La importancia de llamarse Yurisleidy
SERAFÍN FANJUL
La onomástica utilizada en culebrones y telefilmes hispanoamericanos todavía nos deja estupefactos. También en sus rótulos de presentación. Y entre los inmigrantes de ese origen. Una auténtica orgía de nombres exóticos. Y con la predisposición de nuestro país a engullir cualquier novedad frívola como si formase ineludible parte del orden cósmico, ya hace años que Vanessas, Samanthas y Sheilas crecieron y tienen hijos. Pero los Kevin y Walter no han ganado la partida a Pablos y Danieles. Por ahora.
La onomástica es una expresión cultural de primer orden, por electiva y completamente voluntaria: a través del nombre del hijo se manifiesta lo que se quiere, o querría, ser. Y a contrario, lo rechazado, una pulsión inconsciente, inmersa en corrientes de moda o presión social, sin que el individuo llegue a formular o formularse posturas o consecuencias. A veces sí, porque no me negarán ustedes que mutar de Antonio a Antoni no implica una mejora notable en el estatus, calidad y cultura del mutante. O de Juan o Lola a Joan o Dolors, como algunos que conozco: otra categoría, vas tú a comparar.
Se afirma así un deseo de adscripción o pertenencia religiosa (quienes se hacen moros y pasan de Manolo a Mustafá), política, emocional, artística, deportiva, etc. No es nada nuevo. En la España medieval, hasta el siglo XII, los antropónimos visigodos predominan en la documentación conservada, incluso sobre los latinos (en un texto de Braga del año 900, en la totalidad de los nombres), hasta que estos se impusieron a través del recuerdo de santos cristianos, pues la fe es el principal medio de difusión y baluarte de componentes culturales básicos. Aun en el siglo XIII, la Primera Crónica General de España narra la consagración de «la iglesia de Sant Yague [siglo X]. Et fueron en aquel consagramiento (…) don Herminigildo obispo de Oviedo, don Egila obispo de Orens, don Recaredo obispo de Lugo, don Sisnando obispo de Yria, don Theodosindo obispo de Bretonica…”; y solo por el prestigio político y social que otorgaba, la España de la Reconquista, de clara base neolatina, mantiene esos nombres cuando la lengua y el poder visigóticos solo constituían un vagaroso recuerdo que, sin embargo, coadyuvaba a la identificación con el embrionario sentimiento nacional de continuidad del antiguo reino toledano, en paralelo con la subsistencia del derecho germánico en los fueros españoles y portugueses. Y proliferan nombres como Gerardo, Guillermo, Raimundo, Tello, Menendo, Sandino, Alfonso, Ansaldo, Galindo, Ramiro, Fernando, Uisando/Guisando, Argando…
En el siglo XIX hispanoamericano, la emancipación política y el inicio de la descatolización religiosa traen, entre las clases ilustradas (al contrario que en la actualidad) y quienes tienen contacto con el exterior, junto con la penetración francesa y anglosajona –que no se limita a economía y comercio–, la búsqueda de lo nuevo y sorprendente en línea con un vago rechazo de lo español, que también aparece en la onomástica, incluso en nombres que tenían fácil traducción en la lengua del país. Y entran Milton, Nelson, Washington, Alexander, Elizabeth, Giselle… Sin descuidar las resonancias épicas de la Antigüedad (y vendrán Ciro Alegría, Homero Aridjis, Octavio Paz, Alcides Arguedas, Leónidas Trujillo; hasta un Hammurabi he conocido, que ya son ganas). Pero el predominio entre las clases populares de nombres hispanos y del santoral católico perdura hasta la irrupción de sectas protestantes, puntualmente auspiciada –y no por casualidad– por Inglaterra y Estados Unidos, igual que se hacía en la España del XIX, de suerte que se introducen los bíblicos (del Antiguo Testamento) Jonathan, Eliezer, etc., antes infrecuentes, pues su origen hebreo los había vuelto poco recomendables, aunque otros, bien castellanizados y relacionados con el Evangelio cristiano, se usaran con toda normalidad ( José, Manuel, Rafael, Jesús, Gabriel, Juan, María). La asociación irracional e inconsciente de onomásticos extranjeros, sobre todo ingleses, con la modernidad, por añadidura a no pequeñas dosis de cursilería y esnobismo conduce (también en España, ojo, en esta peregrina tómbola no se salva nadie) a procurar rarezas incluso en la grafía, si los padres fueron sensatos y nos topamos con Esther, Martha, Yulia…, si bien con notables oscilaciones según clases sociales, países y edades.
