Credo carlista. La cuestión monárquica
Queremos en este orden:
Monarquía pura, sin mezcla alguna de constitucionalismo parlamentario, cristiana, limitada y legítima, según la ley sálica gombeta, en las líneas del Sr D. Carlos V, abuelo de D. Carlos VII, y con exclusión, cuando se hayan extinguido, de toda otra rama borbónica, autora o cómplice de la revolución liberal española, y del despojo y proscripción de la rama legítima.
España necesita, por último, de regeneración monárquica, porque las monarquías constitucionales al uso, ni son monarquías verdaderas, ni cuadran a la tradicional índole política del pueblo español. La frase sacramental de que los estadistas se sirven para significar la naturaleza de la monarquía constitucional, cuando afirman que en esta clase de gobiernos “el Rey reina y no gobierna”, no resiste al examen más ligero. Aparte de que es una verdadera sutileza más que escolástica esta diferencia entre reinar u gobernar, que parece el nudo de la cuestión, en realidad y en la práctica el que reina gobierna directa o indirectamente, e influye de tal manera en la gobernación del Estado que, si real y verdaderamente reina, hace y deshace gobiernos, y por medio de sus ministros o favoritos ejerce todos los poderes supremos inherentes a la verdadera soberanía, a saber: el legislativo, el ejecutivo y el judicial. El poder no es fraccionable en el orden supremo: o es soberano o no. Caben limitaciones o cortapisas en el ejercicio de este poder, pero es contradictorio y absurdo ser soberano y súbdito a la vez; ser soberano, por ejemplo, para entregar el poder a este o aquel ministerio, y por otro lado ser súbdito de las Cortes. Esto es bueno para ideado como ingeniosa combinación de poderes, pero irrealizable en la práctica, hasta el punto de que con la historia en la mano puede demostrarse que no ha habido ni es posible que haya más que dos clases de monarcas constitucionales: unos que ni reinan, ni gobiernan, ni viven en el trono más que por obra y gracia de ministros prepotentes que los toman y sostienen como bandera o símbolo de sus personales ambiciones; y otros que reinan y gobiernan y hacen cuanto se les antoja, sin más que tomarse el trabajo de disfrazar su poder personalísimo y absoluto con apariencias constitucionales y democráticas. Los primeros son instrumentos ciegos e inconscientes de banderías políticas o de espadones afortunados que se deshacen de ellos apenas dejan de servirles; y los segundos, aunque se titulen constitucionales y demócratas, son verdaderos reyes absolutos que ni siquiera tienen la cortapisa de su propia responsabilidad, pues sabida cosa es que en esta clase de gobiernos únicamente son responsables los ministros, o mejor dicho, nadie, porque la responsabilidad nunca se hace efectiva. Las monarquías constitucionales son, pues, o gobiernos personales y despóticos, o repúblicas disfrazadas y vergonzantes, en las cuales se inciensa un poco más al Presidente, se le rodea de más aparato y se le da tratamiento de majestad.
Por eso el partido tradicionalista, eminentemente monárquico, quiere rey que reine y gobierne y que sea responsable de sus actos: primero ante Dios y su conciencia, después ante la Historia, y por último ante su pueblo. No para que el pueblo haga efectiva, por sí y ante sí, dicha responsabilidad, destronándole en virtud del principio de la soberanía nacional que nosotros no admitimos, sino para que orillada la utopía de la responsabilidad ministerial, piense el monarca en los deberes altísimos y de trascendencia grande que su cargo le impone, y en que el Rey es para el pueblo y no el pueblo el Rey.
No decimos nosotros, como ciertos monárquicos de ocasión, que la monarquía es consubstancial al pueblo español, porque muy bien pudiera éste regirse por otra forma de gobierno el día que así lo reclamasen de consuno su propio interés y el patriotismo; pero sí afirmamos que la monarquía cristiana es casi tan antigua como España misma, y este hábito quince veces secular que nuestra nación tiene que gobernarse monárquica y cristianamente, constituye para España como una segunda naturaleza, que hoy por hoy nace de la institución monárquica para nosotros algo así como el Sancta Sanctorum de nuestras libertades e independencia.
