LA RUINA REAL
DE LA INTELIGENCIA
“El antiguo proceso de convicción por medio de argumentos y pruebas ha sido reemplazado por la afirmación reiterativa, y casi todos los términos que otrora fueron la gloria de la razón conllevan ahora una atmósfera de desprecio”.
(Hilaire Belloc: “Las grandes herejías”)
Aloguismo, wishful thinking, pensiero debole: tres términos de acuñación dispar y extemporánea, pero confluyentes en un sinfín de herrumbrosas y actualísimas comprobaciones.
El primero, debido al magín de Belloc, aunque alusivo inicialmente al modernismo o “herejía total”, preveía con acierto aquel dislocamiento (a la postre impuesto y campante) por el que la procesión metafísica que va del ser (uno e indiviso) por la verdad al bien invierte los dos últimos términos, haciendo de la verdad algo así como un precipitado del bien, una graciosa concesión adjetiva, prescindible y aun arbitraria, un puro lujo del lenguaje. Consecuencia de un voluntarismo de larga data y paciente erosión, lo que se termina por postular es que la potencia apetitiva no es atraída por la inteligibilidad inherente al objeto, sino que se mueve un poco por necesidad y azar, y que es fatalmente infalible en la elección del mismo.
Difícilmente podía desmentirse tan categóricamente esa larga tradición del pensamiento de la que somos todos tributarios, aquella que arranca, lo menos, desde los lejanos siglos en que el mythos cediera la voz al logos en virtud de la más acabada capacidad que éste posee para la representación universal. O, dicho en otros términos, por su mayor eficacia en reunir la multiplicidad de lo real bajo unos pocos y vivaces caracteres.
No obstante lo cual, y debiendo reconocerle al mito no escasa virtud representativa y una cierta vigencia del logos en sus mismos pliegues (la potencia alegórica del mito habla de razón, de relación), debemos concluir, vistas las cosas como están, que hoy se ha vuelto a un tipo de conocimiento que no sólo habría que calificar como pre-lógico, sino aun, y en sentido estricto, como pre-mítico.
La ruina del logos no ha hecho más que propiciar, al puesto de la representación, la reiteración compulsiva, la re-duplicación, la tosca mímesis: de allí la rigurosa actualidad de las palabras de Belloc arriba enunciadas. Lo que, pese a los alegatos de rigor en pro de una pedagogía no represiva, supone la más resuelta realización de aquel “la letra con sangre entra”. O con el hierro candente de las yerras, que no otra cosa ha logrado la asfixiante propaganda. Aquel célebre “miente, miente, que algo queda”, atribuido alternativamente a Goebbels, a Lenin, a Voltaire, a Beaumarchais, y cuya lección algunos rastrean hasta la antigüedad, supone la confianza no ya en el poder sino en la defectibilidad —o aun en la mera defección— de la razón, y en la posibilidad de alcanzar algún tipo de construcción mental al margen de esta facultad.
“Se atizarán fuegos para testimoniar que dos más dos son cuatro. Se desenvainarán espadas para demostrar que las hojas son verdes en verano” (Chesterton). El quebranto de la razón especulativa ha hecho del consorcio humano un erial, y ha llevado el desierto allí donde se agolpan muchedumbres.
Si hay algo que no escapará al observador son las evidentes muestras de que los niños recién entrados a la edad de razón hacen de las exigencias primarias de la cogitativa y de la razón formal: se pide cuenta de la adhesión o repulsa que merecen tales o cuales objetos, de la valoración que debe dárseles, tanto como de la causa de las cosas, de la distinción y la identidad entre las mismas…
Y horroriza comprobar, por ello mismo, cuánto esta disposición natural, llamada a desarrollarse como todo el ser del hombre, viene a menudo a truncarse por efecto de unos hábitos históricos punto menos que increíbles.
