Antes de reproducir los dos discursos inaugurales realizados por Elías de Tejada, quisiera hacer dos puntualizaciones sobre el contenido de los mismos:
1. La necesaria revisión y matización de los enjuiciamientos negativos categóricos que el Profesor Elías de Tejada lanzaba sobre el periodo de la Monarquía Española de 1700-1833, y que estudios serios que ya se estaban realizando paralelamente en aquélla época de la década de los sesenta (y que han venido continuándose hasta hoy) arrojan un panorama que, si bien estaba necesitado de algunas pequeñas reformas en virtud de algunos errores accidentales que no comenzaron con los Borbones sino que ya venían arrastrándose y acumulándose de la época austracista, era bastante bueno en su generalidad y, lo que es más importante, sin ruptura con la Tradición política-constitucional española, ruptura que luego sí ocurriría a partir del fatídico año de 1833.
Me parece que a Francisco Elías de Tejada le sorprendió la muerte cuando todavía no se había metido de lleno en el estudio del siglo XVIII y primer tercio del XIX, y quizá de ahí vengan sus exageraciones de valoración negativa sobre este periodo de la Monarquía.
2. El error gravísimo de Elías de Tejada de caer en las garras del integrismo político. Recordemos que el integrismo político consiste en la extralimitada defensa de unos Principios teóricos o doctrinales ortodoxos, pero al margen de su personificación legitimista en la política práctica o concreta. Elías de Tejada no cae en el integrismo político exagerado (escepticismo o accidentalismo en cuanto a las formas de gobierno) ya que defiende la Monarquía como forma de gobierno correcta y propia del pueblo español, pero sí cae en el integrismo político moderado (escepticismo o accidentalismo dinástico o en cuanto a la persona que representa o abandera legítimamente -o conforme a Derecho- en cada momento político concreto los Principios políticos tradicionales españoles).
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PRIMER CONGRESO DE ESTUDIOS TRADICIONALISTAS
Discurso Inaugural pronunciado por el Presidente del Congreso Excmo. Sr. D. Francisco Elías de Tejada y Espinola
Madrid
Diciembre 1964
Centro de Estudios Históricos y Políticos “General Zumalacárregui”
Queridos amigos y correligionarios:
Tal es el confusionismo de la hora en que nos movemos, que resulta imprescindible fijar desde el principio lo que somos y lo que queremos. Muchos congresos semejantes, y ahí está el de hace un año en Roma, quedaron en yermamente ineficaces a causa de no haber precisado sus organizadores la razón por la que los asistentes venían a estudiar en común este gran tema de la Tradición política. De ahí la preocupación que tuvo desde el primer momento el comité organizador de este congreso por fijar, de una parte, la absoluta independencia de sus miembros respecto a toda guisa de instituciones oficiales u oficiosas, de otra, por sentar con nitidez los objetivos que se perseguían.
Harta falta hacen ambas cosas para eliminar malentendidos una vez nos congregamos aquí para dialogar en tiempo en que la palabra diálogo anda en boca de las gentes y cuando existen tantos medios de entablar diálogo, sea por los fines, sea por la manera en que se dialoga. Los que aquí estamos dialogando, dentro de límites bien ciertos: los que imponen nuestras calidades de católicos y de españoles, en el fondo, la misma y sola cosa. No queremos perder un ápice de aquella sabida, legendaria, honrada fidelidad a la Silla que en Roma sentó Pedro para lumbre segura de la humanidad militante y angustiada, y haremos nuestras en este caso las admoniciones de Pablo VI en la reciente Ecclesiam suam. Decimos, con el Papa felizmente reinante, que “nuestro diálogo no puede ser debilidad respecto al compromiso con nuestra fe”, ni queremos, a tenor de las palabras magistrales del pontífice, “transigir con una especie de compromiso ambiguo respecto a los principios de pensamiento y de acción que deben definir nuestra profesión cristiana”.
Los que aquí estamos somos católicos, españoles y tradicionalistas. Quienes no lo sean abandonen el salón. Nos anima la intransigencia de la verdad, la que coronaron nuestros teólogos en Trento, la que encarnó el mejor rey de las Españas, que fue Felipe II, la de las viejas usanzas españolas. No admitimos componendas, porque, al aplauso de los enemigos, preferimos estar en paz con Dios y con nuestros muertos.
Hoy se habla mucho del 18 de julio, de los que quieren mantener enhiesto el espíritu de la Cruzada y de los que pretenden borrarlo, bien violentamente, bien empleando las aviesas maniobras cobardes del llamado diálogo. Nosotros estamos por encima y por debajo de semejante polémica, porque para nosotros el 18 de julio tiene razón de ser en la perspectiva histórica de haber sido una de las ocasiones en que estuvo en litigio el ser de España tal como fue acuñado por nuestros padres en los milagrosos días de la gesta imperial de las Españas universas.
Para nosotros, el 18 de julio, igual que la cruzada carlista del siglo XIX o que las apologías de las libertades forales en el siglo XVIII, tiene motivo de ser en esa rabia desesperada con que los verdaderos españoles llevan tres siglos peleando por seguir siendo sencillamente auténticos. Si estuvimos arma en brazo el 18 de julio, cubiertas las sienes por la púrpura inmortal de las boinas rojas, es porque seguimos leales a la pasión que aspira hacer carne de doctrina este congreso: la de continuar de veras la historia de las Españas no europeizadas, la de ser los herederos de los paladines de la Contrarreforma, la de la empresa imperial de las Españas que añoramos.
Sabemos que este lenguaje no está de moda. Pero no vacilaremos en emplearlo, porque es el lenguaje que mueve a los limpios con la llamada ideal de la ilusión. Si los demás reniegan del Imperio, es porque el Imperio que nuestros padres labraron a golpe de hazañas que nos enorgullecen no fue el imperio mercantil de Inglaterra, ni el imperio nacionalista de Francia, ni el imperio ateo de Rusia, ni el imperio racista de la cercana Alemania, ni el imperio económico de los Estados Unidos, de América del Norte; sino el Imperio misionero de una fe que igualó a los hombres de todas las razas, no en los dineros de las mercaderías, sí en la adoración al mismo Dios y en la fidelidad al mismo Rey. Creemos en el Imperio de las Españas porque es el único que no adolece de rubores de vergüenzas en la entera historia universal.
Si los demás reniegan de la intransigencia, nosotros no tenemos ningún empacho en sabernos intransigentes, pues es la intransigencia la primera condición para el diálogo fructífero, por ser la seguridad de no caer en la “debilidad del compromiso”, condenada por Pablo VI: es abrir la posibilidad al entendimiento en lo accesorio, sin menoscabos de la robusta afirmación de la verdad fundamental.
Si los demás dan por muerta la realeza, nosotros creemos en la realeza como expresión efectiva de la historia de las Españas. No la recortamos a símbolo, aunque sí la encerramos en límites. Nuestros reyes serán fuertes para que puedan asegurar las libertades de sus pueblos. Lejos de nuestra intención caer aquí en la amable acechanza de entonar un fácil canto lírico a la monarquía tradicional, misionera y libre de las Españas: no necesitamos decirlo con palabras porque lo llevamos inscrito en el corazón. Somos monárquicos de verdad, fanáticos de nuestros reyes dignos, despectivos para los reyes de figurón de las monarquías liberales, hostiles hasta la rebeldía frente a los déspotas absolutistas. No aplaudimos a quienes ciñeron corona para aplastar a sangre y fuego las libertades forales. Añoramos, y eso sí, con pasión fanática, a aquellos señores del universo que supieron, como Felipe II, ser al mismo tiempo apóstoles de las libertades españolas y campeones de la fe romana. Nuestra corona no está abierta a compromisos, sino cerrada de empeños claramente universales; ni termina en las almenas de un castillo tras las cuales se parapeta siempre la arbitrariedad de los débiles, sino con la cruz que preside las agujas de nuestros campanarios y cobija de esperanzas infinitas los despojos de nuestros muertos.
La raíz filosófica de nuestras actitudes reside en el respeto profundo a las realidades de la historia. Somos hijos de nuestros padres y queremos continuar las obras suyas. No han nacido las Españas al azar de un compromiso electorero, ni en diálogo con musulmanes, protestantes o judíos; las acuñó la intransigencia heroica de unos héroes enriscados en las breñas pirenaicas, las dilató la fe católica de una ruina católica, las sublimó la reciedumbre genial del cristiano berroqueño que levantó la maravilla escurialense. Dejemos a los demás el triste empeño de discutir tantas sombras venerables y hasta de mancillarlas en los compromisos del diálogo. Allá ellos. Sobre sus tumbas no toleramos discusiones. Somos hijos bien nacidos y pretendemos ser dignos de tantas hazañas de las espadas y de las plumas. Allá los renegados tristes en la tristeza de sus tradiciones y en la amargura de escupir los escudos del apellido solariego; para nosotros la alegría entrañable de ser hijos honrados de padres españoles.
