiones que la casualidad les ofrecía para. substraerse á la inmediata jurisdicción de sus Señores, y ponerse bajo. la protección de la corona. En este tercer periodo es donde realmente empiezan las Cartas, los Fueros generales, y las llamadas Constituciones de las actuales y modernas sociedades: Cartas, Fueros y Constituciones que, cualesquiera que sean sus diferencias particulares, todas se reducen 1.º á concesiones hechas por los Reyes al Estado llano para disminuir el poder de los grandes vasallos, que rivalizaba con el de la soberanía : 2.° á peticiones del mismo Estado llano, que unas veces desatendidas y otras otorgadas, y ya resistidas, ya no contradichas por la nobleza y el clero, mejoraron inmensamente la suerte de los vasallos, redujeron su esclavitud, antes real, á una dependencia menos inmediata y onerosa, é hicieron del pueblo una parte integrante de la nación, igual ya entonces á los otros dos brazos, y luego superior por el número, las riquezas y la fuerza real de sus individuos: y 3.° á los reglamentos definitivos que resultaron de los privilegios Reales y de los otorgamientos acordados en las juntas generales; privilegios y concesiones que regularizaron mas ó menos bien la forma general del gobierno , y convirtieron en derechos las primitivas usurpaciones hechas al poder soberano por los Grandes, y las franquicias y prerrogativas obtenidas por el pueblo como simples mercedes y gracias.

Esta es, mirada en grande, la verdadera y filosófica historia del derecho público de las naciones europeas en la parte que hoy se llama constitucional; historia cuya exactitud puede comprobar cualquiera aplicando estas observaciones al Parlamento y gran Carta de Inglaterra, á los Campos de marzo y mayo, Estados generales y Capitulares de Francia, y á los Concilios, Cortes y Fueros de España. En todos ellos se verá, salvas, como dicen los franceses, les nuances locales, en el primer periodo una nobleza guerrera que apenas deja al Príncipe otra prerrogativa que el título y las insignias de Rey; en el segundo Príncipes que aumentado ya algún tanto su poder otorgan privilegios al Estado llano para deprimir y menoscabar la prepotencia de los nobles; y en el tercero un pueblo que esclavo al principio y vendido juntamente con las tierras que cultivaba, como los ganados que en ellas pacían , va recobrando por grados, y en forma de concesiones graciosas, los derechos sociales. ¡ Y este pueblo ingrato es el que hoy pretende dictar leyes á los Príncipes sus bienhechores, á los mismos que cuando era él mas débil le ayudaron á salir de esclavitud y á reconquistar su libertad!

Y en toda esta formación gradual del derecho público, ¿qué otra cosa hay en resolución que continuas y alternadas transacciones entre el fuerte y el débil, entre el opresor y el oprimido, entre el Príncipe y los vasallos, y en suma entre gobernantes y gobernados? Al principio de las monarquías europeas ¿no eran de hecho los Señores los gobernantes, y los hombres del Estado llano los gobernados? Y todo cuanto estos han ganado ¿ha sido en sustancia otra cosa que efecto de las transacciones que han podido obtener en cada época, según el grado de poder real con que respectivamente se hallaban los vasallos y los Señores? Las modificaciones mismas que la autoridad de los Grandes recibió en diferentes ocasiones, y el acrecentamiento ó disminución de poder que alternativamente reconocemos en los Reyes, ¿qué otra cosa fueron que transacciones entre el cuerpo ó Estado aristocrático y el Supremo gobernante de la nación? Y semejantes transacciones ¿no pudieran llamarse, y lo son en realidad, contratos que han dado la forma que hoy tienen á las sociedades civiles? ¿Y no pudiera darse también, y aun con mas propiedad, el título de contrato al que realmente se celebra todavía en algunos reynos entre la nación y el Príncipe, cuando éste, según la antigua usanza, jura á su advenimiento al trono ó al tiempo de ser reconocido por heredero de la corona, que gobernará según las leyes y guardará los antiguos fueros? Pues á este verdadero contrato que se celebra en algunas sociedades, y que en consecuencia es su único y verdadero contrato social, es cabalmente al que no permite Rousseau que se le dé siquiera el título de contrato. Léase el cap. 16, parte 3ª, y se verá en qué ridículas sutilezas y vanas sofisterías funda su negativa; y cómo por sostener el falso principio de la soberanía popular se ha privado de explicar racionalmente lo único que puede decirse sobre la especie de contratos que en cierto modo han contribuido, no á la formación de las sociedades, sino á dar á ciertos gobiernos la forma en que nos los presenta la historia en sus diferentes épocas. No me detengo á refutar sus sofismas, porque esto pertenece á otro lugar: por ahora baste haber probado históricamente que las cartas, los fueros, las leyes, los reglamentos de todas clases que sucesivamente habían ido modificando y regularizando los gobiernos de las monarquías europeas hasta constituirlos definitivamente en el estado y la forma en que estaban en el siglo de Carlos V, en el cual empieza una época nueva de que se hablará á su tiempo, emanaron en parte de la sola autoridad de los Príncipes, y en lo demás fueron el resultado de continuas, alternadas, y mas ó menos justas transacciones celebradas entre las, tres grandes Clases del Estado, clero, nobleza y pueblo: transacciones en que siempre interviene el Príncipe, ya como parte en su calidad de Señor, ya como mediador, ya como juez que decide entre dos litigantes , y ya como Soberano regulador de la sociedad. Este es un hecho histórico: lo de un contrato expreso ó tácito por el cual todos los individuos de un Estado se hayan convenido en reunirse y formar una sociedad bajo condiciones explícitas ó sobreentendidas, considerado históricamente y respecto de lo pasado, es una fábula desmentida por los anales de todos los pueblos conocidos; y mirado en teoría y para lo futuro , una abstracción que es imposible realizar legalmente sin grandes trastornos é indecibles calamidades.