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Tema: Pueblos que hablan poco. Foxa profetizó genialmente la sociedad mediática

  1. #1
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    Pueblos que hablan poco. Foxa profetizó genialmente la sociedad mediática

    PUEBLOS QUE HABLAN POCO
    (Agustín de Foxá. Diario ABC. 10 de Diciembre de 1950).

    Los pueblos del Norte apenas hablan. El frío y la nieve les tapa la boca. En Inglaterra las conversaciones más interesantes están prohibidas. Es de mal gusto hablar de muertos, de amor, de religión. Es decir de los tres temas más importantes del Hombre. El diálogo queda reducido al deporte y a los perros.

    Cuando el gran Livingstone, perdido en África, es hallado, después de inmensas dificultades por el explorador americano Stanley, éste, sin abrir los brazos ni dar un grito, ni palmotearle en el hombre, estrecha su mano correctamente como si acabara de encontrarlo en el Club y le dice, al ver que es el único blanco entre los cientos de negros que le rodean:
    -¿El señor Livingstone?; supongo.

    La costumbre anglosajona de tener que “estar presentado” para poder hablarse hace imposible los infinitos diálogos que florecen en los vagones de nuestros trenes, en las antesalas de nuestros médicos y dentistas, en el tendido de los toros, o en los entreactos del teatro.

    Los norteamericanos, aunque herederos en muchos aspectos de los ingleses, son menos lacónicos. Pero tampoco dialogan mucho. Cada mañana reciben, con el periódico, la consigna de lo que deben opinar. Un año los “malos serán los nazis; otro, los rusos”.

    Esta ausencia de espíritu crítico hace posible, en esos países, el funcionamiento de la democracia.

    En nuestros pueblos latinos, en donde en el Ateneo se pone a votación la existencia de Dios (quien gana por un pequeño margen) y donde nuestros estrategas de café toman el terrón de azúcar que representa Stalingrado con una cucharilla que es el ejército de Vorochilof y un palillo de dientes que representa a Von Paulus, la democracia, pura y simple, es casi imposible.

    Actualmente en Miami, en Palm Beach, en toda la costa de la Florida, se ha generalizado la costumbre de ir a la playa con un pequeño aparato de radio. Los nadadores, las hermosas bañistas se contemplan sin casi dirigirse la palabra. Un movimiento en el “dial” cambia el tema de una conversación pronunciada por una invisible garganta.

    El hombre común, el moderno, el hombre del futuro, lleva una vida que hace imposible el diálogo. Vive a las afueras de la gran metrópoli; tiene que levantarse a las cinco de la mañana, desayunar a toda prisa, tomar su automóvil y rápidamente llegar a la estación para poder coger el tren que lleva a la ciudad. Allí, un taxi le conduce a la oficina. Le es preciso almorzar de pie unos bocadillos, o mal sentado en el taburete de un bar, sin tertulia y con servilletas de papel. Cuando, realizando la complicada operación del taxi, el tren y el coche propio vuelve a su casa, está rendido. Entonces conecta la radio. La radio es la tertulia familiar, la sobremesa; las noticias del día; las buenas noches. La radio dice las palabras y comentarios que no tuvo con su esposa. La radio sustituye a los amigos. Ella, algunas noches, congrega a los hijos. Es la nueva abuela mecánica, no en torno a la chimenea, sino junto a la nevera.

    La radio está acabando con el diálogo de los hombres; habla por ellos. Llega a la cabaña solitaria del pastor de los Andes y le canta unas sevillanas o una canción habanera; zumba en el motor de nuestro automóvil y como el tábano de las antiguas cabalgaduras no se despega de él, a pesar de la velocidad. Nos dicta, implacable, sus anuncios las noches de luna.

    La muerte del diálogo trae consigo la del amor, la del matrimonio, la de la amistad. Esa maravilla de ir descubriendo un alma, como un continente desconocido, es un placer que nos está vedado.

    En el mundo moderno, anglosajón, por falta del diálogo ya se ha perdido el almuerzo, y la misma cena está muy amenazada.

    Sin chistes, sin charla, sin risotadas, sin conversación, ¿para qué los platos delicados, las venerables recetas de cocina? ¿Para qué los alegres vinos y las azules angulas matadas con tabaco cubano, o los burgaleses corderos de dos madres, o los pavos cebados con nueces, que brindan con una copa de champán antes del sacrificio, para dar sabor a su carne?

    Para las gentes que no aman conversar, basta con entrar a una farmacia (que es donde se expenden) y pedir alguna de esas variedades de “sandwich” que, para no perder el tiempo, están ya previamente numerados.

    -Deme el número dos. O el cinco.

    El almuerzo dura unos minutos. Tal vez por eso han inventado el chicle, para suplir ese déficit de masticación de sus mandíbulas.

    Los “slogans” políticos, las consignas, los anuncios han fabricado una especie de comprimidos mentales, un criterio en píldoras, que evita toda reflexión. “Vacaciones sin Kodak”, “Telón de acero”, “La quinta columna”, “Las fuerzas del mal”, “Por la libertad y la democracia”, etc, etc.

