Nota previa: este artículo del notario Luis Moure-Mariño pone el énfasis en los males sociales del Estado Providente, y por ello creo que su lectura puede ser o resultar interesante.

Sin embargo, en la parte dedicada al análisis económico del desarrollo del moderno Leviatán (como lo llamara Pío XII en célebre frase en uno de sus mensajes) así como de cuáles deberían ser las correspondientes soluciones para detenerlo, desgraciadamente el Sr. Moure-Mariño aparece influenciado, en cierta forma, por ideas económicas ortodoxas y, por tanto, esta porción del artículo merecería ser objeto de ciertas correcciones o matizaciones.


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El Estado Providente (ABC, 11 de Mayo de 1972)


Si hay algo en este mundo que resulte fácil de comprender, es el afán humano por eximirnos de culpas. Así como quien soporta una incómoda carga siente prisa por aliviar el peso, del mismo modo raramente nos hallamos dispuestos a pechar con las propias responsabilidades. Una gran parte de nuestras energías se gastan en abrir drenajes y aliviaderos para eximirnos de culpas y deberes. Esta actitud, tan humana, basta para explicar que todas las utopías políticas que han sido, se hayan obstinado en transferir al Estado las responsabilidades propias del individuo. En las utopías, el Estado es concebido, a un tiempo, como el gran chivo expiatorio y como el omnipotente Leviatán obligado a resolverlo todo: si las cosas marchan por mal camino, el Estado –se dice–, es el responsable de todo lo malo que sucede; pero aun cuando las cosas no vayan mal, el Estado –se desea–, tiene la obligación de labrar la felicidad de sus súbditos.

La teoría del Estado-providente, palpita un poco en todo individuo y tiene sus más arduos defensores en quienes propugnen sistemas de seguridad social a ultranza. Acaso el ideal social consistiría en que el milagro del «maná» se renovase cada mañana; una sociedad en la que, el alimento, la habitación, el vestido, la educación e incluso los caprichos santuarios, estuviesen siempre cubiertos. Pero si todos tuviésemos asegurado nuestro futuro hasta tal extremo, ¿quién trabajaría y de dónde saldrían los recursos para mantener una Arcadia semejante?... La anterior pregunta nos conduce, con plenitud de lógica, a formularnos la siguiente: ¿Hasta qué punto puede un Estado afirmar su paternalismo y hacerse cargo de la seguridad de sus súbditos? Pienso que acaso el primer análisis serio para contestar a esta pregunta haya que ir a buscarlo a la famosa obra de Malthus «Primer ensayo sobre la población», libro publicado en 1798.

El sacerdote Malthus, profesor de la primera cátedra inglesa de Economía, amigo y discrepante ideológico de Ricardo, sabio plácido y virtuoso que creía que, «en este mundo no hay más maldad que la absolutamente necesaria como ingrediente del proceso de la vida», se turbó una sola vez –diríamos que «perdió sus estribos» una sola vez–, a lo largo de su vida intelectual: fue cuando el Gobierno de Pitt aprobó las «poor laws» o leyes para pobres, de acuerdo con las cuales las personas censadas como pobres iban a recibir un estipendio de dieciocho peniques diarios. Pese a su condición de sacerdote consagrado al prójimo, desde su trinchera de sociólogo y economista, Malthus razonó del siguiente modo: «Mi opinión es que, incluso una contribución universal de 18 chelines por cada libra, en lugar de cuatro, no alteraría la situación actual. La creación de pensiones o el aumento de los jornales, queda reducido a ilusorio si no va precedido de un aumento de mercancías»…