No es hora de prejuzgar aquí las temáticas filosóficas, que sin duda saldrán a luz al discutir de nuestras reuniones, por las que la perspectiva ideológica de las Españas afirmó siempre lo concreto frente a lo abstracto, asumió la realidad de lo social contra el igualitarismo rousseauniano, supo de la política concreta cara al desnudo mecanicismo de Montesquieu, consideró a la tierra como el puente para subir desde el horizonte estrecho de unas existencias pasajeras a las vidas eternas que da Dios. Desde la noción del hombre concreto a la trama genial de los fueros españoles es la historia cuajada en vida la luz que guía la especulación tradicional. Tarea presente en el Congreso es dar sentido actual, en fórmulas al día, a esa historia para nosotros palpitante en vida terrenal que perdura y de la que somos los transitorios atletas encargados de transmitir la antorcha de la Tradición desde las huesas de nuestros padres a las cunas de nuestros hijos.
E innecesario resulta proclamar aquí cómo, siendo tanto la historia viva para los tradicionalistas de las Españas, está siempre sujeta a los cánones de la metafísica y de la teología del Catolicismo. Sabemos todos que, por católicos, es la nuestra una visión teocéntrica del universo en la cual el hombre, que del universo forma parte como criatura de Dios, deberá ser medido y no medida. Cualquier hecho o cualquier idea nacidos en el curso del movimiento histórico, al ser obra de hombres estará medida con las reglas que miden todo lo humano y a las criaturas todas: el dedo infinito del Dios Creador. Serán parte de la Tradición de las Españas los hechos y las ideas que queden dentro de la verdad teológica previa y regla de la historia que es nuestro catolicismo; quedarán fuera las que no entren bajo ese signo católico, pues serán yerros humanos y sobre la arena movediza de los errores de los hombres no cabe cimentar verdad ninguna.
Semejante condición de continuadores de la historia auténtica de las Españas nos permite enfrentarnos con el mundo moderno repleto de comprensión y de esperanzas. Seremos capaces de entenderlo, porque estamos en condiciones de aceptar lo que en él haya de bueno sin peligros de caer en los despeñaderos del equívoco. Cada vez que la Tradición de las Españas adoptó técnicas novedosas acertó en sus empeños, igual que erraron los españoles cada ocasión en la que, más allá de las instrumentales técnicas apetecibles, dejáronse impregnar de espíritus extraños. Nuestra intransigencia espiritual en las verdades fundamentales nos da capacidades para distinguir entre el dañino espíritu forastero y los plausibles instrumentos que los demás utilizan. Aceptamos en el Renacimiento al octosílabo para tallar, desde Garcilaso de la Vega hasta Fernando de Herrera, las más deliciosas y las más egregias, respectivamente, de las rimas de la literatura castellana; pero jamás admitimos al protestantismo, destructor de la armonía equilibrada y lógica del hombre esperanzado con el Dios justiciero.
A esta radical españolía, primera condición que da bases de común cordial entendimiento a cuantos al Congreso han acudido, añádese nuestra preocupación por la eficacia intelectual. Es, sí, teórica, estrictamente doctrinal, la tarea del Congreso, pero repleta de pasión por buscar salidas a los dos problemas que atenazan al hombre moderno: la representación política y el equilibrio de la justicia social. Al iniciar las sesiones, el Comité organizador, en cuyo nombre os hablo, tiene especial interés en señalar la importancia de ambos temas, como aquellos más vidriosos y difíciles, en los que resulta preciso actualizar con especial cuidado la doctrina de la Tradición de las Españas.
La representación política en la teoría tradicional nuestra, arranca de la dimensión del hombre concreto y de su puesto en el conjunto de la trama colectiva. Sobre tal cañamazo, en cada instante sucesivo de las coyunturas del pasado y con arreglo a la situación respectiva de cada uno de los pueblos españoles, dióse acogida en nuestras asambleas representativas a cada uno de los modos concretos en que cuajaba el equilibrio de las fuerzas sociales a representar. Cuando la monarquía fue puro clero y milicia, la sociedad estuvo representada por nobles y obispos en los concilios toledanos, arranque de las Españas, en una tensión que perdura al comienzo de la Edad Media. Cuando la burguesía cobró calor vital al amparo de los municipios, el Estado llano que encarnaba al pueblo de los centros urbanos estuvo representado por brazo propio. Donde perduró el predominio de la nobleza menor con bríos peculiares, como en Aragón, esta situación cobró reflejo en la máquina representativa de las cortes. Donde no existieron burguesía ni nobleza, ni el clero significaba fuerza social aparte, quedando el esquema en la inicial aristocracia familiar que fue esqueleto del primer derecho vascón, la democracia aristocrática de los “Jaunak”, libres e iguales, plasmó en las juntas guipuzcoanas o en las vizcaínas de Guernica.
En la doctrina tradicional hay diversidad de planteamientos bajo una sola doctrina: la de que la sociedad organizada deber ser oída en las leyes como en la administración, la de que la sociedad tiene derecho a exigir cuentas de cómo está siendo gobernada. Las fórmulas de aplicación varían en cada instante y en cada sitio. El Comité organizador quiere llamar aquí la atención de los ilustres congresistas sobre la trascendencia que supone buscar el modo de reflejar la sociedad presente en una representación donde los hombres sean medidos y no contados, sean personas en vez de números, sean células vivas en lugar de arenas movedizas. La entrada de las masas en la historia, junto con la inevitable quiebra de las estructuras antiguas, plantea con urgencia suma la cuestión de cómo cifrar en una fórmula moderna el principio tradicional de la representación concreta.
¿Cuáles son las fuerzas sociales hoy? ¿Cómo se insertan los hombres en la trama colectiva? ¿Será preciso esperar a la reconstrucción de la sociedad coherente o las exigencias del tiempo requerirán un sistema de representación que parte del hombre en su situación actual concreta sin plazos bastantes para esperar la reconstrucción de la ordenada estructura social conveniente y hasta cierto punto necesaria, si queréis? Pensad que vivimos en el siglo XX y que tratamos de acomodar las realidades del siglo XX a los postulados de la Tradición de las Españas. Y en este caso el Comité organizador os pregunta penséis si será posible durante ese periodo de transición responder a las exigencias universales de una representación social con la valoración concreta de cada hombre sin necesidad de insertarlo antes en una ordenación completa de la sociedad cabal; lo que hemos llamado antes representación transicional de situaciones, sin esperas para la ideal representación política de grupos.
Es tema, el más difícil del Congreso, por los anhelos de los de fuera cuanto por la responsabilidad intelectual de los de adentro, si es que queremos responder de lleno a las intenciones de actualización que nos mueven. Yo os pregunto lo que el Comité se pregunta: ¿será tradicional o no la representación acumulada, sea aislada, sea emparejada con la representación de grupos aún en germen? ¿Será o no será pecado de concesión individualista aceptarla en el plazo de transición sin peligros para la integridad de la doctrina y en aras de las urgentes soluciones que nos reclaman desde fuera? Todos estamos de acuerdo aquí en rechazar la representación antitradicional numéricamente igualitaria, hija del abstraccionismo antropológico de la revolución europea que siempre combatieron nuestros padres y seguiremos combatiendo con indudables enterezas; pero la representación individual acumulada ¿no es quizá en 1964 la mejor respuesta a la tesis tradicionalista de la representación social mientras la sociedad sufra de los funestos efectos de la idea demoledora, primero absolutista en el XVIII, luego liberal en el XIX? Si la sociedad no existe, como no existe, con vida propia, caben dos respuestas, sobre las que rogamos atentísima meditación por el valor estricto doctrinal como por las repercusiones: o esperar a la reconstrucción de la sociedad con vida propia o mientras dure la etapa de transición satisfacer los anhelos generales con la aplicación a las situaciones presentas de la doctrina nuestra del hombre concreto. El Comité organizador entiende, y lo repito, ser esta una de las tareas más difíciles e inaplazables.
Al lado de esta cuestión, sobremanera perentoria, queremos llamar vuestra atención sobre lo que hoy se suele decir justicia social. Sin entrar en detalles, creemos es nuestra línea la de la cooperación de productores en organismos independientes y separados. Es el sólo método para superar, de una parte, los excesos de la acumulación capitalista en cuyo camino desgraciadamente estamos y, de otro, la falta de responsabilidad laboral, tanto de patronos como de obreros. La fusión del trabajador con el empresario en las cooperativas modernas es la lección instrumental que debemos aprender del mundo nuevo para afrontar problemas nuevos que desconocieron nuestros padres, por ser la más entrañada con los principios tradicionales, negación de la lucha de clases en todos sus aspectos.
