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Tema: Hacia una nueva estructura de la sociedad (Rafael Gambra)

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    Hacia una nueva estructura de la sociedad (Rafael Gambra)

    HACIA UNA NUEVA ESTRUCTURA DE LA SOCIEDAD


    POR

    RAFAEL CAMBRA CIUDAD.

    Catedrático de Filosofía
    .


    El tema de los cuerpos intermedios ha constituido una especie de constante en el pensamiento católico. Sin embargo, esta expresión de cuerpos intermedios es —diríamos— una designación impropia, realizada in sensu composito. Lo mismo acontece, por ejemplo, con lo que hoy llamamos regiones; ahora se habla mucho de las regiones, del regionalismo; pero seguramente en la época en que existía el verdadero regionalismo, verdadero autonomismo local, no existía esta palabra: regionalismo. Región es una palabra que supone un todo, como las regiones de un cuerpo, las regiones del cuerpo humano. Del mismo modo, ese calificativo de intermedios aplicado a los cuerpos de la sociedad alude a las dos únicas realidades que han supervivido en la política contemporánea por efecto de la Revolución francesa y de sus consecuencias socialistas: el Estado de una parte y el individuo de otra. Cuerpos intermedios por lo tanto entre el Estado como único principio de organización de la sociedad y el individuo abstracto. En realidad, al hablar nosotros de cuerpos intermedios nos referimos a los estamentos de la sociedad, a las corporaciones, a las instituciones históricas y autonómicas que en otro tiempo constituían un verdadero tejido orgánico en el que vivía y alentaba la sociedad como tal sociedad.

    Estos cuerpos intermedios —la sociedad orgánica— es a lo que se ha llamado poderes e instituciones entrañables, cuadros en los cuales el hombre se inserta, a los que se adhiere, con los cuales puede tener, de una manera digna y humana, eso que Álvaro D'Ors ha llamado la humildad de ser parcial, es decir, de pertenecer a algo. Estos cuerpos intermedios y esta sociedad orgánica despiertan hoy un interés general por dos fenómenos muy característicos de nuestra época: de una parte esa especie de desarraigo en las grandes masas de los medios industriales en las grandes capitales; desarraigo en gentes que parecen no tener ningún punto de referencia de sus vidas y buscan en la extravagancia, en una cierta rebelión sin sentido, en un prurito de sinceridad sospechosa, el sentido y el contenido de que su existencia carece.

    Grupos "rebeldes" que anuncian una especie de degradación humana o de retorno a la selva, gentes que no viven ya propiamente en sociedad y que proliferan de una manera temerosa, en las grandes ciudades, en los medios que podrían estimarse más organizados y civilizados. De otra parte, el fenómeno del estatismo y la enorme dificultad de un verdadero sistema de contención del poder y de representación.

    Estos problemas hacen que la cuestión de los cuerpos intermedios, o de lo que en otro tiempo fueron los estamentos, las corporaciones y las instituciones históricas autonómicas, cobre hoy para gentes de muy diversa ideología una importancia grande, tanto en el terreno político como en el económico o en el docente.

    Pero aparte de estos motivos de atención hacia lo que, genéricamente y con un tanto de impropiedad, llamamos cuerpos intermedios, creo que la cuestión arranca de un fundamento aún más profundo, puesto que toda cuestión política y humana tiene en el fondo una cuestión filosófica y aun una cuestión teológica. Me voy a referir con ello al pensamiento de Platón, en la cuna misma de nuestra civilización, dentro de lo humano. Vamos con ello a aludir a aquella gran construcción, no solamente filosófica, sino pedagógica y política que fue la obra de Platón y que nos puede orientar de alguna manera sobre el sentido de la sociedad y la importancia fundamental que en ella tienen esto que nosotros llamamos hoy cuerpos intermedios. Esa obra nos descubrirá hasta qué punto la sociedad verdadera está constituida por ellos, y —lo que es para nosotros consecuencia— de qué forma el antiguo régimen, que decayó paulatinamente como todas las cosas humanas, pero que al final murió violentamente por la Revolución francesa, no ha sido sustituido por ningún otro régimen social. Es decir, que aquello que nosotros vivimos actualmente no es en rigor sociedad, precisamente porque no existe en ella un tejido orgánico de cuerpos intermedios.

