Más sobre la filantropía
JUAN MANUEL DE PRADA
PARA entender la entraña de la filantropía, que es una parodia aberrante y azufrosa de la caridad, habría que entender primero la entraña de las ideologías, que no son sino herejías del cristianismo que divinizan al hombre y le prometen el paraíso en la Tierra, olvidándose de la salvación de su alma. Pero, olvidando la salvación del alma, tales herejías no son como los ingenuos piensan crudamente carnales, sino, por el contrario, radicalmente idealistas; porque sólo siendo idealistas, sólo urdiendo sublimes y pomposas espiritualizaciones que «desencarnen» la realidad, pueden aspirar a imponer sus falsos dogmas, que la cruda y carnal realidad se encarga sistemáticamente de refutar. De esta vocación idealista surge la filantropía, que ama a la Humanidad en general y se escaquea del hombre en concreto, según nos enseñase Dostoievski. Hijas pestilentes de la filantropía son, a nivel de picaresca doméstica, ciertas iniciativas (apadrinamientos en la distancia, telemaratones solidarios, etcétera) que tratan de explotar la mala conciencia y avivar la ansiedad del hombre sin caridad, al que se permite disfrutar por un módico precio de un sucedáneo aséptico; y, a un nivel más transnacional (y preternatural), las instituciones presuntamente benéficas surgidas como hongos al cobijo de la ONU, cuyo único fin disfrazado siempre de coartadas emotivistas es convertir a los pobres en lacayos del Nuevo Orden Mundial.
Fijémonos, para entender más claramente la naturaleza monstruosa e inhumana de la filantropía, en la epístola de San Pablo a Filemón. Allí se nos cuenta la historia de un esclavo fugitivo (el equivalente a un inmigrante ilegal de nuestros días) que acude a Pablo, a la sazón anciano y prisionero en Roma, en demanda de ayuda. Si Pablo hubiese sido un filántropo, no habría estado en la cárcel sino regentando una fundación; y de inmediato habría escrito una carta al emperador, solicitando que se abolieran las leyes a favor de la esclavitud y en contra de los fugitivos, a los que habría exigido que se les permitiera circular libremente a través de las fronteras; a continuación, Pablo habría escrito a Filemón (al filántropo le molan los envíos masivos y los retuiteos), exigiéndole que manumitiese a Onésimo. Pero observemos que Pablo hace exactamente lo contrario: en primer lugar, convierte y bautiza al esclavo Onésimo (por eso escribe que es un «hijo al que ha engendrado en la prisión»); y, una vez bautizado, se lo envía a su amo Filemón, pidiéndole que lo reciba como a un hermano en Cristo. No le dice que lo manumita, ni que monte la ONG Filemona dedicada al asilo de fugitivos, ni que organice manifestaciones ante el palacio del emperador, reclamando la abolición de la esclavitud, ni parecidas soplapolleces. Como no era filántropo, Pablo mira primero por la salvación del alma de Onésimo; y, después, se preocupa por la salvación de su cuerpo concreto, encomendándolo a quien sabe que lo acogerá como a un hermano.
El filántropo impediría que Onésimo fuese bautizado (¡para preservar su libertad religiosa, oiga!) y no cejaría en su activismo hasta conseguir la abolición de la esclavitud y de las leyes contra los fugitivos (o ilegales). Y Onésimo, entretanto, iría languideciendo en trabajos chungos hasta perecer de hambre, o se dedicaría a la delincuencia para sobrevivir, porque ningún filántropo lo acogería como a un hermano. Salvo que tuviese la suerte ¡albricias! de tropezarse en su camino hacia la inanición o el crimen con cierta periodista de progreso que según confesó en entrevista famosa a Marine Le Pen acoge inmigrantes en su casa. El filántropo, además de desencarnado y hereje, es un hipocritón con una jeta de feldespato.
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