La participación del capital con el trabajo en los beneficios, la profunda reforma de la estructura agraria del país y el equilibrio de las fuerzas de la producción solamente se lograrán en la fórmula de unas cooperativas autárquicas, clave para la reconstrucción de una sociedad hoy más que nunca pulverizada. Para ello deben estudiarse las Ordenanzas de aquellas admirables Comunidades de villas y tierras castellanas, modelo de la propiedad colectiva en pleno medievo, para aprovechar lo poco que de ellas queda y resucitar lo que en nuestros días fuese posible. Con lo cual evitaremos los dos males que pesan con tonalidades trágicas sobre la España de 1964: la acumulación de los medios de producción en empresas mastodónticas, frías con la frialdad de las sociedades anónimas, con la secuela de igualar a todos los españoles en la proletarización consiguiente a la ruina de las clases medias en vez de igualarles en el reparto de los bienes económicos; y la ya casi consumada ruina del campo sacrificado en aras de una industrialización en gran parte basada en la colonización económica de nuestro pueblo y siempre, a la puerta de la libre competencia en los mercados comunes, con el evidente peligro de cambiar lo cierto, seguro y modesto, por lo dudoso de fantasías de cifras alegres apenas si meramente posibles.
En la presente coyuntura hemos de estar al acecho de que desaparezca la clase media, sacrificada en aras de las quimeras de unos economistas oscilantes entre la irresponsabilidad y la demagogia; queremos ascienda el nivel de vida de todos los españoles, iguales en la riqueza, pero no igualados en la miseria. La doctrina tradicionalista es el solo medio para evitar se cumplan, como están cumpliéndose, las profecías de Marx sobre la península ibérica. Porque todas las doctrinas políticas y administrativas serán rotundamente ineficaces si a la hora de aplicarlas solamente tenemos en la mano a un país proletarizado económica y espiritualmente, meta a la que vamos de modo inexorable entre la risa barbuda de Marx en los infiernos contento de ver cómo sus profecías están siendo desarrolladas por un puñado de incompetentes audaces. Otro segundo magno tema que el Congreso deberá actualizar aplicando la doctrina de la Tradición de las Españas.
Ni que decir tiene que el relieve dado a esos dos puntos no supone en modo alguno olvido para las temáticas forales, secuela primera de las tesis del hombre concreto, ni para la suprema perspectiva del Carlismo como guardián de las Españas, ni para la problemática fundamental del puesto rector de la Corona, ni para tantas otras primerísimas cuestiones como están reseñadas en la segunda circular. Pero parece al Comité organizador son aquéllas las de mayor urgencia insoslayable.
Con propósitos de estudio nos reunimos aquí para continuar la doctrina de las Españas, despabilándola de las censuras de nostalgias arqueológicas con que la calumnian nuestros enemigos en censuras aceptadas puerilmente por aquellos que ni siquiera nos conocen. Buscamos actualidad porque vivimos en 1964 y somos españoles; y porque creemos que en la doctrina de la Tradición está la solución de los gravísimos problemas con que el presente nos agobian cubriendo el horizonte de negras nubes de tormenta.
Busquémoslas con santa libertad cristiana, sin olvidar un momento que por encima de las discrepancias del detalle es mucho más lo que nos une que las menudencias que separan; poniendo siempre por delante la caridad que rige entre los hermanos que son primero que nada cristianos puestos a estudiar juntos los principios de la Tradición como remedio para las angustias españolas.
Queriendo el Comité organizador terminar estas palabras augurales con reafirmar rotunda y definitivamente lo que tantas veces ya dijimos. No somos un grupo político, ni aspiramos a levantar banderas de banderías de acción política. El día en que concluya este Congreso habrá terminado la tarea que nos impusimos con pasión carlista desnuda del menor interés para las actuaciones en la vida pública. Personalidades harta egregias y harto más capaces que los miembros componentes del Comité organizador tiene la Tradición de las Españas para llevar a la práctica las ideas que nosotros aquí estudiamos con esmero. Para ellos quede la responsabilidad histórica de la acción conjunta que aplique sobre la carne palpitante de la realidad española las doctrinas que son temario del Congreso.
Si Dios les ilumina para la unión hermana y para la actuación política, las gentes españolas se lo agradecerán con entrañable aplauso y nuestros comunes muertos venerables le bendecirán a fuer de herederos dignos de tanta gloria incomparable; si perdura la disgregación banderiza y con ella la ineficacia del tradicionalismo militante, los venideros les escupirán su desencanto y los muertos les maldecirán rechazándoles en la ineludible arribada al más allá inexorable. Los del Comité organizador, como los asistentes al Congreso, habremos cumplido nuestro deber con haber bordado la bandera ideológica que ellos están llamados a enarbolar para gloria de Dios, justicia de los muertos y salvación de las Españas.
Y nada más.
Fuente: FUNDACIÓN IGNACIO LARRAMENDI
SEGUNDO CONGRESO DE ESTUDIOS TRADICIONALISTAS
Discurso inaugural pronunciado el 9 de marzo de 1968 por el Excmo. Sr. D. Francisco Elías de Tejada y Spinola, Catedrático de la Universidad de Sevilla, Presidente del Congreso.
Madrid
Marzo, 1968
Centro de Estudios Históricos y Políticos “General Zumalacarregui”
BIOGRAFÍA
FRANCISCO ELÍAS DE TEJADA, catedrático de Filosofía del Derecho en la Universidad de Sevilla, es hoy una figura verdaderamente notoria de la vida intelectual española, tanto por su acusada personalidad individual como por sus numerosos escritos científicos sobre temas jurídicos y políticos.
Hombre de estudio y de combate intelectual, ha contrastado sus ideas mediante una relación directa con las culturas europeas, que conoce a fondo, gracias a sus viajes constantes y sus extensas lecturas en las lenguas respectivas, que maneja en número y con perfección poco comunes. Gracias a todas estas circunstancias, sus exposiciones del pensamiento tradicional español adquieren un vigor polémico y un acento actualísimo, es decir, que desbordan ampliamente de antemano cualquier objeción contra su validez presente.
Siguiendo su itinerario intelectual, llama la atención la variedad de temas que ha tocado. Al pensamiento portugués da aportaciones en “Las doctrinas políticas en Portugal (Edad Media)”, en “Las doctrinas de Jerónimo Osorio”, en “As ideias políticas de Gil Vicente”, en “A sátira política en Portugal durante o século XV”, en “Ideología e utopía no Livro da virtuosa bemfeitoria” y en “Las doctrinas políticas de Samuel Usque”. Galicia le deparó “La tradición gallega” y, recientemente, el “Reino de Galicia”.
Euskalerria, es decir la Euskalerria con historia que es Navarra, “Navarra-España en los escritores navarros medievales, Las doctrinas políticas del Príncipe de Viana, La literatura política en la Navarra medieval y Cuestiones previas para la interpretación del sistema institucional de la Navarra medieva”, y, recientemente, el libro “El señorío de Vizcaya”. Cataluña le inspiró “Las doctrinas políticas en la Cataluña medieval” y los tres volúmenes de “Historia del pensamiento político catalán”.
La literatura sefardí ibérica: “Las doctrinas políticas de Bahya ben Jocef ibn Paquda, rabino sefardí del siglo XI”. El estudio de nuestros clásicos políticos en: “Notas para una Teoría del Estado según nuestros autores clásicos (siglos XVI y XVII)”, “Monarquía y Caudillaje”, “Gerónimo Castillo de Bobadilla” y “Los principados carismáticos según los clásicos políticos españoles”. Posteriormente, las siguientes obras: “Ideas políticas de Ángel Ganivet”, “El hegelismo jurídico español” y “Para una nueva perspectiva del pensamiento político de Donoso Cortés”.
Sobre el siglo que corremos aporta las siguientes obras: “El pensamiento político de F.E. y de las J.O.N.S”, “En torno al concepto nacional-sindicalista de nación” e “Historia espiritual de la Falange” y “La Monarquía tradicional”, “Las Españas”, etc.
La temática inglesa: “Ética, Política y Derecho en Juan de Salisbury”, “El papel de Roger de Waitham en la historia del pensamiento constitucional inglés” y “Las doctrinas políticas de la baja Edad Media inglesa”.
Además ha escrito sobre “La Literatura jurídica sueca”; sobre Rumanía traducción de la “Historia filosofiei românesti”, de N. Bagdasar; sobre la Hispanidad: los cuatro volúmenes de “Nápoles hispánico”.