    Platón fue el más grande discípulo de Sócrates y se inspiró ante todo por el famoso dictado socrático noscete ipsum: lo primero que el hombre ha de procurar es conocerse a sí mismo. Nunca podrá penetrar los secretos del mundo sin conocerse antes a sí mismo, ante todo su propia razón. El hombre es una especie de microcosmos; en él está como reflejado el cosmos entero, y en su razón se halla para él el secreto del mundo. Ahora bien, Platón se dio cuenta de que nosotros no podemos conocer ni definir al hombre dentro de sus propios límites individuales. El hombre, volviéndose sobre sí mismo, no encuentra más que una serie de potencias, una naturaleza que tiene que ser actuada para ser algo. Como dice St.-Exupéry, no amo yo al hombre, sino a la sed que lo devora. Es decir, el hombre se expresa, se manifiesta, se entrega; y es en esta entrega del hombre, en este su compromiso con las cosas, que es hacer las cosas suyas y construir un mundo propio, donde se descubre verdaderamente lo que el hombre es, la recta naturaleza del hombre y también lo que es el hombre individualmente considerado. En la ciudad precisamente, en la polis, es donde está escrito como en letra grande lo que en el individuo está escrito en letra pequeña. En la ciudad, en la recta ciudad, es donde se encuentra la verdadera respuesta al conócete a ti mismo socrático.

    Platón perteneció a una familia aristocrática de Atenas y en su juventud aspiró quizá a haberse erigido en jefe político o en caudillo militar de su pueblo. Sin embargo, fue la predicación de Sócrates la que le llevó a la filosofía y al conocimiento de sí mismo, de la propia naturaleza y de la íntima racionalidad. Pero fue la dialéctica, después, dentro ya de la filosofía, lo que le condujo nuevamente a la política. La política, tomada en su sentido amplio, es de una grandeza tal, como conducción de las almas y logro del bien comunitario de los hombres, que fue digna de que el espíritu más profundamente metafísico, que ponía el destino del filósofo en el más allá, en el cielo de las ideas, volviera su atención y su vida hacia ella. Hasta el extremo de poder decirse que el centro de gravedad de la obra platónica no está en la contemplación de las esencias puras, sino, como ha sido mostrado recientemente, en la politeia y la paideia, es decir, la política y la pedagogía. Esta idea está en su obra claramente expresada: Sabemos —dice— que toda simiente o toda cosa que crezca, sea animal o planta, cuando no encuentra alimento o clima o terreno apropiado sufre tanto más con estas privaciones cuanto más vigorosa sea su naturaleza. Una planta mala crece en mal terreno y no le afectan las malas condiciones de éste; pero cuando un terreno se empobrece, son las plantas más vigorosas, más productivas, las que primero mueren. El mal —dice— es peor enemigo de los buenos que de los no buenos: corruptio optimi pessima.

    Considero por tanto normal —dice Platón—, que las malas condiciones de alimentación, de terreno, de clima, etc., perjudiquen más a quien tiene mejor naturaleza que al que la tiene mediocre; lo mismo ocurre al filósofo, que si recibe una enseñanza apropiada llega a producir todos los frutos de virtud, pero si se planta y crece en mala tierra, produce entonces todos los vicios, a menos que la salve la intervención de los dioses. Lo importante para la vida del filósofo y para la vida del hombre es la tierra en que crecen, es decir, que la vida privada y la vida pública son interdependientes. Los espíritus más vigorosos, en un clima corrompido, en un ambiente político que lleva a la disgregación, al egoísmo, al abandonismo de las cosas públicas, se convierten en los peores, en los más críticos, en los más corruptores... La patria del sabio es para Platón, como después para San Agustín, la civitas divina, no la civitas humana; su vida ha de ser la liberación de las ataduras de la carne y el retorno por la virtud y la contemplación al lugar propio del alma, es decir, para Platón, al cielo de las Ideas. Pero la misma dialéctica le lleva a la civitas terrena: el sabio debe volverse hacia la ciudad y dirigirla, porque no puede realizarse verdaderamente esa función de purificación y de ascenso más que dentro de un clima favorable.