«A primera vista es extraño –razona Malthus–, que yo no pueda, con mi dinero, sacar de la miseria a un desgraciado; pero esta es la triste verdad: si le doy dinero suponiendo que la cifra de producción del país no cambie, le doy, en la práctica, un título que le permitirá adquirir una producción de alimentos mayor que la que antes adquiría, y que, por fuerza, será detraída de las masa común en detrimento de otros partícipes»… A través de un razonamiento irreprochable, Malthus desembocaba en la conclusión de que las leyes para proteger a los pobres de Pitt, en vez de mejorar la situación de las clases menesterosas, la empeoraron en un doble sentido: porque la sensación de falsa seguridad generó un aumento de las cifras de población sin haber aumentado las subsistencias, y porque las nuevas raciones de los menos dotados –de los que contribuían en menor medida al desarrollo social–, habían reducido y encarecido la ración «de los que no tienen más fortuna que su trabajo»… «Yo absuelvo al señor Pitt –escribirá Malthus– de toda siniestra intención… Las “poor laws” fueron instituidas con los más caritativos propósitos: pero estoy convencido de que, de no haber existido estas leyes, el caudal global de felicidad entre la gente humilde sería mucho mayor de lo que es»…

No deja de ser curioso que, corridos casi dos siglos desde los razonamientos de Malthus, insignes economistas prácticos hayan mostrado igual aversión hacia los sistemas de seguridad total. Es el caso del ex canciller y ministro de Finanzas del Reich Ludwig Erhard, quien nos dice: «La aspiración del individuo a proveer a su futuro, es algo que ni se puede ni se debe borrar del corazón… El seguro social total conduciría a una forma de convivencia en la que todo el mundo rehuiría responder de sí mismo. Sería un caso de evasión de la propia responsabilidad, un camino por el que resbalaríamos hacia un orden social en el que cada cual tendría su mano en el bolsillo del vecino. Tal forma de seguridad aniquilaría las más auténticas virtudes humanas.» Finalmente, se plantea Erhard una pregunta: ¿Cuánto de lo que pagamos para seguridad llega realmente al asegurado? … «La supuesta seguridad que el individuo debe recibir del Estado –concluye– hay que comprarla muy por encima de su valor»…

Cierto que desde los tiempos de Malthus han corrido casi dos siglos. Cierto también que el Estado moderno no puede desentenderse de graves deberes de socorro hacia las clases más necesitadas. Pero tampoco podemos ignorar que flota sobre toda esta cuestión de la seguridad social un falso halo peligroso y encandilante como un espejismo. Para la política –y también para la galería expectante–, los avances en materia de seguridad social pueden apuntarse como bazas de triunfo. Pero no podemos olvidar que todas estas bazas serán engañosas –puramente ficticias–, cuando las dádivas legislativas vayan más lejos que los recursos nacionales. Toda elevación de los salarios o de la seguridad que no deriven de un aumento previo de la riqueza no pasan de ser un fraude ilusorio.

En sustancia, el problema esbozado nos conduce a un interrogante decisivo: ¿Hasta qué punto puede llegar la política de seguridad social de un Estado?... Los límites de la seguridad social –contestamos– se hallan fatalmente señalados por dos barreras: no se puede destruir, en primer lugar, la capacidad creadora del hombre. Allí donde se detenga el estímulo creador, donde surja la tentación de la holganza, la seguridad social tendrá que detenerse. Pero, sobre todo –ello es obvio–, cada país, en razón de sus recursos, sólo podrá asumir un grado «equis» de seguridad para sus súbditos. Paraísos humanos en los que nos sintamos garantizados contra todo, son pura entelequia para la que no hay solar sobre la Tierra. Es cada individuo, en primer lugar, quien tiene que pechar con la responsabilidad de su futuro. Sólo en aquel punto en que el hombre no pueda afrontar la adversidad –el hombre que luchó y trabajó antes–, sólo aquí podrá intervenir el Estado para ayudar al menesteroso. Y esa ayuda, por fuerza, habrá de ajustarse a las posibilidades y recursos del Estado. Cualquier otra idea sobre la seguridad social sería ilusoria…


Luis Moure-Mariño


Fuente: HEMEROTECA ABC