Los planteamientos filosóficos generales: “La introducción al estudio de la Ontología jurídica” y “La causa diferenciadora de las comunidades políticas (tradición, nación e imperio)”, entre otros.
Ha pronunciado conferencias en diversas Universidades de todo el mundo, incluso en la de Tokio. Miembro de Honor de diversas Entidades Culturales extranjeras.
Esta es, en líneas generales, la semblanza del Presidente del II Congreso de Estudios Tradicionalistas.
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Hermanos en la fe y en la esperanza:
Las conclusiones del Primer Congreso de Estudios Tradicionalistas, celebrado en diciembre de 1964 y que acaba de leer mi entrañable José María Domingo-Arnau, alma de este Congreso en una actividad digna de emparejarse con la de sus abuelos en defensa de la Santa Causa de la Tradición española, marca la orientación de nuestra empresa.
Henos aquí, al cabo de cuatro años, congregados de nuevo bajo la bandera eterna. Sin más compromisos que los que mana de nuestra común lealtad a los ideales permanentes, sin otra pasión que la del servicio a la verdad histórica española, sin otro veto que el de evitar las discrepancias personales, sin otra guía que la de contribuir a clarificar ideas en medio del turbión de esta tormenta negra de relámpagos siniestros en que parece ser que muchas gentes van perdiendo la brújula del puerto. Aquí estamos otra vez, hermanos en el ideal, formados en orden de batalla ideológica, prestos a pisar las huellas de aquellos nuestros que hace siglos dieron la vuelta militar a la entera redondez del mundo y construyeron las más sublimes arquitecturas del pensamiento porque supieron creer sin desmayos en estas ideas que son las nuestras.
Creamos como ellos, sintámoslas como ellos, sirvámoslas como ellos las sirvieron, juremos hermandad en la defensa y en el ataque. Porque así, y solamente así, seremos dignos hijos de tan magnos padres.
Ya sé que la pocilga anda revuelta y que en el lodo amasado de inmundicias de oportunismos son muchos por ahí los que sueñan cortar piedras angulares para otra España que nada tiene de común con la que nosotros, leales a nuestros muertos, anhelamos. Ya sé que por ahí anda suelta la algarada de los vencidos el 18 de Julio, y que levantan cabeza con cínica ambición de vencedores. Ya sé que en farisaicos Cuadernos del monólogo andan pasando apresuradamente lista a la mesnada de la revancha todos los enemigos seculares de las Españas: los que crucificaron en odios al Santo Niño de la Guarda, los que transformaron en proyectiles al Dios de los brazos en cruz arrancándole del aula 217, los que pelearon contra nuestros tercios la batalla luterana, hasta no sé, pero bien pudiera ser, que las siempre escurridizas amarillas anguilas de las logias. Ya sé que al salir de aquí nuestras ideas, muchos escribirán en panfletos y periódicos la caricatura de cuanto aquí digamos; y se nos llamará retrógrados en religión por quienes quieren volver al antropocentrismo pagano; y se nos dirá reaccionarios en política por quienes no saben soñar más que con el salvajismo de la dialéctica de las luchas de clases que es la violencia ancestral de la caverna; y se nos tachará de enemigos de la libertad por quienes no desean otra libertad que la disciplina brutal del hormiguero; y se nos definirá por locos por quienes son incapaces de comprender nuestra locura española, ya que están dados a la canallesca estupidez de desgarrar la túnica inconsútil de las Españas. Y sé también que entre tales caricaturistas se contarán para mayor ludibrio las hojas de la prensa del Movimiento, las que practican como “Pueblo” o “El Correo Catalán” el astuto funambulismo político de que los directores exalten la victoria militar mientras los encargados de las páginas culturales, tras cerrarlas a nuestros hombres y a nuestras ideas en una actitud separadora que es auténtica traición al 18 de Julio, las consagran a exaltar a los hombres y a las ideas que vencimos; con lo cual la victoria militar ha sido derrota cultural y Dios quiera no concluya en un desmoronamiento político, si no se pone coto a tales desmanes y se restablece la unidad de la Cruzada.
Pero no os importe lo que digan de nosotros. Sabemos cargar con nuestra cruz de incomprensiones y, a fuer de discípulos de Cristo, no vamos al mundo para que el mundo nos alabe. Vamos al mundo para cumplir la constante misión de las Españas, la de defender a Cristo, y ya el Divino Maestro nos advirtió (San Mateo, X, 16) que salimos cual oveja entre los lobos; que seremos aborrecidos de todos a causa de su santo Nombre (X, 22); y que los mismos que deberían ayudarnos nos perseguirán y llevarán delante de los Tribunales, porque han preferido abrazarse al mundo en la politiquilla tramada en cualquier Casal de Montserrat antes que seguir las pisadas del Salvador celeste de los hombres.
Fiel a Cristo, no voy yo a hablaros de paz, sino de guerra, de la santa guerra del Cristo que, en la doctrina, es la santa intransigencia de la verdad. Puesto que Él no vino a poner la paz, sino la espada (San Mateo, X, 34); vino a encender la Tierra con su divino fuego de verdades (San Juan, XII 49). Nosotros, fieles a Cristo, no venimos a pactar con la mentira; seguidores de su Vicario Pablo VI, queremos cual nos ha sido enseñado en la Eccesiam suam que “nuestro diálogo no sea una debilidad respecto al compromiso por nuestra fe”, porque no podemos “transigir con una especie de compromiso ambiguo respecto a los principios del pensamiento y la acción que deben definir nuestra profesión cristiana”. Leales a la sangre de tantos muertos por la fe católica, estamos fanáticamente resueltos a permanecer en ella, pereciendo si es necesario en la demanda, aunque alguien entre la propia Jerarquía nos maltrate, aunque los teologuitos improvisados de que hace poco hablaba el santo cardenal Alfredo Ottaviani –por cuyas venas corre sangre de carlistas– nos apuñalen con sus taimadas sandeces, aunque contra nosotros se yerga el huracán infernal de los seculares enemigos de las Españas. Porque somos cristianos y sabemos que las palabras de Cristo, Dios y hombre, han de cumplirse; y que en esas palabras está la de que, en medio de la confusión diabólica que Él previno y que estamos padeciendo, contra las adversidades y las injurias, contra las flaquezas y las persecuciones, está su segura promesa inquebrantable de que el que permanezca hasta el fin, éste será salvo” (San Mateo, X, 22).
Nosotros permanecemos. Y en medio del fragor de la batalla, ajenos al oprobio de las burlas, presa de las ironías falsas de tantos fariseos de la ocasión oportunista, aquí nos congregamos para pelear la batalla ideológica de las Españas, seguros de que al mismo tiempo peleamos la batalla ideológica de Dios. No somos renegados, sino hijos de los soldados que pelearon idéntica batalla en Trento y en Mülhberg; y, si el enemigo nos acosa, sabremos igual que los soldados de Sancho Dávila y de Julián Romero, atravesar con el agua al cuello los pantanos inundados de esta Flandes bestial del siglo XX para pasar a la otra orilla, incólumes y salvos, nuestros ideales, tal como ellos cruzaron las aguas llevando seca la pólvora y a punto las pelotas de sus arcabuces.
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Hablando a tradicionalistas de las Españas, estas palabras decididas que expresan voluntad rotunda de españolía por todos sentidos como yo las siento, no necesito aclarar que fe tan grande se alimenta de ideas claras, ni más ni menos que la robustez del tronco se alimenta de la savia de unas raíces reciamente clavadas en el suelo generoso de la historia. Mas para que los de fuera se enteren de una vez para siempre de nuestros propósitos aquí hoy, me parece interpretar la voluntad de todos señalando tres aclaraciones.
La primera, con repetir una vez más que el presente congreso no es una reunión política, si por política se entiende el florentino aguijoneo de las dagas traicioneras o el palco donde se vienen a exhibir ambiciones personales. No vamos a levantar ninguna bandera, porque no necesitamos levantarla. Izamos la bandera que ya se alzó hace trece siglos en los riscos pirenaicos de San Juan de la Peña y en las quebradas de Covadonga, pintada con sangre roja sobre el escudo áureo de Wifredo de Cataluña. Ni somos grupo político, ni tenemos por qué serlo. Definirnos de políticos es ofendernos con rebajas de valía. Es que somos mucho más que eso. Somos las raíces seculares de las Españas erizadas de indignación cara al cielo del futuro en este instante en que la España nuestra, la que amamos por encima de todas las cosas de este mundo, está siendo crucificada de ludibrio en este mísero y triste recodo de la historia que es la segunda mitad del siglo XX. Nuestro grito de combate no es afán de división ni de partido; es un rugido de indignación parejo al que puso una navaja en manos de los chisperos madrileños un día de mayo de 1808 y al que puso fusiles en las manos de los requetés de la Cruzada un día de julio de 1936. Nuestra indignación no se conforma con un “¡basta ya!” petulante y pasajero; necesita la reafirmación apasionada de las Españas en su sustancia histórica perenne, pase lo que pase, caiga quien caiga y muera quien muera.