    El filósofo, el sabio, está, según Platón, llamado a dirigir a la ciudad, a hacer en ella de fermento, como sal de la tierra; porque el hombre, que es peregrino en el mundo, necesita asentarse en la ciudad humana que ha de representar en grande el alma del hombre y ser además su medio y su desarrollo. Y él precisamente traza, como es sabido, el proyecto de una ciudad ideal, que no es en absoluto, como muchos han creído, una utopía. Lo es quizá en cuanto que no se refiere a este lugar o a aquel tiempo, sino a la naturaleza humana; pero en cuanto a la naturaleza humana no es en absoluto utópica, sino estrictamente realista, y ha tenido por ello una repercusión inmensa a lo largo de la historia de la civilización. Él mismo, como se sabe, a pesar de su vocación fundamentalmente filosófica, quiso construir algo de esto en el reino de Siracusa y fue consejero de sus reyes Dionisio y Dion, y sus consejos fueron ante todo prudentes y, digámoslo así, conservadores y mejoradores del orden existente. Murió, sin embargo, desengañado de la política por la enorme dificultad de este arte, la más grande y la más digna de todas por ser el arte de regir a los hombres y de llevarles hacia el bien y hacia la virtud. Es quizá el mismo desengaño que todo hombre suele experimentar a lo largo de su vida sobre su propia obra y personalidad, sobre el regimiento o gobierno de sus pasiones: esto, en letra grande, es también el fracaso de todo gran político. Pero ello no quiere decir en modo alguno que su obra sea inútil o vana o absurda, hostil a la verdadera filosofía: al contrario, la función auténtica del político es la más grande que puede darse, porque es la realización en este mundo del tránsito hacia los verdaderos ideales que la filosofía y la contemplación descubren al alma. Conocemos cuál es la construcción de Platón: en el hombre hay tres facultades: la razón que dirige y dos fuerzas propulsoras: el ánimo y la pasión; es decir, el ánimo noble o apetito irascible, y la pasión o apetito concupiscible, representados en el famoso mito del carro alado por los dos caballos, el blanco y el negro, regidos por el auriga moderador que simboliza a la razón. El alma, así representada, ha caído desde un cielo superior a este mundo en el que vive como desterrada; su misión es aquí desarrollarse armónicamente para recuperar sus alas y para poder volar otra vez a su celestial origen. Esa armonía la adquiere el hombre mediante la virtud que es un estado de tensión en el alma y en sus facultades, que se adquiere por su ejercitación en el bien.

    Las tres virtudes platónicas pasaron después al catecismo cristiano a través de San Agustín: la prudencia, la fortaleza y la templanza, que representan ese estado de tensión, de perfección en cada una de las facultades y que engendran la justicia, virtud propia del alma y suma de las otras tres. La prudencia debe regir a la razón y mantenerla siempre serena, sin que las pasiones desvíen la rectitud de sus juicios, y pueda así regir el conjunto del alma. La fortaleza debe mantener nuestro ánimo esforzado; como toda virtud, el valor o fortaleza debe estar en el punto medio entre dos extremos viciosos, que serían, en este caso, la temeridad y la cobardía. La templanza debe mantener sometida, pero sin anularla, a la pasión, es decir, el apetito concupiscible. La justicia, en fin, es la virtud propiamente del alma: hombre justo se dice al que tiene las tres virtudes debidamente armonizadas.