Por eso, para los tradicionalistas, el Rey no es solamente el magistrado supremo de la nación, el primero de los nobles, el generalísimo de los ejércitos y la fuente de todo poder político, es decir, el único soberano; es algo más, es la institución más alta e inconmovible de la nación; es el representante de la divina autoridad en la tierra; es el vicario de Dios en orden a los poderes profanos; no es Recaredo, ni San Fernando, ni D. Carlos; es lisa y llanamente el rey; el único que no muere, porque apenas ha fallecido el que ocupaba el trono, gritamos: ”¡el Rey ha muerto, viva el Rey!”; el único que no firma por su nombre, ni por su número, sino que escribe: “Yo el Rey”; el único, en fin, ante el cual doblamos la rodilla, no por su condición humana, sino por su representación divina.
Esta es precisamente la idea que entraña la palabra monarquía, gobierno de uno, gobierno, digan lo que quieran los liberales, perfectamente natural y adecuado a la condición humana. Un solo Dios en el universo, un solo papa en la Iglesia, un solo padre en la familia, un solo Rey en el Estado, lo cual no implica la precisión de que este Rey sea un déspota, pues si bien es cierto que todo poder es naturalmente absorbente, también es verdad que la conciencia y la Religión son las mejores garantías del cumplimiento del deber, y las más eficaces limitaciones que pueden oponerse a las arbitrariedades de los poderes públicos, lo mismo que a las injusticias privadas.
He aquí por qué nuestra monarquía, que dista tanto del constitucionalismo como del cesarismo, puede con razón calificarse de “cristiana en la esencia y democrática en la forma”, según frase de un historiador ilustre; o de católica, representativa, fuerista y regionalista, sin que haya en ella la menor sombra de absolutismo, como suponen los que de buena fe, por tener la mala costumbre de no enterarse de nada, o con perversa intención, nos calumnian.
Todas las formas de gobierno, como tales formas y prescindiendo de los principios que las vivifican, son en sí buenas o por lo menos indiferentes. Si el partido carlista es monárquico, es, en primer lugar, porque las tradiciones catorce veces seculares y las leyes fundamentales de la nación española le imponen ese deber; y en segundo lugar, porque la monarquía cristiana es la que mayores semejanzas tiene con el gobierno natural, en el hogar doméstico, del padre de familias, siendo por esto mismo la más adecuada para hacer la felicidad de las naciones.
El Rey debe ser el padre, no el padrastro ni el tirano de su pueblo, y necesariamente tiene que serlo en toda monarquía verdaderamente cristiana. Este es el primero y más importante de los atributos que resplandecen en nuestra monarquía. Per me reges regnant, per me principes imperant, leemos en los Sagrados Libros, y precisamente por esto es sagrada la persona del Rey y la Iglesia le ha ungido y coronado en otros tiempos, porque manda en nombre de Dios, participando de su poder y ejerciéndole como representante suyo en la tierra, por lo que a los negocios temporales respecta. Y cuando el Rey es verdaderamente cristiano, sin abdicar un ápice de su soberanía, subordina su poder material al espiritual de la Iglesia y del Romano Pontífice, por la misma y poderosa razón que el cuerpo está supeditado al alma.
Es además nuestra monarquía representativa, porque el reino tiene derecho a ser oído en Cortes, y sin su aprobación no pueden imponerse ni cobrarse recargos en los tributos viejos, ni contribuciones nuevas.
Es fuerista, porque únicamente es reconocido el Rey por Señor de las provincias forales, después de haber jurado solemnemente que guardará y hará guardar los fueros, exenciones y privilegios de estas afortunadas comarcas.
Es regionalista o federal, en el buen sentido de la palabra, porque promete respetar la autonomía administrativa y económica de los antiguos reinos.
Por último, es verdaderamente democrática en la forma, porque el cristianismo impone la confraternidad de los hombres entre sí, como hijos todos del mismo Padre celestial que está en los cielos; porque el brazo llano tiene tanta o más representación que los otros en las Cortes, y porque las franquicias y libertades españolas siempre han impulsado a nuestros reyes a fraternizar más con el pueblo que con la nobleza, hasta el punto de obligar a los historiadores imparciales a confesar que en España la libertad es antigua y moderno el despotismo.
El mismo D. Carlos, conforme en esto con la sentencia de Santo Tomás, dice a su hermano D. Alfonso en su Carta-manifiesto: “Nosotros, hijos de reyes, reconocíamos que no era el pueblo para el Rey, sino el Rey para el pueblo”. Y añade: “El pueblo español, amaestrado por una experiencia dolorosa, desea verdad en todo, y que su Rey sea Rey de veras y no sombra de Rey, y que sean sus Cortes ordenada y pacífica junta de independientes e incorruptibles procuradores de los pueblos, pero no asambleas tumultuosas o estériles de diputados empleados o de diputados pretendientes, de mayorías serviles y de minorías sediciosas.”