    El escaso diálogo que aún sobrevive, carece de saltos imaginativos, de sorpresas, de emboscadas, de agresión. Ya no es un alegre esgrima del espíritu. Los floretes están cubiertos de herrumbre.

    Cuando nos invitan a una reunión, ya sabemos, de antemano, lo que nos van a preguntar. Y lo que es más grave, lo que tenemos que responder. Podríamos llevar un disco de gramófono que hablase por nosotros, mientras nos dedicábamos a pensar en otras cosas.

    Una cultura es materialista o espiritualista, según predomine en ella el ojo o el oído.

    La vista es materialista. El “ver para creer” de Santo Tomás es mucho más peligroso que la negación de Pedro. El oído es espiritual. Escucha; es decir, tiene vida interior. Porque no ve, imagina, sueña.

    El ciego es dulce y está lleno de espíritu. El sordo, generalmente, es malhumorado, egoísta. A las mujeres idealistas se las gana por el oído. Una mujer sin espíritu nunca se enamorará de Cyrano porque está viendo la largura de su nariz y no escucha su madrigal.

    Nuestra civilización es óptica. El ojo es nuestro protagonista, se le ha agrandado hacia arriba con el telescopio y hacia abajo con el microscopio.

    El teatro de nuestras muchedumbres, es decir, el cinematógrafo, es visual, no auditivo. El diálogo es lo de menos; lo que importa es la acción, el argumento. Una conversación en el celuloide no resiste más de tres minutos. Los diálogos se contratan aparte. Y se paga poco por ellos. En el reparto el “dialoguista” viene detrás del ingeniero del sonido, entre el decorador y el encargado del maquillaje. Se ha llegado a lo monstruoso; a poner diálogos españoles en bocas que se mueven con la fonética inglesa. Se ha desligado el diálogo del gesto. Es una mercancía más; no depende de la boca, de los ojos, de la expresión. Caras eslavas, voces de Castilla.

    La Humanidad, al olvidarse de hablar, dejará también de pensar; perderá todo espíritu. Eso irá ganando el feroz Estado mundial que nos amenaza para el porvenir. La propaganda sistemática, dirigida por técnicos y psicólogos, va idiotizando insensiblemente a la Humanidad. Se está socializando la estupidez. Pronto habrá “detectores del pensamiento”. Todos los cerebros serán como de cristal, transparentes. El mayor delito será el del Yo. El peor crimen, la personalidad. Y una férrea minoría dirigente gobernará, tranquila y tediosamente, sobre un triste universo de sordomudos.

    Fuente: EL RETA BLOG: AGUSTÍN DE FOXÁ, EL GENIO OLVIDADO. Jorge Álvarez.
    Última edición por Kontrapoder; 13/10/2013 a las 09:03
    Ordóñez, Hyeronimus, Mefistofeles y 4 otros dieron el Víctor.
    «Eso de Alemania no solamente no es fascismo sino que es antifascismo; es la contrafigura del fascismo. El hitlerismo es la última consecuencia de la democracia. Una expresión turbulenta del romanticismo alemán; en cambio, Mussolini es el clasicismo, con sus jerarquías, sus escuelas y, por encima de todo, la razón.»
    José Antonio, Diario La Rambla, 13 de agosto de 1934.

  2. #2
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    Re: Pueblos que hablan poco. Foxa profetizó genialmente la sociedad mediática

    Excelente Agustín de Foxá. Un artículo verdadermanete acertado que describe a la perfección, sesenta años después, el grado de americanización que estamos sufriendo. En tiempos de Foxá todavía era normal poder hablar de aquellos maravillosos e infinitos diálogos que florecían en los vagones de los trenes, en las antesalas del médico o en el tendido de las plazas de toros... Hoy ya nadie habla en los autobuses, ni en los trenes, ni en la sala de espera del médico... ni casi en el hogar familiar (si es que aún se pudiera hablar de la existencia de esta unidad básica de convivencia como una realidad que articula nuestra sociedad...). España se ha hecho decadente, en la medida en que se ha hecho anglosajona y en los trenes se ha prohibido fumar y ya no se pueden abrir las ventanillas.

    _______________________
    P.D.: Pero el problema no consiste, precisamente, en el diseño de los trenes modernos sino en el 'rediseño' de todas nuestras cabezas. Y eso por no hablar de la proliferación de teléfonos móviles y artilugios parecidos que hacen mantener constantemente a todo el mundo con la cabeza gacha, hociqueando todo el día en el fango de la basurilla de los wasap y demás inmundicias...
    Última edición por jasarhez; 13/10/2013 a las 22:19
    Kontrapoder, ALACRAN y Hyeronimus dieron el Víctor.