    Esta ética platónica tiene su versión mayuscular precisamente en la política, en la ciudad o polis. Según Platón, en toda ciudad, por muchos que sean los intentos de anular su estructura, existen siempre tres clases de hombres. El status entre esos hombres entre sí puede variar, pero ninguna sociedad del mundo, salvo que viva en un estado antinatural, puede dejar de contener estas tres clases sociales, que corresponden a las tres facultades: al apetito concupiscible le corresponde el pueblo, que está encargado de suministrar los bienes materiales por los cuales la sociedad pervive; al ánimo corresponde la clase de los guerreros o de los militares, que está encargada de la defensa de la ciudad; y a la razón, la clase de los sabios, a la que cumple la dirección, sobre todo espiritual, de la ciudad.

    Estas tres clases existen en toda sociedad y cada una debe tener su propio status y su virtud propia. La virtud del pueblo debe ser la templanza: el pueblo debe ser sobrio; la virtud del guerrero debe ser el valor: éste debe despreciar su propia vida y sus propios intereses; la virtud del filósofo debe ser la prudencia: su espíritu debe estar siempre levantado, siempre en actitud de dirigir. Ellas, en su armonía, deben formar la justicia de la ciudad. Esta justicia no es para Platón la justicia igualitaria en el sentido de igualdad aritmética, que es el ideal de la ciudad moderna, sino en el de la igualdad geométrica o igualdad armónica, que es el verdadero pacto social consistente en que cada clase, cada grupo humano, asuma a la vez unos deberes y unos derechos, y que sea fiel, y de una manera proporcionada, a estos deberes y a estos derechos: que a mayores deberes correspondan mayores derechos; a menores deberes, menores derechos. El pueblo tiene unos mayores deberes, pero tiene también en cierto modo mayores derechos, es decir, está sometido al trabajo físico, pero en cambio no está obligado a una larga preparación ni está sometido a un código del honor exigente; puede contraer matrimonio pronto, puede tener una vida privada, no está obligado a dar su vida por la comunidad; el guerrero cuenta con mayores derechos, no está sometido al trabajo material, pero en cambio necesita un largo aprendizaje en el manejo de las armas y está sometido al código del honor; tiene que dar la vida por la patria cuando sea necesario, ha de tener un ánimo esforzado. El sabio, en fin, posee los mayores derechos, no está sometido tampoco al ejercicio de las armas, pero se debe en cambio por entero a la comunidad: no puede contraer matrimonio, no puede tener bienes propios ni vida privada. A él le corresponde el mantenimiento del orden, es decir, el mantenimiento último del depósito de verdades, de lo que es recto, de lo que es sano, es decir, la verdadera dirección que el hombre necesita, aún en mayor grado que la defensa y que el mantenimiento de bienes materiales. En ese verdadero pacto tácito, inmanente a toda sociedad, cada uno cumple con su deber y disfruta a la vez de unos proporcionales derechos. Dentro de estas clases, de estos estamentos de la sociedad, se especifican después esas instituciones autónomas, dotadas de vida propia y diferenciada en las que discurre la vida de los hombres y forman su mundo de horizontes cercanos, propios.

