Megalopolitas perdidos (ABC, 11 de Mayo de 1972)
Qué liberación el coche, qué síntoma de aristocratismo, qué extraordinaria autonomía. Fabriquemos coches, pues; acabemos con los medios de transporte lentos y sucios, aquellos trenes promiscuos, aquellas aglomeraciones ante las ventanillas, aquellos tranvías renqueantes. El coche como síntoma de emancipación gregaria, como nueva distinción social, como arma definitiva para derrotar las distancias en las cada vez más grandes ciudades, las megalópolis interminables.
Vengan coches a la calle. Y al cabo de poco tiempo se comprueba con estupor que el coche inficiona la atmósfera, congestiona las calles, mata a la gente y pierde velocidad frente a los semáforos, los atascos y la saturación. No resuelve. Ciudadanos: abandonen el coche y usen los medios colectivos de transporte, que esa es la solución de la gran ciudad (y resulta cierto). ¿Pero dónde y cómo están los transportes colectivos urbanos? ¿Me hablan del Suburbano madrileño, especie en horas-punta de círculo dantesco con fabulosas aglomeraciones para todo, para tomar billete, para tomar el tren, para tomar la escalera rodante o el ascensor, ello sin contar el humillante hacinamiento a que son sometidos los viajeros durante el largo trayecto? El Suburbano es un ejemplo entre muchos.
No. El coche en sí mismo es bueno. El transporte colectivo en sí mismo es bueno. La máquina y la técnica en sí mismas son buenas. Pero ni el coche ni el transporte colectivo ni la máquina ni la técnica son buenas en su aplicación en el uso «social» que se hace de ellas, asunto por lo demás muy sabido. Cuando veo a los conductores de coches sulfurados, la ciudad podrida, el ruido taladrando los tímpanos, la multitud apretada en las jaulas de hierro, las mujeres escarnecidas, las escaleras incómodas, siempre acabo preguntándome, no con amargura, sino simplemente con fría desesperación fatalista: ¿Y esta es la civilización que hemos creado? ¿Este es el porvenir que a mí me espera? ¿Sufrir codazos y perder media vida en un miserable transporte colectivo o en una estúpida maquinita que me conduce a un trabajo que siempre –por definición– está en el otro extremo de la ciudad, mientras lucho con media población que procede de adonde yo voy y se dirige a de donde yo vengo? ¿Qué absurdo es éste? ¿Es que a la gente le basta saber dónde trabaja para comprarse la casa a quince kilómetros de distancia? Eso requiere dividir la población de Madrid en tantos núcleos como puntos cardinales tiene. Y jugar con los núcleos a la pelota, trasvasarlos, barajarlos, de forma que cuando suena la hora de trabajar el lío sea realmente cósmico y digno de que los historiadores futuros afilen las teclas electrónicas y le cuenten a alguien el milagro.
El habitante de la megalópolis está perdido porque el mal radica en la ciudad misma, en su desmesura, en su crecimiento caótico, que comporta un cúmulo de necesidades inútiles, gratuitas –túneles, pistas, puentes, artilugios rodantes, sótanos, hosquedad– a las que algunos tendrán aún la fantasía de llamar progreso, con probable ignorancia de que la gran ciudad es el enemigo número uno del pobre que, por razón de su menesterosidad, se ve obligado a comprar la casa en el extrarradio, a comprar en los mercados más caros, a gastar más que nadie en el transporte, a perder más tiempo en sus desplazamientos, a dormir menos, a vivir menos y a morir antes. ¿Por qué tal condenación además de que ingresa menos dinero que nadie?
La idea de progreso es una añagaza. De nada sirve fabricar más coches para tener que construir más pasos elevados y producir más puestos de trabajo, y tener que construir más casas que hagan la ciudad más grande y requiera más coches y más túneles y… Basta. Lo contrario comprendo que sería la consunción. Pero en definitiva este es uno de los conflictos del capitalismo. Por eso es capitalismo. Determinar cuántos grados debe avanzar la civilización constituye el gran problema de nuestro tiempo. Lo peor y más suicida es el progreso indiscriminado, precisamente el que se está llevando a cabo. Y ahí tenemos la destrucción del equilibrio biológico, el repudio de la gran ciudad, el tributo mortífero de la carretera, el retroceso de la civilización del ocio, los sueños ahogados en gas-oil y el somnífero emanado de las pantallas.
Eduardo Tijeras
Fuente: HEMEROTECA ABC
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