  3. #3
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    Re: Pueblos que hablan poco. Foxa profetizó genialmente la sociedad mediática

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    Juan Manuel de Prada
    Conversación

    Hemos dejado de conversar como antaño lo hacíamos, de pegar la hebra o darle al palique o como quieran ustedes llamarlo. Si hay un rasgo que hermana a los pueblos latinos es que tradicionalmente eran buenos conversadores; y conviene especificar que 'conversador' no significa 'verboso' ni 'facundo', ni siquiera 'locuaz'. 'Conversar' no es hablar tan solo, sino más bien como la propia etimología de la palabra indica «dar vueltas en compañía». ¿Y dar vueltas a qué? Pues a todo lo que se tropieza en nuestro camino empezando por uno mismo y siguiendo por nuestro interlocutor, como perrillos curiosos y juguetones, dar vueltas a todo lo que la multiforme vida nos brinda cada mañana, que siempre es algo distinto e irrepetible. Conversar es entretejer la vida con palabras, celebrarla e inquirirla en su misterio, probar a desvelarla y, cuando hemos descubierto al fin que su misterio es inagotable, seguir sin embargo asediándola, por el gusto de la compañía. Conversar, a la postre, es ir descubriendo un alma, a medida que probamos a descifrar el mundo: nuestra propia alma, desde luego, pero sobre todo el alma de la persona que conversa con nosotros; sin atosigamiento, sin prisa, sin afán ni interés alguno, disfrutando del paulatino descubrimiento, como quien disfruta de un paisaje nuevo. Conversar es uno de lo más altos placeres del espíritu, tal vez el más alto de todos; y por ello mismo quienes anhelan la muerte del espíritu se empeñan tanto en dificultarlo e impedirlo.

    La conversación en los pueblos latinos siempre había sido un instinto natural que afloraba a la más mínima oportunidad: desde luego, al calor del hogar (durante generaciones, congregados en invierno en torno de la chimenea y en verano a la sombra de la parra, nuestros antepasados conversaban incansablemente), pero también en los lugares más insospechados, y entre personas que no se conocían de nada hasta ese momento: en la sala de espera del médico, en el vagón del tren, en la cola de la compra. De las conversaciones familiares al amor de la lumbre o al resguardo de la parra nacían unos afectos fuertes y duraderos (no es posible amar sin conocer, y al conocimiento de las almas se llega a través de la conversación); y de aquellas conversaciones impremeditadas que se entablaban en los lugares más peregrinos brotaban de vez en cuando amistades espontáneas, y en cualquier caso pasajeros deleites que ensanchaban nuestro horizonte vital. Aunque yo ya crecí en una época en que la conversación empezaba a estar perseguida por hábitos de nuevo cuño que conspiraban contra el sentido comunitario de la vida, recuerdo que cuando era niño mis padres mantenían conversaciones frecuentes con casi todos los vecinos del edificio en el que vivíamos; treinta años después, yo apenas conozco a los vecinos de mi edificio, con los que cruzo ¡a regañadientes! algún saludo en ascensor o, como mucho, algún trivial comentario meteorológico.

    En la vida absurda que llevamos, todo conspira contra la conversación: nos obligan a viajar hacinados en los transportes públicos para ir a la oficina; para hacer menos aflictivo nuestro hacinamiento, nos enchufamos al oído aparatos que nos aíslan de la realidad circundante, o vivimos prendidos de pantallas que nos transmiten un espejismo de compañía (¡cientos, miles de amigos virtuales!) y que, en realidad, no hacen sino ahondar nuestra soledad; llegada la hora de la comida, lo hacemos de cualquier manera, acuciados siempre por el reloj, sin posibilidad de sentarnos a una mesa en compañía grata, mucho menos de disfrutar de una sobremesa; cuando regresamos a casa, más cansados que unos zorros, encendemos el televisor, para que unos tíos que repiten como papagayos las consignas y eslóganes que les han transmitido sus jefes de negociado o partido nos llenen la cabeza de mierda, o nos zambullimos en interné, para repetir o retuitear las consignas y eslóganes con los que previamente nos han machacado las meninges, creyendo ilusoriamente que son pensamientos originarios.

    Y, antes de acostarnos, ponemos un poquito la radio, 'para que nos haga compañía'. O más bien para que nos haga olvidar que no tenemos compañía; o que, si la tenemos, no sabemos qué hacer con ella, porque han logrado que dejemos de conversar, porque han conseguido que dejemos de sentir curiosidad por el alma del prójimo, para que la nuestra se gangrene y envilezca. Y así nuestra vida termina siendo como la de los muebles, con los que alguien siempre termina haciendo leña.

    FUENTE: Conversacin
    Última edición por Kontrapoder; 14/11/2013 a las 06:50
    Hyeronimus dio el Víctor.
    «Eso de Alemania no solamente no es fascismo sino que es antifascismo; es la contrafigura del fascismo. El hitlerismo es la última consecuencia de la democracia. Una expresión turbulenta del romanticismo alemán; en cambio, Mussolini es el clasicismo, con sus jerarquías, sus escuelas y, por encima de todo, la razón.»
    José Antonio, Diario La Rambla, 13 de agosto de 1934.

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