Jarrones chinos



JUAN MANUEL DE PRADA






EN España, nos aleccionaba Manuel Azaña, el mejor modo de guardar un secreto es publicar un libro. Los venerables Aznar y González, celosos custodios de sus secretos, publican sendos libros para mejor guardarlos, pero sus respectivas camadas –tal vez porque no saben nada de libros, ni de secretos, ni de España– pegan la espantada y no acuden a las presentaciones, temerosas de salir retratadas en los libros de marras con una rémora de secretos poco favorecedores. Los que no leen libros piensan absurdamente que los libros sirven para divulgar secretos, y no para guardarlos; y por eso temen más los libros que a la suegra y a la gripe aviar juntas y en comandita.
A mí esto de que los próceres de la política se metan a escritores me parece que da mucho empaque a nuestro Parnaso. El Lacio tiene a Julio César, al que se puede considerar el fundador del gremio; la Pérfida Albión tiene a Churchill, que escribía de pena pero ganó el Nobel (ya se sabe que Dios, para castigar al inventor de la dinamita, quiso asociar su nombre al de los escritores más horrendos); y los gabachos tienen a De Gaulle, que escribía como los ángeles, y al petardín de Giscard, que perpetró una jaimitada de pajillero, imaginándose un idilio de viejo verde con lady Di. En España, más que políticos metidos a escritores, tenemos a escritores metidos a políticos, de Saavedra Fajardo a Jovellanos y Azaña, porque en España escribir es llorar y politiquear da al menos para llenar el bandullo; y los políticos metidos a escritores han sido más bien retoricones y somníferos, aunque a todos (tal vez por ello mismo) los hayan hecho académicos, de Cánovas a Castelar, pasando por Maura y Canalejas. Ahora, con los venerables Aznar y González escribiendo como descosidos, tenemos una oportunidad histórica de refrescar esta benemérita tradición de políticos académicos; y quedaría muy molón y equidistante que ingresaran ambos en la Docta Casa, al alimón y cogiditos de la mano, como en su día Cebrián y Anson: González con su alba pelambre y su bronceado de rayos uva, como un Copito de Nieve urdidor de haikus con acento sevillí; y Aznar con su planta de airgamboy y su casquete capilar azabache con coruscantes irisaciones caoba (o directamente pelirrojas, según como le dé la luz). Hay lenguas viperinas que se hacen cruces del vigor capilar de Aznar, ignorantes de que su nueva vocación literaria, de tan caudalosa, ha hecho correr la tinta por sus venas y le ha trepado al cabello, como una congestión o apoplejía de fulgurantes epítetos y enardecedoras metáforas. Nos dice el venerable González en su más reciente libro que «los expresidentes son como grandes jarrones chinos en apartamentos pequeños: se supone que tienen valor y nadie se atreve a tirarlos a la basura, pero en realidad estorban en todas partes». Pero la Academia es espaciosa y un par de jarrones chinos fardarían un montón en medio de su colección de cántaros; y, además, podrían ir calentando el sillón a Rajoy y Zapatero, que pronto serán también jarrones chinos, aunque de bazar de todoacién, a diferencia de los venerables Aznar y González, que en comparación parecen de la dinastía Ming.

En busca de algún secreto escondido me sumerjo en el libro recién publicado de Aznar y descubro que en las postrimerías de su mandato gustaba de pegarse galopadas por la orilla del mar, melena al viento, a lomos de un caballo (no sé si el que le regaló Gadafi) que no se llamaba Janto como el de Aquiles, ni Bucéfalo como el de Alejandro, ni Babieca como el de Mío Cid, sino… Figo. Un hombre que bautiza Figo a su caballo tal vez no merezca figurar entre los hijos predilectos de Marte, pero está pidiendo a gritos la gloria del Parnaso, en forma de sillón académico.






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