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Segunda advertencia, consonante con la primera, es que luchamos por ideas y no por hombres. No es que no reconozca cada uno de nosotros la justificada lealtad personal del vecino a determinadas figuras egregias, según la respetable interpretación que cada cual tenga de las cuestiones dinásticas. Cada uno la reconoce, la estima y la respeta. Lo que sucede es que en la auténtica doctrina tradicional que todos conocemos, las personas están para servir a las ideas y los reyes son reyes en la medida en que interpretan el bien común de la comunidad que rigen. Cada uno de nosotros respeta la opinión del vecino sobre la legitimidad de origen, pero todos estamos de acuerdo en que la legitimidad de origen nada vale si no va acompañada de la legitimidad en el ejercicio. Legitimidad de ejercicio que solamente cabe adquirir en la medida en que los príncipes, sean quienes fueren, sirvan los postulados de la Tradición de las Españas.
Con máxima autoridad en la experiencia del mando pudo decirse en el Monasterio de las Huelgas el 2 de octubre de 1961 que “la existencia de una doctrina es lo que garantiza fundamentalmente que la política no se centre en un personalismo ni se convierta en un contraproducente mesianismo”. De acuerdo con esta tesis de Francisco Franco, nosotros no creemos en los hombres providenciales, sean o no de estirpe regia, tanto más que la teoría del varón providencial es el criterio típico de la filosofía política protestante ya rechazada hace tres siglos y medio por nuestro Francisco Suárez en la Defensio fidei contra el protestante Jacobo de Inglaterra. Ni creemos en la escueta legitimidad del nacimiento cuando los reyes no son servidores de la Tradición, y ahí está el consabido ejemplo, que todos recordamos y aplaudimos, de cuanto le sucedió a Juan III, que era hijo de Carlos V, hermano de Carlos VI y nada menos que padre de Carlos VII y de don Alfonso Carlos. Sabemos que nuestra bandera está zurcida con cuatro principios jerárquicos, sin que sea lícito alterar la jerarquía de estos principios: que los reyes son reyes en cuanto la Realeza crea libertades concretas y ata a los pueblos españoles en una patria que está al servicio supremo de Dios.
Nuestro congreso no es político en el sentido vulgar, casi peyorativo, de la palabra; sí lo es si por política entendemos la nobilísima artesanía intelectual de actualizar una doctrina que es la doctrina de España. Quienes venimos aquí apenas si buscamos una cosa, precisamente porque no somos políticos: que en lo sucesivo los árboles no oculten al bosque ni las legítimas fidelidades dinásticas respectivas eviten ver el orden jerárquico de las ideas inscritas en nuestro lema. Cuando el congreso quede clausurado podremos hacer balance de su eficacia si en lo sucesivo, al terminar este compromiso de honor de olvidar las personas para afirmar los ideales, al recobrar cada uno la libertad de acción en provecho de sus príncipes respectivos, tiene siempre presente estas tres cosas: que la legitimidad de origen está subordinada a la del ejercicio; que la legitimidad en el ejercicio resulta de la fidelidad a las doctrinas que todos juntos vamos a elaborar en este congreso; y que en la lucha dinástica nadie podrá tachar de traidor ni de perjuro a ningún otro de los aquí reunidos que sostenga príncipes servidores de los ideales que conjuntamente en el Congreso proclamamos.
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Tercera y última aclaración en este umbral es el de que nuestros estudios buscan definir la médula ideológica de nuestras Españas.
Ya sé que algunos de los puntos de nuestro lema suscitan recelo en quienes ignoran lo que el Tradicionalismo es. Tal, por ejemplo, la noción de la monarquía federativa. Entre nosotros, este lema gloriosísimo y perfecto, es claro con la transparencia de un cristal besado por el sol de un mediodía de julio; lo que nos causa asombro es el receloso asombro de los extraños y hemos de golpearnos el pecho porque, perdidos en discusiones dinásticas estimables pero secundarias y transitorias, no hemos estado en condiciones de explicar claramente a los extraños todo el impulso de unidad española, de españolísima pasión rotunda, con la que nosotros entendemos la monarquía federativa. Hay quien supone, y disculpa de ignorancia le sea echada, que la afirmación de la monarquía federativa implica nada menos que el peligro de despeñarnos en la sima criminal de romper la unidad de las Españas.
Pero nosotros, amigos y hermanos míos, ni somos inconscientes perdidos en el reino de la tontería, ni somos traidores a las Españas que adoramos. Somos ni más ni menos que los observadores sensatos de la historia nuestra y que los herederos de la doctrina tradicional del hombre concreto, por nuestros juristas y nuestros teólogos defendida contra las teorías absurdas del iusnaturalismo protestante. Cuando hablamos nosotros de la monarquía federativa lo hacemos en función de nuestra doble condición indeclinable de españoles a machamartillo y de herederos de la Contrarreforma.
Cuando nosotros hablamos de monarquía federativa somos fieles a la realidad de las cosas, vemos las cosas tal como las cosas son. Esto es, diferenciamos la unidad de la uniformidad, porque la menor contemplación de cuanto nos rodea nos enseña que la unidad de lo radical va acompañada de la diversa manifestación de las exteriorizaciones. Todos los hombres somos iguales en cuanto poseemos el ser hombre, pero diferimos en la diversidad de nuestras peculiares existencias. Todos poseemos los mismos órganos biológicos, pero no encontraréis dos caras iguales ni dos membraturas idénticas. Todos somos sustancialmente iguales, pero nadie es ni biológica, ni vital, ni existencialmente equivalente a los demás. Que la unidad requiere la variedad, sin que sea posible equipararla a la uniformidad es algo que no precisa de muchos ejemplos contempladores; baste abrir los ojos esparciéndoles por el mundo un solo instante.
Pero es que, además, el hombre es un ser histórico, un fruto maduro del pasado. Nosotros, de la mano de nuestro teólogos refutadotes del Protestantismo, no creemos que teológicamente la salvación sea el resultado de la trágica absurda lotería de una predestinación desoladora, ante la cual nada valga el quehacer del individuo aquí en la Tierra. Por elemental verdad de catecismo que cada uno aprendió en el regazo de la madre bienamada, sabemos que estamos en la Tierra para ganar el cielo, que nuestra existencia terrenal es un tránsito con consecuencias transcendentales, que la salvación depende de las buenas obras y la condenación de las malas obras, según aquel ejemplo incomparable con el que Diego Laínez, sobre dos caballeros de iguales armas y distinto brazo, el 26 de octubre de 1547, ilustró en la iglesia conciliar de Santa María de Trento el juego del quehacer humano con la gracia divina en la doctrina católica, tridentinamente católica, de la salvación eterna.
En este quehacer para salvarnos, que es a lo que venimos a este mundo, hemos de movernos dentro de un marco social e histórico concreto. Tenemos un padre conocido y de ahí la más antigua versión que ata a hidalguía con nobleza; no somos incluseros ni hijos con simple apellido de madre; la biología exige que el hombre aprenda sociológicamente los saberes de quienes le precedieron, porque desde lo biológico el hombre es un ser que apenas recibe ningún saber por el camino de los cromosomas. No se nace hombre a secas, sino que se viene al mundo dentro de una familia, de una comunidad y de una patria; al abrir los ojos al aprendizaje de los saberes nos encontramos rodeados por una lengua, que es la que usaremos; por unos padres, que hemos de continuar; por una familia, cuyo apellido nos caracterizará siempre; por una patria, cuyas glorias sentiremos alegres y cuyas adversidades penosamente sufriremos; por una historia viva y palpable, cuyo sello nos acompañará mientras andemos los caminos de la vida.
El hombre concebido por los desvaríos de Lutero podrá dar en un ser abstracto carente de historia, ya que lo que verdaderamente importa en definitiva, la salvación eterna, es algo decidido desde antes de su existencia histórica, en los arcanos trágicos y absurdos de la predestinación inexorable. El hombre católico, español y tridentino, ha de tener en cuenta la historia viva, es el ser concreto de una Tradición patente, porque la Tradición es el marco pasivo y el instrumento activo que Dios le dio para la empresa, concreta a fuer de personalísima, de ganar con su existencia terrenal el juicio aprobatorio de Dios para la vida que no acaba.
