Política de Dios

JUAN MANUEL DE PRADA



TODOS los males de España se resumen en que hemos dejado de leer a nuestros clásicos. Si a nuestros príncipes, en lugar de atiborrarles la cabeza con tanto máster mamarracho en Harvard y tanto cursillo de la señorita Pepis, les hubiesen asignado un ayo que les leyera la gloriosa Política de Dios y gobierno de Cristo, de Quevedo, nos habríamos ahorrado todos nuestros males. Sobre los cuidados que debe tener el monarca con la parentela propia, Quevedo escribía: «El buen rey no debe permitir que sus estados se gasten en hartar parentelas. Si en el reino espiritual se temen padres y mujer o hermanos, en el temporal, donde es tan poderosa la asistencia, la importunación y la vanidad, ¿cuánto será justo temerlo y evitarlo?». Y, sobre el deber del rey de velar sobre la hacienda, impidiendo que se le arrimen garduñas: «No sólo ha de dar a entender el rey que sabe lo que da, mas también lo que le toman; y que sepan los que están a su lado que siente aun lo que ellos no ven, y que su sombra y su vestido vela».
Y ni siquiera se olvida de advertir Quevedo contra los judas que, para rehabilitar la imagen del monarca ante sus vasallos, lo exhortan a disminuir sus rentas: «Quien del patrimonio de vuestra majestad, de sus rentas y vasallos, de su regalo, de su casa, quita para diferentes designios, sea para lo que fuere como no vuelva a su reputación el útil, ése Judas es, de Judas aprendió; porque quitar del rey, llévese donde se llevare, dese a quien se diere, es hurto forzoso. (…) Es arbitrio de los ministros imitadores de Judas poner en necesidad al rey, para con los arbitrios de su socorro y desempeño tiranizar el reino y hacer logro del robo de los vasallos; y son las suyas mohatras de sangre inocente». Este consejo quevedesco se me antoja especialmente valioso ahora que los daños infligidos a la monarquía por la falta de celo y por las parentelas importunas y vanidosas se pretenden remediar reduciendo el presupuesto de la Casa Real. Lo que no es sino añadir mal sobre mal; y terminar de enterrar la monarquía.
Quevedo escribía estos consejos en una sociedad jerárquica, donde el monarca fijaba su ideal en Cristo; y donde el pueblo fijaba su ideal en el monarca, tal como nos lo describía Juan de Lucena en su Epístola exhortatoria a las letras: «Jugaba el rey, éramos todos tahúres; estudia agora la reina, somos todos estudiantes». Ocurría esto en una sociedad jerárquica; pero en la sociedad democrática, el único ideal del hombre –como nos advirtiera Nicolás Gómez Dávila– consiste en «comprar el mayor número de objetos, hacer el mayor número de viajes y copular el mayor número de veces». Se equivocaron los reyes, al tratar de adaptarse a este ideario democrático, presentándose ante el vulgo como coleccionistas de objetos, viajes y cópulas; y vuelven a equivocarse cuando, por hacerse perdonar pasados errores, tratan de halagar el igualitarismo democrático, haciendo alarde de abajamiento: porque todo igualitarismo tiene su fundamento en la envidia (que nunca se sacia, como también nos enseñó Quevedo), como toda jerarquía lo tiene en la emulación, que se colma fecundamente mediante su ejercicio. Quiero decir que democracia y monarquía son, a la larga, in-com-pa-ti-bles; y que todo esfuerzo por compatibilizarlas acaba en la rampa de un juzgado, o en la guillotina (según el humor de cada época), porque, como también nos recordaba Gómez Dávila, «en las democracias, donde el igualitarismo impide que la admiración sane la herida que la superioridad ajena saja en nuestras almas, la envidia prolifera».
¡Y pensar que todos estos males no habrían ocurrido si en España no hubiésemos dejado de leer a nuestros clásicos!

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