Bien físico y bien moral (ABC, 26 de Junio de 1975)
Arrastrados por el torbellino de los intereses materiales de bienestar individual y social, apenas podemos pararnos un punto a considerar el verdadero norte de nuestra vida. Y en política suena de modo extraño la invocación a los principios morales que fundan la auténtica civilización. Ya en tiempos de Juan Jacobo Rousseau lamentaba el filósofo ginebrino este eclipse de los valores morales en el cielo de la política y escribía estas certeras palabras en su célebre discurso dirigido a la Academia de Dijon: «Los antiguos políticos hablaban sin cesar de costumbres y de virtud: los nuestros no hablan de otra cosa más que de comercio y dinero.» Desde entonces el fenómeno ha ido agudizándose y ha alcanzado su cima en nuestros días, cuando todos los pueblos de Occidente parecen entender la política al modo tecnocrático, sin más miras que el desarrollo de las potencialidades que ofrecen las naciones para avanzar a ciegas por las vías de la producción y del consumo. ¡Gocemos de bienes materiales cada vez más cuantiosos! Norma de acción que obliga al hombre a derribarse ante el ídolo del bien físico y venerarlo como si fuese el único y absoluto bien.
Pero el bien físico no es el único bien posible, y no es ni siquiera el mejor, según averiguamos al compararlo con el bien moral. Los bienes físicos son siempre menos importantes que los bienes morales, aunque la aceptación de una verdad tan trivial cause desagrado a nuestra imperfección. Bienes físicos son la hartura, la salud, la paz, la libertad, que nos permiten vivir exentos de hambre, enfermedad, guerra o cautiverio. Y, siendo bienes indudables y preciosos, con todo son menos importantes que otros como la justicia, la caridad, la paciencia, la templanza, con que combatimos la injusticia, el egoísmo, la tristeza, la sensualidad. Y esto lo haré ver refiriéndome a dos notas que tiene el bien moral y que no tiene el bien físico.
La primera nota del bien moral, que ya sería suficiente para darle la primacía sobre el bien físico, es la de hacer bueno al que lo posee. Los bienes y los males morales hacen bueno o malo al hombre, cosa que no pasa con los bienes o males físicos. Nadie es bueno por disfrutar de hartura, de salud, de paz o de libertad, ni es malo por padecer hambre, enfermedad, guerra o cautiverio. Por eso los bienes y males morales exigen una discriminación, porque unos son patrimonio de los virtuosos y otros son exclusiva carga de los malvados.
La segunda nota del bien moral, que le da asimismo la primacía sobre el bien físico, es la de no poder jamás ser objeto de abuso. La virtud moral tiene la ventaja de no ser nunca demasiado buena. En la definición de la virtud moral cabe poner siempre la coletilla con que la pincelaba San Agustín: es una cualidad «de la que nadie usa mal». Nadie es nunca demasiado justo, caritativo, paciente o moderado. Con el bien puramente físico sucede al revés: puede abusarse de la salud, de la paz, de la libertad y de toda suerte de bienestar material. Y, dada la ingénita malicia del hombre, atestiguada por las desordenadas inclinaciones que reinan en todos los sujetos humanos desde el nacimiento hasta la muerte, no solamente es posible abusar del bien físico, sino que siempre se abusa, a no ser que las virtudes morales luchen por tenerlo a raya y encuadrarlo en la mesura de un marco justo.
La primacía del bien moral no es nunca ajena a la política, y aunque hay muchas virtudes morales que no miran directamente a la vida pública, siempre cabe lamentar, con Juan Jacobo, que los políticos antiguos hablasen sin cesar de costumbres y de virtud, y los nuestros sólo hablen de comercio y dinero. En mi terminología quiere esto decir que es lamentable descuidar el bien moral por atender el bien físico.
Hoy la tendencia a promover y desarrollar bienes físicos sin limitaciones éticas pasa por ser un triunfo de la técnica, pero en realidad no está aquí la razón explicativa del fenómeno. Pues la técnica es ya uno de los bienes en cuestión y de suyo, como ellos, es indiferente desde el punto de vista moral, o sea, es moralmente neutra, y se torna buena o mala según el uso que hagamos de ella. La tendencia a la promoción y desarrollo de bienes físicos se debe a la misma naturaleza de estos bienes. Primero, en razón de su carácter común, sin distinción de color moral, que les hace apetecibles por cualquier género de hombres, sea cual fuere su calaña. Así no es de extrañar que los bienes físicos sean los predilectos de los gobiernos, pues los gobiernos tienen necesidad de conseguir los sufragios del mayor número de súbditos, sin cuidarse de discernir entre los hombres egregios y los vulgares. En todo político ganoso de triunfar asoma en seguida un demagogo. Pero además, según vimos arriba, el bien físico es susceptible de abuso, lo que es un atractivo para la malicia humana, que gusta de crearse menesteres y variar los objetos de consumo sin razón y sin tasa, ya que los excesos no se detienen, sino que ruedan en cadena, quizá porque estas cosas materiales no hacen bueno al hombre, no le perfeccionan ni edifican, y son como el agua del mar, que aumenta la sed del que la bebe.
Todo esto nos muestra que el bien moral, a pesar de su preeminencia, siempre lleva la peor parte cuando tiene que competir con el bien físico. La única preeminencia que se le reconoce es de carácter jurídico, pues no hay que olvidar que las leyes de la nación condicionan el ejercicio y el uso del bien físico, y que la vida política de la comunidad civil no sería posible sin leyes. Toda la ordenación jurídica de la nación constituye un bien moral, aunque los bienes morales a que me he referido aquí superan en mucho el orden jurídico.
Los taumaturgos de nuestra era se han dado a construir y fabricar maravillas, porque el destino del hombre occidental ha sido elaborar la más prodigiosa civilización material que vieron los siglos. Con todo eso, algo se rebela y protesta en nuestro interior cuando topamos con personas que ponen todo su orgullo en los adelantos de la civilización material, que han sido compatibles con asesinatos en masa y con torturas indecibles, y que no han mejorado en nada la empedernida vileza del ser humano. La distinción entre el bien físico y el bien moral, desvaneciendo el engaño nacido de la confusión que entraña la palabra «bien», permite dar la primacía a los valores morales y deja entrever la razón de que el político moderno pueda a veces construir y edificar mucho sin que su acción sea nada edificante.
Leopoldo Eulogio Palacios
Fuente: HEMEROTECA ABC
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