Tales son las convicciones y sentimientos monárquicos del partido tradicionalista, y no me negarán los hombres de buena voluntad que España, la infortunada España, necesita un hombre en el que pueda encarnar, personificándolos, estos ideales. Por eso no encuentro frases más adecuadas para terminar este trabajo que las siguientes, escritas hace años por el gran literato y periodista D. Francisco Navarro Villoslada, en su hermoso artículo “El hombre que se necesita”:
“Queremos un hombre para toda la nación; no para uno ni dos o tres partidos; un hombre que mande con justicia, que gobierne con la moral del Evangelio, que administre con el orden y la economía de un buen padre de familia.
Se necesita un hombre que sea hijo de las entrañas de la patria, que tenga los sentimientos hidalgos y generosos del pueblo español, su ardiente fe, su valor caballeresco, su constancia tradicional.
Se necesita un hombre que diga al padre de familia: “Tú eres el rey de tu casa”; y al Municipio: “Tú eres el rey de tu jurisdicción”; y a la Diputación: “Tú eres la reina de la provincia”; y a las Cortes: “Yo soy el rey”. Vengan aquí las clases todas de que se compone mi pueblo; venga el clero, venga la nobleza, venga la milicia, venga el comercio y la industria, y venga la clase más numerosa y más necesitada, la clase más pobre, o mejor dicho, la clase de los pobres, venga a exponer sus quejas, sus necesidades; pero tened entendido que aquí no mandan los sacerdotes, ni los nobles, ni los militares, los abogados, los banqueros, los comerciantes, los industriales, ni los jornaleros; el rey soy yo.
Yo a la Iglesia le daré libertad y protegeré su independencia; yo no nombraré un canónigo ni un cura párroco; yo renunciaré a mis privilegios a favor de la Iglesia, de quien los he recibido; yo capitalizaré las asignaciones concordadas con la Santa Sede, y se las entregaré a la Iglesia en títulos de la Deuda; yo dejaré en libertad a toda comunidad religiosa para establecerse donde quiera, cuando quiera y como quiera, con tal de que no pida al Estado más que amparo y libertad.
Yo daré libertad y protección al comercio, libertad y protección a la industria, libertad y protección a la propiedad, y a los pobres el pan del orden, de las economías y del trabajo, que es su verdadera libertad.
Abogado, a tus pleitos, no busques en los bancos del Congreso la clientela que no has sabido conquistar en el foro; médico, a tus enfermos, no vengas a matar con discursos políticos a los que dudas curar con tus recetas; escritorzuelo, a la escuela, aprende primero lo que te propones enseñar; empleado, a tu oficina, la nación te paga para que la sirvas, no para que medres en los bancos del Parlamento; y a trabajar todo el mundo, que la política está siendo la trampa de la ley de vagos.
Yo reduciré los empleos a la tercera parte de los que hoy se pagan; yo reduciré la clase de cesantes con sueldo empleando a todos, sin distinción de colores políticos, por orden de antigüedad, y manteniendo en su empleo a cuantos los sirvan con inteligencia y probidad, aunque hayan sido progresistas, moderados o republicanos; yo reduciré asimismo los presupuestos y os daré el ejemplo de modestia para que gocéis el fruto de las economías. Yo pagaré las deudas que el liberalismo ha contraído y procuraré no contraerlas más.
Yo me pondré a la cabeza del Ejército; yo protegeré las ciencias, las letras y las artes, yo llamaré a los sabios a mi país, las letras y las artes a mi palacio, los pobres a mi mesa.
Yo lo perdonaré todo, lo olvidaré todo; quiero ser padre antes que rey: mis brazos se extenderán más pronto para abrazar que para mandar.”
Ese Hombre es el dueño del palacio de Loredán, el Augusto desterrado de Venecia, D. Carlos de Borbón y de Austria-Este, en una palabra.
Por eso decimos, para concluir, que esa monarquía ha de ser legítima, esto es, según las leyes de sucesión a la Corona, vigentes en España.
Gran cosa es la legitimidad, porque gran cosa es obrar según ley, cuando la ley es ordenamiento de la razón y por consiguiente justa; y de todas las legitimidades, la más sagrada y provechosa para las naciones es la de los reyes, fundamento de todas las demás, garantía de todo derecho, principio de bienestar y de orden, cortapisa de ambiciones malsanas, antídoto de conspiraciones palaciegas y revoluciones dinásticas, amparo de poder mayestático y trasunto todo lo inmutable posible del poder divino.