Por eso los teólogos protestantes con Calvino, los juristas protestantes con Grocio o con Puffendorf y los políticos protestantes con Rousseau han levantado una teología, una ética, una política y un derecho sin tener en cuenta las realidades de la historia; han concebido al hombre como una entidad abstracta, sea buena en el optimismo antropológico rousseauniano, sea mala en el pesimismo antropológico de Hobbes. Han desconocido la realidad concreta del hombre como ser histórico, para caer en el abstraccionismo que despoja a Dios de toda intervención en la vida terrenal del ser humano, cayendo en el mecanismo hobbesiano de la violencia, en la apología de la naturaleza ahistórica o en el primado de los factores naturales con el positivismo de Augusto Comte al correr del siglo XIX.
Semejante proyección de lo abstracto en el positivismo decimonónico es esencial para entender con netos perfiles claros la concepción tradicional de la monarquía federativa frente a los nacionalismos modernos. Porque el nacionalismo en cualquiera de sus facetas no es más que la aplicación del positivismo a las problemáticas políticas, o sea, distinguir unos pueblos de otros, no por lo concreto de la Tradición forjada por la historia, sino por rasgos físicos que nada tienen que ver con ella. El nacionalismo positivista separa a los pueblos por los detalles raciales del color de la piel o del tinte de los ojos, de la cresta del monte o del lecho de un río, de los acentos de una lengua o de la voluntad de una generación.
Porque el positivismo en política hereda la visión abstracta del hombre luterano, concluye en el nacionalismo ceñido a los rasgos físicos. Porque el tradicionalismo continúa la línea católica, tridentina y española del hombre concreto, define a los pueblos según la historia viva, el ayer que perdura en la Tradición presente.
Y no es que los tradicionalistas ignoremos la importancia de la lengua o del río, del monte o de la orilla. Es que para nosotros tales detalles no influyen directamente en la peculiaridad de los pueblos, sino en la proporción en que pasan por el tamiz depurador de los hechos de la historia.
De ahí que con su verbo relampagueante Juan Vázquez de Mella repudiara los positivismos nacionalistas que ya asomaban de vascos y de catalanes, contraponiéndoles la razón profunda de que “las regiones son la consecuencia de la historia” (Obras completas, V, 206). De ahí que la lucha heroica de los requetés haya sido al correr de casi doscientos años el empeño por defender la sustancia secular de las Españas contra los innovadores de la centralización a la francesa. De ahí que los separatistas del litoral hayan sido siempre precedidos por los separadores de Madrid. De ahí que la centralización a la moda europea vaya ligada indisolublemente a las dos grandes europeizaciones que hemos padecido: la absolutista del siglo XVIII y la liberal del siglo XIX. Y de ahí, asimismo, el hecho paladino de que ambas extranjerizaciones, por saber que atentaban a la esencia de las Españas verdaderas, hayan pretendido encubrir las vergüenzas de su extranjería gabacha presentándose por farisaicas realizaciones de la Tradición española. Felipe V en el decreto del Buen Retiro del 29 de junio de 1707 engaña con el equívoco de presentar como castellanización de los pueblos de la Corona aragonesa lo que era liso y llano afrancesamiento. “He juzgado por conveniente –dice Felipe de Anjou, áridamente versallesco y europeo– así por esto, como por mi deseo de reducir todos mis reinos de España a la uniformidad de unas mismas leyes, costumbres y tribunales, gobernándose igualmente todos por las leyes de Castilla, tan loables y plausibles en todo el universo, abolir y derogar enteramente, como desde luego doy por abolidos y derogados, todos los referidos fueros, privilegios, prácticas y costumbres hasta aquí observados en los referidos reinos de Aragón y de Valencia; siendo mi voluntad que éstos se reduzcan a las leyes de Castilla, y al uso y práctica y forma de gobierno que se tiene y ha tenido en ella y en sus tribunales, sin diferencia alguna en nada”. Cuando las Cortes de Cádiz copian en 1812 la Constitución francesa de 1791, Francisco Martínez Marina saldrá a la palestra, nuevo maestro del engaño artificioso, para sostener en su Teoría de las Cortes que el engendro gaditano era el retorno a aquellas gloriosas libertades españolas que “con la desgraciada batalla de Villalar quedaron sofocadas para siempre” (Madrid, Villalpando, 1813.- 11, 90). Que los bastardos nacidos de la mentira siempre han buscado emparentar con los hijos legítimos de la verdad y que la europeización siempre ha querido alardear de una españolía que profana.
Semejante planteamiento explica el dato de que tanto absolutistas como liberales hayan coincidido en la ofensiva contra la concepción tradicional de las Españas unas y diversas. En que absolutistas y liberales son, cada uno por su lado, europeos instalados en Madrid, desconocedores cuando no enemigos de las Españas verdaderas que nosotros sustentamos.
Mientras que, por el contrario, las han entendido así los otros sectores coligados con el Carlismo en la llamarada españolísima del 18 de Julio. Por más que no fuera enteramente tradicionalista en la doctrina, su férvido españolismo y su vocación de tradicionalista, pusieron en labios de José Antonio Primo de Rivera una definición de las Españas que coincide a la letra con nuestra concepción de la monarquía federativa. Oíd lo que adoctrinaba a sus camisas azules en el cine Madrid el 19 de mayo de 1935. “La Falange –clamaba José Antonio– sabe muy bien que España es varia, y eso no le importa. Justamente por eso ha tenido España, desde sus orígenes, vocación de Imperio. España es varia y es plural, pero sus pueblos varios, con sus lenguas, con sus usos, con sus características, están unidos irrevocablemente en una unidad de destino en lo universal. No importa nada que se aflojen los lazos administrativos; mas con una condición: con la de que aquella tierra, a la que se dé más holgura, tenga tan afianzada en su alma la conciencia de la unidad de destino, que no vaya a usar jamás de esa holgura para conspirar contra aquélla” (Obras completas, Madrid, 1945, página 81).
Al paso que, por contraste, movimientos regionales de cuño positivista, los catalanes del hecho diferencial y los vascos de Sabino Arana, traicionan lo que proclaman cuando alardean de volver a restaurar las tradiciones de Catalunya y de Euskaleria, pues en verdad lo que hacen es copiar fórmulas europeas, extranjeras y enemigas. Ni Prat de la Riba ni los inventores de la inexistente Euzkadi tienen nada de catalanes ni de vascos; son entecos importadores de idearios extranjeros, tal cual lo fueron en la otra banda Melchor de Macanaz o Francisco Martínez Marina.
Pues el tiempo es breve, me limitaré a recordaros aquella expresiva anécdota ocurrida en Barcelona en 1908, en la ocasión de recibir Prat de la Riba en su calidad de Presidente de la Diputación de Barcelona a doña Victoria Eugenia de Battenberg. No encontró para saludarla otras palabras que las que siguen: “Al recibiros en esta casa… a vos, señora, que… habéis tenido vuestra cuna en una gran nación, poderosa entre las más poderosas naciones y maestra de todas en libertad y autonomía”. De donde resulta que para Enric Prat de la Riba, Cataluña era discípula de Inglaterra en asunto de libertades políticas.
Decidme ahora si cabe mayor blasfemia, mayor blasfemia contra Cataluña. Estoy seguro de que en aquel instante los huesos nobles de los Mieres y de los Marquilles, de los Ramón de Muntaner y de los procuradores tortosíes de 1400, de los “concellers” altivos y de los compromisarios de Caspe, se habrán retorcido en ira de maldiciones contra este Prat de la Riba, anglosajón descastado, que buscaba lecciones en la Inglaterra extraña ignorando que la doctrina de la libertad política es el florón más insigne del pensamiento político de la Tradición de la Cataluña españolísima.
Ninguno de los dos yerros cabe en nuestra concepción de la monarquía federativa, garantía segura de las Españas unas y plurales a que se refirió José Antonio Primo de Rivera; interpretación consecuente de la historia una y diversa de los varios pueblos españoles; fórmula portentosa con la que vencimos la redonda geografía del planeta engendrando nuevos pueblos españoles en toda la anchura de los continentes, en el Franco Condado como en Nápoles, en las tres Américas y en las islas donde se abrazan el Poniente y el Levante. Monarquía federativa que nosotros defendemos, leales a nuestros muertos, cual la manera más segura y más robusta de la inquebrantable, santa unidad de las Españas.
Mas, a fin de que esta fórmula, históricamente eficaz en los días mayores de nuestra historia, pueda ser proclamada con certezas, es preciso que la varia diversidad de las Españas esté asegurada por una pasión de unidad semejante a la que nos ató en gavilla heroica en los tiempos áureos del siglo XVI. O en otras palabras; no cabe hablar de variedad hispánica mientras no vaya precedida de las dos unidades que han labrado esta maravilla que es España: sin la unidad en la fe y sin la unidad en las lealtades al señorío del común monarca.