    Es de observar cómo esta ciudad de Platón aparentemente utópica pasó de hecho a la sociedad cristiana. La sociedad cristiana medieval es, por ejemplo, en las Cortes antiguas, una versión cristianizada de la ciudad platónica: hay en ella una figura, la del rey, que simboliza el orden sagrado, a modo de representación del poder de Dios en el orden civil, en la ciudad humana. Pero el rey, en su función de gobierno, en cierto modo sagrada, gobierna, rige —parlamentando con ellos— a los estamentos de la sociedad, que son los tres brazos de las antiguas Cortes: el brazo popular o estado llano, el brazo militar o la aristocracia, y el brazo eclesiástico; es decir, las tres clases de la ciudad platónica con sus correlativos deberes y derechos. El estado llano se hallaba representado por los gremios y por las ciudades; los guerreros o defensores por la nobleza, que en su origen tuvo un carácter militar, sometida al aprendizaje de las armas, con un deber de patronato y de defensa; y los sabios, que eran en la ciudad cristiana los eclesiásticos, encargados de la dirección espiritual y del depósito de la fe común. Ellos tenían un fuero quizá mayor que ninguna otra clase: no están sometidos al trabajo físico ni al servicio militar, o si hacen trabajo físico es por su propia santificación, no por razón de su estado; pero, se someten en cambio a los mayores deberes: no pueden contraer matrimonio ni tener vida privada; no pueden poseer bienes, y si los poseen, propiamente no les aprovechan, puesto que no tienen hijos a quienes dejarlos y están obligados a una vida de austeridad: su vida es de entrega a la comunidad. Todavía hoy el Parlamento británico —de constitución medieval— se compone de estos tres elementos: Cámara de los Comunes, Cámara de los Lores, e Iglesia anglicana.

    Esta organización de la sociedad a modo de proyección de la vida del hombre en una sociedad orgánica fue rota, como sabemos, por el ideal racionalista de la Revolución francesa, por el ideal igualitario de la desvinculación. Elías de Tejada nos ha hablado en este mismo Congreso con profundidad sobre esto: el hombre desvinculado, el hombre racional y naturalmente bueno de la teoría roussoniana es el supuesto básico de la nueva concepción política; para ella, es la civilización histórica la que malea al hombre. Será, por tanto, preciso desvincular al hombre de todos esos lazos y sociedades fundadas en la historia, en la tradición, en la rutina, de todos esos poderes irracionales, para que resurja la natural bondad del hombre. Las desvinculaciones fueron consecuencia de tal teoría en todos los terrenos: en el municipal, en el familiar, en el docente. Tal designio político, juntamente con el fenómeno de la industrialización (producto simultáneo de una atención predominante del hombre hacia la técnica) nos han llevado a la actual sociedad de masas gobernada por un estatismo tecnocrático y anónimo.

    La sociedad futura, como puede deducirse de esto, no tiene más que un camino, que es el de recuperar su adaptación a la naturaleza humana. En qué forma, es algo que nosotros no podemos saberlo. Se dice que el socialismo es un problema de repartición de las riquezas: yo creo que es algo mucho más profundo que esto. Es cierto que en la Edad Media la propiedad, como todas las cosas, no tenía un carácter tan simple como tiene hoy, tan de una pieza; era una propiedad mucho más fluida: existía una propiedad comunal y existía un colectivismo hasta cierto punto; la propiedad era más sana porque estaba contrapesada con una propiedad colectiva y con unas limitaciones de la propiedad que en realidad nacían en el pleno ejercicio de la misma. Yo he pensado alguna vez que así como los liberales decían que "los males de la libertad con más libertad se curan", "los males de la propiedad con más propiedad se curan". Es decir, cuando la propiedad es vincular crea formas de aristocracia en el verdadero sentido de la palabra; y crea, en otro aspecto, el arraigo en los verdaderos y sanos estamentos de la sociedad. Son las leyes desvinculadoras y la división de patrimonios, limitaciones liberales al derecho de propiedad, las que arrastran a un uso plenamente individual de la propiedad, a un uso al mismo tiempo anónimo y empresarial, que es causa de los grandes males que hoy en el orden económico padece la sociedad.