Los tratadistas de Derecho político distinguen dos clases de legitimidad: histórica, de origen o de derecho, y filosófica, de actualidad o de hecho. Se adquiere ésta gobernando justa y provechosamente para los pueblos, esto es, haciendo al felicidad temporal de los gobernados, y resulta aquella de la fiel observancia de las leyes del reino.
Felipe V, primer Borbón español, y los procuradores en Cortes, con especiales poderes del reino para ello, tras maduro examen de tan importante asunto como es el de la sucesión en la Corona, decidiéronse por la costumbre y el antiguo derecho español, derogando la exótica y supletoria ley de Partidas, y promulgaron la ley Sálica gombeta para regular la sucesión en estos reinos. Consistía la reforma en alejar del Trono a las hembras, aunque estuvieran en grado más próximo, mientras hubiese varones, descendientes del monarca en línea recta o transversal, no admitiendo a las hembras más que en el caso de haberse extinguido totalmente la descendencia varonil en cualquiera de las dos líneas. Esta famosa pragmática fue dada en Madrid el 10 de Mayo de 1713. Sostienen los liberales que esta sucesión fue derogada por la ley-pragmática de Carlos IV, acordada con el mayor sigilo en las Cortes del Buen Retiro de 1789; pero como por falta del requisito esencial de la promulgación no llegó a ser ley, pues el mismo Carlos IV posteriormente hizo incluir como ley del Reino en el título I, libro III, ley 5 de la Novísima Recopilación el auto acordado de Felipe V de 1715, es claro como luz meridiana que tampoco pudo darle validez Fernando VII por su decreto de 26 de Marzo de 1830 dirigido al Consejo, y mandando que se publicasen la ley y pragmática acordadas en las Cortes de 1789, por no tener autoridad para ello, en primer lugar, y porque quod ab initio non subsitit tractu temporis convalescere non potest. El mismo Fernando VII, hombre de manga ancha, tuvo escrúpulos de conciencia sobre tan grave asunto en la noche del 18 de septiembre de 1832 y “derogaba la pragmática sanción de 29 de marzo de 1830 decretada por su augusto padre a petición de las Cortes de 1789, PARA RESTABLECER LA SUCESIÓN REGULAR EN LA CORONA”.
Tal estado de derecho no se alteró ni pudo alterarse en 31 de diciembre de 1832 por la declaración autógrafa e Fernando VII, diciendo que su decreto-codicilo de 18 de Spetiembre le fue arrancado por sorpresa, por lo que restablecía la pragmática sanción de 29 de Marzo de 1830; ni mucho menos por la jura aparatosa de Dª Isabel como princesa de Asturias, hecha en 20 de junio de 1833 por las Cortes reunidas en la iglesia del monasterio de San Jerónimo, porque ni el Rey podía variar la sucesión por sí y ante sí sin el concurso del Reino, y porque las Cortes de San Jerónimo ni fueron convocadas para ello, ni modificaron la ley de sucesión, ni recibieron el juramento de fidelidad a Dª Isabel del más interesado en el asunto, su tío carnal el infante D. Carlos, verdadero Príncipe de Asturias, quien, por otra parte, con su nacimiento había adquirido sus derechos con anterioridad a la pragmática de 1789. Por eso remitió a su augusto Hermano y a todas las Cortes de Europa la siguiente protesta contra la jura de su sobrina:
“Señor:
Yo D. Carlos María Isidro de Borbón, infante de España. Hallándome bien convencido de los derechos que me asisten a la corona de España, siempre que sobreviviendo a V. M. no deje un hijo varón, digo que ni mi conciencia ni mi honor me permiten jurar ni reconocer otros derechos, y así lo declaro.”
De aquí arranca el derecho de nuestro Augusto Jefe don Carlos VII, por muerte de su abuelo D. Carlos V y de su tío carnal D. Carlos VI, titulado Conde de Montemolín, y por renuncia de su augusto padre D. Juan III, que abdicó en París el día 3 de Octubre de 1868.
Quien desee más datos y razones sobre tan intrincado pleito jurídico-dinástico, que consulte los folletos titulados La cuestión dinástica. ¿Quién es el Rey? y El Rey de España, del P. Magín Ferrer el primero, por un abogado de los antiguos Consejos el segundo y de D. Antonio Aparisi y Guijarro el tercero.
Por todo esto nos decimos partidarios de la monarquía legítima. La media legitimidad de la rama imperante, como la calificaba el revolucionario D. Juan Álvarez Lorenzana, arranca del derecho nuevo, o sea de la soberanía nacional, encarnada en diferentes Cortes, que sucesivamente entronizaron y destronaron a Isabel II, y del pronunciamiento militar de Sagunto, hecho de fuerza que nunca ha podido ser fuente de derecho.