Pero el país que se lleva la palma en tan portentosa moda es, sin duda alguna, Cuba. Con el paradójico agravante de ocurrir bajo un Estado intervencionista hasta el paroxismo en vidas y haciendas, las pocas que hay. Al lado de la base hispana que subsiste entre profesionales de nivel alto o medio alto, guajiros que conservan la cultura tradicional y gentes «del interior», los nombres clásicos va tiempo que fueron barridos por los Frank y Jennies (a veces, de un nombre español se extrae un diminutivo inglés o híbrido: Franqui, o Franky o Frankie; o Yoni o Johnny, o como ustedes gusten) y las vicisitudes políticas vividas por el país dejaron su huella en Indiras, Yuris, Larissas, Paveles, Ludmilas, etc., aunque los nombres rusos andan de capa caída hace años y no hay que explicar por qué. Sin embargo, la riada de dislates se desencadenó en los años cincuenta con las radionovelas de Delia Fiallo, que empezó a introducir heroínas con nombres de flores y piedras preciosas (como también se hace en los culebrones actuales) y de ahí se saltó a otros –digamos para entendernos– de creación expresiva a través de la fonética y aparecieron en ringlera infinita Erlys, Yenier, Yordany, Ioanni, Yuriorquis, Osmani (y Osmanis, que no es lo mismo, obviamente), Niurka, Niusdelys, Leidy, Mileidy, Yuleidy, Yurisleidy y cualquier cosa que se quiera inventar. Por ejemplo, el nombre del padre, o madre, al revés y de tal guisa nace y pace Odlanier (de Reinaldo), o se toma parte del nombre de la progenitora (no sé si Uno o Dos, según la nomenclatura y Nomenklatura del PSOE) y otra del progenitor (al estribillo con Uno y Dos) y ya se pueden inscribir Daribel (de Darío e Isabel), o Elián, el balserito cuya madre se llamaba Elisa y su padre Juan, el primito de Marisleysis, que también va servida. En otros casos, la majadería –y que me perdonen mis queridos cubanos, porque no hablo de todos– se llama Usnavy (imaginen de dónde lo sacaron), Yusimí (de You see me) u «O» (así como suena, «O»). Por fortuna, la fonética limita mucho la intrusión de tontunas y Hassan García o Alí Gutiérrez se ven privados de la dulce compañía de Hoda Barreiro.
Inevitable extraer algunas conclusiones: pérdida de peso ideológico del catolicismo, importación de modas y modelos culturales, poco o nada digeridos, a través de los medios de comunicación masiva, alienación a gran escala de gentes sin arraigo en formas de la cultura superior propia, por la que se siente escaso aprecio, insatisfacción con la identidad que se vive, simpatías mal fundadas en la realidad hacia otras sociedades. Aunque subsista la última trinchera de la lengua, el panorama es desolador, como síntoma de sociedades en descomposición: también la nuestra. Si bien se me podrá objetar –lo admito– que si don Sisnando pudo ser obispo de Yria, ¿por qué Epaminondas Romero o Rockefeller Lechuga no van a poder darles a las tumbadoras o jugar a pelota? Porque, en definitiva, estamos hablando de clases sociales. Busquemos por ahí.
Serafín Fanjul, de la Real Academia de la Historia.
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