    La solución, por lo tanto, del socialismo no representa solamente colectivismo, sino que supone precisamente el ápice de la masificación. El socialismo es el intento de crear una sociedad nueva por procedimientos puramente tecnocráticos, en la cual un individuo, un pueblo o un conjunto de gentes, no poseen más significación que la que para un ingeniero tiene un litro de agua en el aprovechamiento hidráulico de una cuenca. Es decir, si para tal fin un ingeniero ha de construir una gran presa, no tendrá inconveniente en, de momento, perder o derivar un caudal de agua que estorba. Para él un litro de agua no es más que una equis-millonésima parte del caudal que tiene que aprovechar, es decir, algo que carece de valor y sentido propios. Análogamente, para una mentalidad socialista, un hombre o un pueblo o una familia no son más que una equis-millonésima parte del caudal humano (masa) que tiene que organizar para el futuro. Precisamente por eso ha dicho San Pío X que el verdadero amigo del pueblo no es nunca el socialista. Es el tradicionalista, por cuanto que éste no aspira sólo a elevar el nivel de vida de las masas, sino más bien a desmasificar a las masas, es decir, a hacer que dejen de ser masas, que es la condición verdaderamente triste del hombre.

    La solución que hoy aparece por todos los horizontes de nuestro mundo —y la que parece haber sido aceptada también por algunos órganos de expresión católicos— al impaso en que se halla la sociedad actual, es la de una constante subida del nivel de vida (el desarrollo). Es en los pueblos donde existe un nivel de vida más alto —se dice—, donde los problemas sociales son menores. Yo diría que es cabalmente donde existen más problemas humanos: sus problemas sociales son quizá distintos a los nuestros, pero enormemente más graves en el terreno humano. Unir la acción del cristianismo a través de un falso y filantrópico concepto de la caridad, al ideal del "nivel de vida" y de la "paz"; unirla a los fines tecnocráticos de una organización mundial tendente al socialismo puede llegar a constituir el más escandaloso trasvase de la fe de Cristo hacia una nueva religión "laica" de la Humanidad. Según ella, a través del desarrollo y del progresivo nivel de vida, llegará un momento en que hombres, libres de sus miserias, libres de las cadenas de antaño, alcanzarán una plenitud quasi-divina y serán realmente libres. El día del Corpus, el día de Jueves Santo, sustituidos en su significación religiosa por una sospechosa caridad convertida en universalista, no en caridad para con el prójimo, adquieren un carácter filantrópico, filantrópico-universal. Se trata entonces de inculcar a todos los cristianos la idea cósmica de que una supuesta inmensa parte del mundo sufre de hambre, a los efectos de que, entregando el Occidente y cada uno de nosotros todos sus bienes —o los bienes que en nombre de esa caridad deben exigírsele— a una Organización Mundial, el mundo se iguale, se unifique y conozca una ascensión uniforme hacia un superior nivel de vida en el cual se realizarán aquí en la tierra las promesas mesiánicas y el hombre resulte así transfigurado en Dios. Se trata de inculcar un sentido cósmico en el hombre, apartarle de los problemas y de la vida propia que le rodea, y, a través de esta especie de terror social, hacer que se entregue inerme a una organización mundial, sinárquica, absoluta. En este ideal tecnocrático y socialista parece que está hoy todo el mundo de acuerdo; diríase que no existe ya una resistencia frente a él.

    Volvamos, para terminar, a nuestro viejo Platón, y a Sócrates, su maestro, para afirmar con ellos que la finalidad del hombre en el mundo es lo que llamaban ellos la eudomonía, la felicidad. El hombre tiende naturalmente hacia la felicidad. Para el cristiano la felicidad completa es la bienaventuranza. Para Platón, en cierto modo, es también la contemplación de un cielo superior, inteligible. Pero en este mundo el hombre tiende a la eudomonía natural. La eudomonía (felicidad), viene de daimon, demonio, o daimon interior, buen demonio. El hombre, decía Sócrates a sus discípulos, debe regirse por una fuerza o impulso interior, no debe objetivizarse abdicando de su propio ser, sino vivir en esa esfera media en la cual consiste el conocimiento y la voluntad, en la cual incide un mundo que hemos hecho nuestro con nuestro propio impulso. El hombre debe seguir su propio daimon interior, pero este daimon, a diferencia del fatalismo antiguo, es algo que debemos asumirlo nosotros mismos, asumirlo como hombres, es decir, como individuos y como pueblos. El daimon personal es algo que cada uno elige: cada uno puede escoger esa armonía interior que produce la fortaleza y la libertad, y que se manifiesta por la justicia; o puede, en cambio, entregarse al individualismo de sus pasiones más elementales o a la objetividad absoluta de una vida que se nos da hecha por procedimientos extrínsecos, mecánicos.