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Cuando alguien ponga en tela de asombro nuestra rotunda afirmación de monarquismo o está de mala fe o confunde nuestra monarquía tradicional con la tiranía absolutista que padecimos en el siglo XVIII o con la cáscara vacía que cayó el 14 de abril de 1931. Mas nuestra monarquía no tiene nada de común con ninguno de estos dos engendros de la bestialidad o de la tontería. Cuando haya papanatas que, hecha tan necesaria distinción, se admiran de nuestra pasión monárquica; cuando algunos piensan, entre aviesos y fementidos, que somos ejemplares rarísimos en el museo del pensamiento político, es que olvidan el engarce sólido que encadena nuestro ideario, es que se niegan a entender cómo en nuestro sistema de doctrina, férrea y españolescamente sólido, la monarquía es algo más que una institución caprichosa y nuestra fe monárquica mucho más que un sentimiento pintoresco. Somos, todos los sentís todos los sabéis, monárquicos de corazón al par que de cabeza. De corazón porque sentimos en el recoveco más escondido de nuestras entrañas la gloria de las Españas universas, una gloria que solamente tuvo lugar en el servicio de la realeza capitana. De cabeza porque sabemos que la variedad efectiva de las Españas sería una traición a nuestros muertos si no estuviera acompañada de la pasión al servicio del Rey común de las Españas todas.
Piedra angular de nuestra historia. Clave de arco del común empeño. Corona incomparable que ciñó las sienes de Isabel la Santa y de Fernando el Constructor, de Carlos el del Imperio y de aquel Felipe II que es nuestro modelo permanente de cómo han de ser los monarcas que anhelamos. Espada de Roma que apartó en los mares las amenazas del huracán turco y que en los barrizales de las llanuras bátavas salvó la libertad teológica del hombre del agobio de la bárbara herejía de Lutero. Lábaro misionero que desplegó la cruz por las cañadas de los Andes y que amparó la predicación del Evangelio por los ardorosos caminos del Oriente. Cruz de guía en la fantástica procesión de los santos y los héroes. Realeza de los Reyes de la Tradición, calumniados por los enemigos de las Españas, vestidos con los cilicios del destierro, estatuas enterizas del honor. ¡Monarquía federativa y misionera de las Españas, capitanía de mis padres en las andaduras de los siglos! Yo rindo ante ti el homenaje de mi lanza de cruzado con el gesto sumiso del saludo de mis fidelidades y juro servirte con todas las fuerzas de mi brazo, porque tú eres la encarnación suprema de mis Españas adoradas, porque tú eres el aura que refresca mi frente en cada recuerdo del ayer más entrañable, porque tú eres el sol que ha alumbrado las gestas recias de la gente mía.
Los Reyes de la Tradición han hecho a las Españas. Al trote de sus caballos en compás de romancero se fueron ensanchando los campos de la Reconquista y al aire de sus velas las carabelas colonizadoras surcaron los cinco mares de la Tierra. De su puño justo manaron las leyes que hicieron libres a sus pueblos y de su cetro poderoso irradió la posibilidad de que millones de hombres adoraran al Cristo por toda la dilatación del universo.
Somos lo que somos, españoles, por gracia de esas dinastías únicas, paradigmas incomparables del recto gobernar y creer cristiano. Decidme si en nuestros pechos de españoles de pro no hemos de venerar agradecidos a quienes construyeron la unidad de las Españas y a quienes las dilataron sin que lograra el sol ocultar su faz en tanto señorío. Renegar de tamañas glorias, repudiar la realeza de la Tradición, es un delito de lesa majestad contra la realidad histórica de las Españas, es un crimen de ingratitud que incapacita para seguir llamándose españoles.
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A esta unidad de mando corresponde la unidad de fe. La corona termina con la cruz católica. Los Reyes de la Tradición que hicieron las Españas talláronlas al servicio de Jesucristo, en tal manera que lo católico es la sal de nuestra historia, que no hay Españas faltando la unidad católica, que romper la unidad católica es un crimen, no ya contra la historia, pero contra el mismo derecho natural.
Ya sé que hoy soplan vientos diferentes y que hay muchos, todos los enemigos de las Españas, empeñados en destruir o por lo menos en menoscabar la fe católica que es el esqueleto espiritual de nuestra unidad y el signo sublime de nuestra grandeza. Son bocanadas salidas de las ventanas del infierno, arietes ominosos de Satanás para demoler la suprema fortaleza de la fe que ha sido la sólida unidad de nuestros pueblos.
Y en este punto sí que hemos de ser terminantes. Suceda lo que suceda y ocurra lo que ocurra. Porque sabemos son certísimas las palabras de Menéndez y Pelayo: “España, evangelizadora de la mitad del orbe; España, martillo de herejes, luz de Trento, espada de Roma, cuna de San Ignacio…; esa es nuestra grandeza y nuestra unidad; no tenemos otra. El día en que acabe de perderse, España volverá al cantonalismo de los Arévacos y de los Vectones, o de los Reyes de Taifas”.
Esto es, la ruptura de la unidad católica traería consigo la muerte histórica de las Españas. Romperla daría en delito de traición, sería igual que escupir sobre las tumbas de tantos héroes caídos en la demanda de las católicas verdades. Consentirlo equivaldría a pecar por omisión cruzándose de brazos delante del crimen más horrible que pueda cometerse jamás por nadie.
Nosotros afirmamos tajantemente, jurándolo sobre las tumbas de nuestros muertos, luchar hasta el postrer hálito de nuestros pechos en defensa de la unidad católica de las Españas, por los medios que fueren y en el modo que fuere. Nosotros proclamamos que no existe en la tierra nadie –entiéndase bien: nadie– sea autoridad secular o sea autoridad religiosa por elevada que esté en el pináculo del mundo, con poder bastante para obligarnos a aceptar unas normas en las que sufra menoscabo, ni aun el menor rasguño, la túnica inconsútil de la unidad católica de las Españas. Nosotros declaramos, con todas sus consecuencias, que ante leyes así nuestra postura es la consabida de obedecerlas por respeto, pero de no cumplirlas, por imperativos de un deber que va más allá de todos los respetos y de todos los acatamientos que puedan afectar a un ser humano.
Y es que, hermanos míos, mantener la unidad católica de las Españas constituye para nosotros un precepto de derecho natural, el cual, en consecuencia, se halla por encima de toda regla de derecho positivo, sea de derecho positivo secular, sea de derecho positivo eclesiástico. En efecto, Santo Tomás de Aquino, teólogo supremo de la Iglesia según el reiterado testimonio de todos los pontífices incluido Pablo VI, felizmente reinante, interpreta el cuarto mandamiento del Decálogo en el sentido de afirmar que el precepto de derecho natural que impera la “pietas” hacia los padres ha de considerarse aplicable a la patria; con tanta mayor razón que a la patria se refiere la justicia legal, cuyo sujeto es superior a las dos justicias particulares, a la conmutativa y a la distributiva. Ved lo que enseña en la Summa theologica Secunda secundae, quaestio 101, artículo 3 ad tertium: “Ad tertium dicendum quod pietas se extendit ad patriam secundum quod est nobis quoddam essendi principium: sed iustitia legalis respicito bonum patriae secundum quod est bonum commune. Et ideo iustitia legalis magis habet quod sit virtus generalis quam pietas”. Esto es : “La piedad se extiende a la patria en cuanto que es en cierto modo principio de nuestra existencia, mientras que la justicia legal se refiere al bien de la patria en su razón de bien común. Por eso la justicia legal tiene más razón para ser virtud general que la piedad”.
Si nosotros, en consecuencia, tenemos hacia la patria idéntico deber de “pietas” que nos obliga respecto a nuestros padres y si la razón de ser de las Españas es su unidad católica dinámicamente misionera, destruir esa unidad o permitir sea destruida equivale ni más ni menos que a matar a nuestro padre o que a tolerar cruzados de brazos sea asesinado delante de unos hijos indiferentes e inhumanos. Y no hay autoridad en la tierra por alta que esté, secular o religiosa, que pueda obligar a nadie a matar o a presenciar indiferente el asesinato de un padre o, lo que es igual, el aniquilamiento de la patria. El derecho natural supera al derecho positivo venga de quien viniere y nos obliga, a fuer de españoles que somos, a evitar como sea y por los medios que sea, la destrucción de España que sería la quiebra de la unidad católica que proporciona unidad histórica a nuestros pueblos.
