LA UNIDAD DE ESPAÑA
COMO BIEN MORAL
Con motivo de la aprobación del Estatuto
de Cataluña, y de la presencia
de otros proyectos similares, se
desencadenó una polémica acerca de si la
unidad de España era un bien religioso
que había que mantener, o si, por el contrario,
era un asunto del que debía desentenderse
la Iglesia. Esta polémica presentó
pronto tal profundidad y tales
problemas asociados, que la Conferencia
Episcopal optó por el silencio y la renuncia
a pronunciarse sobre eso, como parecía
que estaba preparado y apoyado por un
grupo casi mayoritario de obispos.
Aunque escribo, como siempre, a título
personal, creo que las observaciones
que siguen son de buena política tradicionalista.
Un primer error grave es no decir, al
abordar el tema, si se va a tratar en un plano
teórico, académico, abstracto y general,
o en un plano concreto, real y práctico,
de aquí y de ahora. Porque puede
suceder, y está sucediendo, que formas
políticas que en teoría le resultan indiferentes
a la Iglesia, luego en la práctica del
“hic et nunc” lleven inseparablemente
unido un cortejo de cuestiones y estén en
manos de un grupo de personas que las
haga inaceptables para la Iglesia. No es lo
mismo el concepto de república en los tratadistas
del siglo XV que en manos de D.
Manuel Azaña.
Otro grave error de base de partida es
creer que no hay más unidad de España
posible que el sistema centralista. Esto es
falso. Un Estado federal puede dar a España
tanta o más unidad que un Estado
centralista. Todo ha surgido porque no se
ha explicado suficientemente la diferencia
entre
federalismo y separatismo.
Inmediatamente después de la Cruzada
de Liberación 1936-1939, el dirigente falangista
Ernesto Giménez Caballero escribió
que a Navarra, después de su inmensa
aportación a la Cruzada, no le faltaba más
para colmar su gloria que renunciar a sus
fueros e igualarse con las demás provincias.
Aquello era un globo sonda. Por eso le
contestó rápidamente con claridad y energía
el Conde de Rodezno, a la sazón carlista,
que la España de los Reyes Católicos
(de la cual Falange tomaba el emblema del
Yugo y las Flechas) era una España federal,
lo mismo que la de Felipe II y los Austrias.
La propia Navarra, tan foral, acababa de
dar muestras imperecederas de amor a España.
Un Estado centralista puede ser impío
y apóstata como el actual, o bien confesionálmente
católico. Y unas regiones federadas
hasta el borde del separatismo,
pueden ser impías, como la actual Cataluña,
con su Estatuto recién estrenado, o ser
paradigma de confesionalidad como postulaban
durante la Segunda República, los
“Jelkides”. Decían estos que entre una España
unificada y centralista y enemiga de
la Religión, como era al principio la Segunda
República, y un País Vasco autónomo
pero confesionalmente católico que se
salvara de la apostasía general del resto de
España, preferían la autonomía con catolicismo.
Planteamiento respetable si no pecara
de pusilanimidad y de falta de magnanimidad
para darle la vuelta a la tortilla
como finalmente se hizo en 1936.
Don José Calvo Sotelo, ex ministro de
Primo de Rivera y Protomártir de la Cruzada,
hizo de las Cortes un planteamiento
inverso diciendo que prefería una España
roja a una España rota. Todos los católicos
de toda España se pusieron en pie contra
semejante disparate, y Calvo Sotelo tuvo
que rectificar, trampeando.
La cuestión religiosa no está, pues, en
si España debe ser centralista o federal, ni
si el federalismo atenta o no contra la unidad
de España, sino en que tanto el Estado
único, como la hipótesis de unas nacionalidades
federadas, vayan a ser
confesionalmente católicas o apóstatas.
Los carlistas somos federalistas y patriotas
y proponemos restaurar la confesionalidad
católica a todos los niveles y en
todos los proyectos. “Por ser Vos Quien
sois” y porque, además, secundariamente,
esa confesionalidad sería una gran argamasa
constitutiva de España. (Hay otras).
Manuel de SANTA CRUZ
(Lealtad)
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