Acá se nota ciertamente cuánto estrago causa el hastío reflexivo, morbo asaz adecuado a la activa multiplicación de estímulos sensibles y a la huída de toda dificultad que caracteriza al modus vivendi contemporáneo. El juicio especulativo, atinente a objetos más o menos arduos según la índole propia del sujeto, viene a cambiarse por el llamado “juicio electivo” o “de conveniencia”, ilícito atajo por el que el bien pretende definirse con independencia y exclusión de la verdad, o haciendo de ésta una consecuencia de aquél: verdad es lo que me complace. No otra cosa han advertido esclarecidos autores del último siglo: se niega que los juicios de valor sean realmente juicios, reduciéndolos a puros sentimientos. Wishful thinking o “pensmiento ilusorio”, tal el proceso intelectivo basado apenas en lo que causa gusto.
De aquí a la afirmación del presunto derecho a rehuir todo imperativo concreto de la razón hay un breve paso. Así se refirió Gianni Vattimo al pensiero debole o “pensamiento débil”, por él excogitado: como al libre curso interpretativo enfrentado a una lógica “férrea y unívoca”. “Se han disuelto los fundamentos últimos, los principios incontrovertibles, las ideas claras y distintas, los valores absolutos y las evidencias fundantes” y, a cambio de lo que se denuesta como “rigideces” o restricciones inaceptables (la certeza intelectual derivada del hábito metafísico), se multipolarizan los asertos hasta la extenuación.
El resultado es conocido de sobra: vulgaridad, ligereza de juicio y —a la postre, y contrariando las premisas declaradas— estrechez e imposición coactiva de los patrones de valoración consagrados por la propaganda. Los hijos de la Revolución (contra)cultural ofrecen, así, una garantía de falibilidad tan redonda y acabada que se diría la más puntillosa réplica de la sapiencia. El mérito será entre ellos una culpa, y la culpa un honor, y el gusto estéril de habitar el “mundo al revés” hará que sus facultades superiores residan en sus pies.
Aquel triple movimiento que hace al andamiaje de la vida mental (percibir con claridad, juzgar con verdad, discurrir con rigor) se ha vuelto sospechoso de arrogancia y aun, insólitamente, de fascismo. Estamos de lleno en la anomía mental prevista por Chesterbelloc, que en sus días no había alcanzado aún este asfixiante nadir. Tópico tan amañado como el de la presunta mayor inteligencia de la “generación cibernética”, cuya celeridad de descargas nerviosas admira a tanto anciano irreflexivo, no ha hecho sino aplazar la constatación necesaria (necesaria con valor de diagnóstico y de reto) de la ruina real de la inteligencia. No se quiere reconocer que, en todo caso, lo único comprobable es la mayor velocidad de respuesta a ciertos estímulos magnéticos, provocada —según señalan los especialistas— por una alteración en las redes neuronales, esto es, en el mismísimo soporte orgánico del psiquismo. Hacer de esto un triunfo de la actividad mental es el colmo de la tontería.
Más bien habría que pensar que este hipnotismo generalizado es la vertiginosa consecuencia última del subjetivismo radical, del solipsismo difuminado por la filosofía moderna sobre las conciencias, los indecorosos estertores de una civilización enferma que ya ha sido juzgada, y que se resiste a acatar el fallo. Son conciencias las de estas generaciones ante las que la gnoseología se estrellaría como ante un médano: baste ver la adhesión acrítica de tantos jóvenes a cualquier ideología que se les presente con la suficiente insistencia y con visos de triunfo, la irracionalidad (comparable al de los hinchas de fútbol) que los arrastra a la simpatía partidaria.
La política, la vida social, los estudios quedan impregnados por el mismo morbo, y los candidatos a los cargos públicos apelan a estos mecanismos de estímulo-respuesta que implican la manipulación artera de la palabra, asimilada a un acicate informático. Son tantos y tan explícitos los síntomas de esta misma patología, que podrían llenarse páginas de ejemplos reconocibles hasta el cólico.
Habrá que reconocer por fuerza que, al cabo de una larga pendiente antropocéntrica, de un desquicio pendular oscilante entre los desatinos del racionalismo y el aloguismo —y que, pese al humanismo expreso, comportó irónicamente la ruina de todo lo que no había en el hombre de caído—, la mayor esperanza que podemos alentar es que la restauración de una cierta dignidad humana ya no depende del hombre en absoluto.
Flavio Infante
CABILDO - Por la Nación contra el caos
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