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A parejos planteamientos suena la postura tradicionalista de cara a las cuestiones económicas y sociales, de tan paladina importancia en los tiempos que corremos a consecuencia de la irrupción de las masas en la existencia colectiva. También aquí las actitudes delante de lo económico dependen estrechamente de las que adoptemos en la doctrina política, sellando la granítica trabazón que ilumina nuestra concepción españolísima.
En política hasta ahora solamente se han inventado tres direcciones cardinales y dudo mucho sea hacedero inventar ninguna otra que no sea reducible a alguna de las tres. La primera es la liberal, que arranca del optimismo antropológico para concluir en tomar al hombre por regla medidoramente positiva de toda institución o de todo acto, de suerte que el ideal supremo consista en eliminar cualquier traba que coarte la actuación de ese hombre por definición bueno. La segunda es la totalitaria, hermana al par que antítesis de la anterior, que proviene del cerrado pesimismo antropológico, asevera que cualquier obrar del hombre es intrínsecamente malo y deduce al cabo que ha de buscarse el bien político en la tiranía de un Estado absorbente, entendiendo al bien político como exclusión de un quehacer libre, sea el que sea, ya que la libertad es mala en cuanto resulta de la naturaleza dañada del hombre que la ejerce. En ambos el hombre es, positiva o negativamente, valor absoluto y es regla medidora; un antropocentrismo anclado en la exclusiva contemplación de la criatura nacional. La tercera, la nuestra, la tradicionalista, la católica y por católica española, juzga que el hombre no es medida, empero ser medido por aquel otro Ser que es único absoluto: Dios. De donde que la libertad no sea ni buena ni mala en sí, cual respectivamente opinan liberales y totalitarios; sino buena o mala según sea ejercida subjetivamente frente a la única objetividad que es la ley puesta por Dios. En política será la solución tradicionalista de las libertades históricas concretas, expresión de una sociedad libre y autárquicamente regulada por un poder estatal armonizador de las energías sociales. En derecho será la fórmula de los fueros, barrera cara al poder absorbente del Estado totalitario y cauce objetivo e institucional de la libertad limitada del hombre.
Por eso mientras el liberalismo centra su pensamiento político en el individuo sin limitaciones y el totalitarismo gira alrededor de un Estado aniquilador de la libertad individual, el tradicionalismo toma por punto de mira la sociedad independiente del Estado, regulado sin ser apéndice de éste, y al propio tiempo marco ordenador de la libre actividad del hombre finito y falleciente.
En economía viene a suceder lo mismo, traslación a otro plano de las tres direcciones políticas antes indicadas. El liberalismo requiere la libertad sin frenos en el juego de las fuerzas económicas y en nombre de una iniciativa empresarial desenfrenada acaba en la triste realidad de que los poderosos oprimen a los débiles según la eterna consabida regla de que el pez grande siempre devora al chico. El totalitarismo excluye toda iniciativa empresarial y edifica un orden de colmena en el cual el aplastamiento de la menor libertad económica va acompañado de la dictadura política. Solución intermedia entre ambas es el intervencionismo hoy tan en boga, el cual junta los defectos de las dos soluciones liberal y totalitaria; de una parte inutiliza la iniciativa individual con sus intervenciones descabelladas y de otra deja en pie la ley de la selva social que son las huelgas y los “lock-outs”.
Nuestra respuesta es diferente y consiste en la adecuada aplicación a las coyunturas de la sociedad de masas industrial del siglo XX de los criterios que regularon la vida de las sociedades agrarias en las Españas antiguas. Nosotros proclamamos la libre iniciativa económica, pero concibiéndola como el resultado de un juego de fuerzas vivas en que actúen sistemas de propiedad común a la vera de otros de propiedad privada. Era el esquema de nuestros viejos municipios, donde había tierras abiertas a la actividad de los dotados de iniciativa creadora de fuentes de riqueza, al lado de suelos pertenecientes al común; donde, en consecuencia, todos sabíanse propietarios en cuanto partícipes de una propiedad colectiva y todos tenían delante de sí la posibilidad de desarrollar sus iniciativas libres en provecho de la producción. Busquemos la manera de aplicar estos esquemas a los días presentes y habremos eludido los dos extremos nocivos de la lucha descarnada del fuerte contra el débil y del automatismo brutal del hormiguero, habremos construido un sistema centrado en la vitalidad de las instituciones sociales, ni sometidas al Estado ni diluidos en el individuo, un sistema social que no sea ni la gusanera ni la dictadura despiadada.
Fórmula abierta la nuestra a todas las innovaciones económicas, criterio capaz de resolver las pugnas sociales del siglo XX sobre la piedra angular de la dignidad del ser humano. No creo exista otra más fecunda ni más elástica, más rica en posibilidades ni más preñada de eficacias.
Claro es que, cuando salgamos de aquí, no faltarán mentecatos que nos apelliden de derechas, serviles hasta en la terminología porque lo copian de una circunstancia extranjera, del orden de sentarse los diputados en las cámaras francesas posteriores al 89. Pero nosotros no somos ni de derechas ni de izquierdas, porque somos las Españas en su totalidad sin caras ni partidos. Y si somos de derechas lo somos más allá de este mundo, en la oportunidad en que el hombre por fuerza ha de buscar ser de derechas, cuando en el día del Juicio último estén a la derecha del Cristo los salvados y a la izquierda los réprobos. ¡Y desgraciado será el hombre que en tan tremendo instante no se sienta con voluntad de estar a la derecha del Señor!
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En esta serie de lemas, lógica y españolescamente encadenados, está el meollo de las doctrinas de la Tradición que serán materia del Congreso. Perdonad si mi pobre expresión, tan menguada como la poquedad de mis personales facultades, no ha logrado hacer brillar el esquema unitario que hace del Rey la encarnación de una Realeza capaz de asegurar las libertades concretas en el marco de una unidad varia y fecunda de pueblos tallados por la historia y ligados indisolublemente en haz político por la doble atadura que es la fe en el mismo Dios y la fidelidad al mismo Rey. En los diez puntos proclamados en el Primer Congreso de Estudios Tradicionalistas están recogidos con la brillantez que falta a la opaca premiosidad de mis palabras de este día. Suplid mis faltas con vuestro talento y disculpadlas con vuestra benevolencia generosa. Lo que acabo de decir no es más que la ocasión para que cada uno de vosotros aporte a la actualización de la Tradición española el acopio de vuestras valiosas opiniones.
En este clima de hermandad fervorosa y de ilusionada españolía abrimos hoy las tareas del Congreso. No somos políticos de oficio, sino solamente españoles encandilados por el fanático amor a las Españas, preocupados porque sean vivas hoy las enseñanzas de los abuelos ejemplares, estudiosos con fe del argumento más noble que haya en la España de 1968.
Vamos a dialogar a fuer de hermanos, en la afanosa búsqueda de la identidad en la doctrina. Cuando el Congreso concluya, cada uno de vosotros volverá a la acción según sus personales fidelidades. Mas estoy seguro de que en estas horas de reencuentros entrañables aprenderemos lo mucho que nos une comparado con lo poquísimo que nos separa, vibraremos con el ardor de los milites del más bello combate que quepa pelear en nuestro tiempo y juraremos defender lo que aquí acordemos como piedra de toque para la legitimidad que otorga el servicio a la santa Tradición de las Españas.
Así seremos leales a los que nos precedieron en la senda del deber regando el sendero con chispas de ideas y con regueros de sangre. Así las generaciones que en el futuro enarbolen la bandera que de los muertos recibimos y a los venideros entregaremos, sabrán que hoy supimos reunirnos para trabajar todos juntos en unión por Dios, y por la Patria, y por el Rey.
Los organizadores del Congreso, lo reitero una vez más, carecemos de vocación política. Yo, personalmente, de vocación, de ambición y de aptitudes. Por ello lo que ansío es que sea fecunda en vuestras manos esta semilla que hoy sembremos; y que, al cumplirse el curso de mis días terrenos, pueda presentarme delante de la sombra augusta de mi señor don Felipe, II de Castilla, del Perú y de Méjico, I de Portugal, de Aragón, Brasil, Cerdeña y Nápoles, pudiendo presentarle testimonio de que luché por lo que El luchó con todas las fuerzas de que pude disponer para mi empeño. Y decirle: “Señor, yo fui de tus leales, cual te fueron leales mis abuelos. Y en la lealtad de tu servicio, señor, jamás ni por un instante conoció mi mente la sombra de la duda, ni mi pecho la villanía de la traición, ni mi brazo la flaqueza de la cobardía”.
Y nada más.
Fuente: FUNDACIÓN IGNACIO LARRAMENDI
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