    Y a este propósito, una observación muy profunda también, de Platón: el error de los jefes políticos atenienses, nos viene a decir —y en ellos están incluidos hombres tan ilustres como Milcíades y Pericles—, fue identificar el bienestar del Estado con el bienestar físico, en lugar de situarlo en el mejoramiento de las almas de los ciudadanos. El deseo de poseer más y más (el aumento del nivel de vida como objetivo capital) es tan desastroso para la vida del Estado como del individuo. La superioridad sobre sus vecinos, el adelanto de su fuerza económica no pueden evitar la ruina del Estado, más bien la precipitan. Yo nunca he sabido dónde está ese mínimo vital de que se nos habla; sé, claro, cuáles son las condiciones miserables para el hombre en las cuales el hombre no puede emerger hacia su condición humana. Pero pasado ese límite no sé exactamente dónde termina la carrera por alcanzar un nivel de vida; sé evangélicamente que la pobreza y la austeridad y el dolor a veces, y la misma guerra, son causa de fervor, de mantenimiento de las virtudes en mayor grado que una vida muelle, rica, tranquila y opulenta, que tan a menudo degrada. Creo, por lo tanto, que, superado ese mínimo de la miseria, es una cuestión totalmente ajena a la religión y a la filosofía el aumento de ese nivel de vida, que no tiene límite racional ni previsible.

    El gobernante ha de poseer su propio daimon, su propio espíritu. El gobernante —y ésta es la característica del régimen cristiano— era el hombre que sabía regir, que sabía poner por encima de los intereses de los grupos, del interés militar y del interés del pueblo, un interés religioso superior; que sabía jerarquizar ideales, intereses y clases, haciendo justicia a todos. La Revolución francesa consistió precisamente, con toda su obra, y el socialismo posterior, en imponer a la sociedad unos ideales que eran propiamente los de la burguesía, es decir, los del pueblo llano. El ideal de la seguridad social, el ideal del nivel de vida, el ideal de la tranquilidad, de la paz tomada en el sentido de la paz en el Vietnam, no de la paz de Dios: la imposición en la sociedad de esos ideales es propiamente el designio democrático e igualitario de nuestra época, preludio del socialismo universal tecnocrático.

    La sociedad futura, si ha de pervivir, si no ha de caer a través de la mecanización en un estado infrahumano en que el espíritu humano se eclipse quizá en medio de una gran opulencia, de una inmensa organización de medios, ha de retornar a una sociedad humana, proyección de las facultades humanas; sociedad de estamentos corporativos, es decir, orgánica, tradicional y religiosa. Ha de darse un momento en que, quizá a través de grandes conmociones o tal vez mediante la imposición de un orden verdaderamente ejemplar en un determinado país, aunque vaya contra la famosa "corriente de la Historia", se imponga la idea de que el hombre se realiza en instituciones arraigadas y de que, para serlo verdaderamente, tiene que amar un orden superior, entregarse a instituciones consideradas como propias y sentir a través de ellas el espíritu de la comunidad y, con él, el sentido religioso, sagrado, que debe animar la vida de todo verdadero hombre y la vida común de la sociedad.


    Fuente: Verbo, 1968, V. 61 - 62, páginas 37 -49.

    Visto en: FUNDACIÓN SPEIRO
    Última edición por Martin Ant; 08/04/2015 a las 13:25

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