Ciertamente la cuestión entre el liberalismo y el carlismo no está reducida a simple pleito dinástico y personal (con ser tan sagrado y respetable el derecho en todas sus manifestaciones), sino que alcanza además toda la trascendencia de los problemas religioso, político, social y monárquico, enunciados sucintamente en este folleto para enseñanza ejemplar de las nuevas generaciones carlistas, y para que, conociéndonos tales cuales somos, nos hagan justicia todos los hombres de buena voluntad.
Porque si a los poderes imperantes les falta la legitimidad de origen, histórica o de derecho, culpables son además de no haber sabido ni querido conquistarse la legitimidad filosófica o de hecho, para probar lo cual basta que nos fijemos en la preponderancia, honor y gloria que España disfruta en el mundo, y en el bienestar material y moral de que gozan sus habitantes todos. Los poderes públicos que hace más de setenta años padecemos, católicos como sus mayores y liberales como el siglo, en frase gráfica de Alfonso XII, uno de los monarcas más conspicuos de la rama imperante, son encarnación genuina del liberalismo y representación histórica y obligada del derecho nuevo. Por consiguiente, sobre su conciencia pesan todas las calamidades y desastres, producto natural y lógico de tan deletéreos principios, por más que en el sistema monárquico constitucional el rey sea sagrado e inviolable y responsables únicamente sus ministros. Ni la Historia ni la sociedad admiten tan sutiles como falsos distingos y la responsabilidad de los desaciertos ministeriales la exigen más inexorablemente aun a los reyes y su rama, que los elevaron al poder y los mantuvieron en el mundo a pesar de los clamores y protestas de los gobernados. Irresponsable era Isabel II, e inexorablemente fue destronada.
Mal puede, por lo tanto, sostenerse la legitimidad filosófica o de hecho de los gobiernos que presiden nuestros destinos desde la muerte de Fernando VII hasta la fecha, cuando la Nación pudiera llevarlos a la barra exigiéndoles responsabilidad civil y criminal, prescindiendo de minucias y males menores por los siguientes atentados todavía impunes: aquel horrendo pecado de sangre, como le llama Menéndez y Pelayo, conocido con el nombre de degüello y expulsión de los frailes, el inmenso latrocinio, en frase feliz del mismo sabio escritor, llamado desamortización por los liberales, la persecución y esclavitud de la Iglesia católica hasta reducirla a su condición actual de oficina del Estado, la gloriosa revolución del 68 con todas sus vergüenzas y desastres, la decidida protección a las sociedades secretas y sectas heréticas con pretextos de libertad o tolerancia religiosas. La multitud de pronunciamientos y por lo menos tres guerras civiles que han desangrado y empobrecido a la Nación, la ruina de la hacienda y destrucción de los montes públicos, la pignoración de la riqueza y bienes nacionales, la pérdida de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, esto es, de 422.330 kilómetros cuadrados de territorio, con 10.262.979 habitantes, la destrucción de nuestra leyenda de oro y pérdida del honor nacional con el vergonzoso tratado de París, y por último, la miseria, el hambre y la emigración horribles que pregonan por el mundo nuestra prosperidad y bienandanzas.
Todo esto y muchísimo más que pudiéramos añadir y detalladamente exponer, ¿es gobernar bien?; ¿es hacer la felicidad de los gobernados? ¿No? Pues entonces la rama que ocupa el trono y sus gobiernos son los poderes públicos más ilegítimos del mundo.
En resumen: catolicismo, con unidad católica, independencia económica de la Iglesia y aspiraciones al poder temporal de los papas, sin mezcla alguna de persecución religiosa ni aun de intransigencia social; verdadera representación nacional, sin mezcla alguna de parlamentarismo y centralismo; paz y concordia entre pobres y ricos, entre el capital y el trabajo, con respeto y protección a todos los derechos legítimos, sin mezcla alguna de socialismo y anarquismo; y monarquía verdadera y legítima, sin mezcla alguna de cesarismo ni de demagogia: tales son las cuatro grandes regeneraciones que España necesita y los cuatro dogmas primordiales de nuestra Comunión, simbolizados en el triple lema de Dios, Patria y Rey, pues no hay patria posible sin sociedad bien organizada y entendida.
Credo y programa del partido carlista. Manuel Polo y Peyrolón. 1905
Credo carlista. La cuestión monárquica
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