Fuente: “Siempre”. Julio, 1963.



Monarquía instrumental

Hay argumentos en pro de la religión que hieren profundamente a los creyentes. Son aquellos que propugnan la religión por su necesidad o utilidad para los hombres o para la sociedad. La religión como represora interior de las conciencias, la religión como consuelo y esperanza en las desgracias, etc. Argumentos que hacen más daño que bien a la religiosidad y que repugnan al verdadero creyente, que presta su adhesión a la fe, no sólo con independencia de su utilidad humana terrena, sino aun cuando fuese un obstáculo para ella.

Lo mismo sucede a quienes realmente son monárquicos ante un planteamiento de la monarquía muy en boga en la actualidad. Me refiero a la defensa de la Monarquía como mera técnica de gobierno apropiada a las necesidades de una situación. Lo que podríamos llamar una Monarquía instrumental o funcional, «Monarquía-fórmula».

Es indudable que la Monarquía es un régimen útil, sobre todo para los pueblos que han sabido conservarla permaneciendo fieles a ella; las luchas o banderías no alcanzan en ellos a un nivel que afecte a la continuidad del poder, los súbditos se ven libres de la angustia de sucesiones inciertas, la libertad es más posible en un ambiente político estabilizado, etc.

Pero nadie es monárquico por estas razones, como nadie es creyente por la serenidad o la honradez que la fe pueda producir en los hombres. Más aún: el planteamiento instrumental o técnico de la Monarquía desprovista de todo contenido incondicional es falso, al menos allá donde ha dejado de estar vigente y sería preciso restablecerla. La pura razón y las miras técnicas pueden aconsejar conservar un principio monárquico allá donde está establecido, en atención a la ley de economía y del mínimo esfuerzo. Pero donde hay que crear un nuevo régimen sin otras miras que su utilidad, ¿por qué colocar en su cumbre a un príncipe «descendiente de ancestrales y caducadas estirpes»? La razón y la técnica aconsejarán colocar al más inteligente, al que obtenga más sufragios, al más fuerte, etc.

¿Cuál es entonces el verdadero motivo del monarquismo? No es ni puede ser otro que la lealtad histórica: allá donde ésta no se sienta ni hay monárquicos ni existe posibilidad de restaurar una Monarquía. Esto no supone que ante un hecho monárquico hayan de acatarlo todos los ciudadanos por lealtad o fe monárquica. Muchos lo acatarán como hecho consumado, muchos por razones de utilidad o de paz política; pero aquellos que la establezcan y sostengan han de hacerlo por el servicio del Rey e incondicionalmente, so pena de que aquella Monarquía carezca de cimiento y estabilidad. La Monarquía constitucional, por ejemplo, se hundió en España aquel 14 de abril, no por la acción ni la fuerza de sus enemigos, sino porque no contaba entre sus partidarios verdaderos monárquicos, sino sólo monárquicos «instrumentales». El mismo Soberano justificó su abdicación como un «servicio a España y a su paz» por parte de una Monarquía evidentemente accesoria e instrumental.

Monarquía significa etimológicamente gobierno de uno solo, o, más exactamente, unidad de principio (arjé) o de poder. Pero esta etimología no agota el sentido histórico del término. No a todo gobierno de uno solo llamaríamos, ciertamente, Monarquía: ni al gobierno de Stalin ni al del general Perón se nos ocurriría llamar monárquico. El concepto de Monarquía incluye algo de institucional y también de sagrado o santo. Monarquía ha sido el gobierno unitario de los pueblos religiosos, esto es, la creación política histórica de los pueblos que forman (o formaron) una comunidad de fe. Así, han existido monarquías cristianas, y musulmanas, y sintoístas…; en cambio, no han sido viables a la larga (por encerrar una interna contradicción) las monarquías democráticas (o constitucionales) ni las monarquías fascistas.

El Rey en toda Monarquía gobierna en nombre de un principio superior a él (nunca un carisma personal), algo permanente y necesario que la institución misma representa en aquel medio humano, y a lo que príncipe y pueblo reconocen como santo y a la vez natural y bueno. Esto se resume en la fórmula «por la gracia de Dios». Para el cristiano (y en general para toda mentalidad religiosa) el poder –tanto el del padre como el del Rey– es de procedencia divina (non est potestas nisi a Deo), y posee por ello mismo cierto carácter sagrado. El razonamiento es antiguo y clásico: en la naturaleza humana (como en todo el orden natural) está expresada la voluntad de Dios, que es su creador; el hombre es social por naturaleza, requiere vivir en sociedad para su normal desarrollo; luego la sociedad es también algo natural y querido por Dios; pero la sociedad requiere para existir un principio directivo o poder que, como todo lo necesario para algo natural, poseerá ese mismo carácter natural que refleja la voluntad de Dios.

La cuestión se enerva para los teóricos con el problema de cómo se transmite ese poder de origen divino y carácter santo al gobernante concreto o a la dinastía o institución que él encarna. Pero ese problema no existió de hecho para los pueblos antiguos de la cristiandad que poseían una continuidad monárquica indiscutida procedente de los más remotos y desconocidos orígenes de la nacionalidad. Tal fue el caso de la Monarquía Española que abraza en una continuidad institucional el milenio que media entre Pelayo y Fernando VII, si no se quiere enlazar con la monarquía visigótica.

Nada menos monárquico, a mi juicio, que plantear la cuestión de si el Rey sirve al pueblo (a España, por ejemplo) o a la inversa. Evidentemente el pueblo ha de servir a su Rey y no el Rey al pueblo, como el hijo obedece y reverencia al padre y no al revés, sin perjuicio de que la autoridad paterna se oriente y dirija esencialmente al bien de los hijos. Rey y pueblo sirven así juntos a un orden natural de origen sagrado, que está representado precisamente en la Monarquía como institución. Puede decirse que hasta el siglo XIX no tenía una existencia jurídica esto que llamamos España, ni nadie otorgaba a este nombre geográfico e histórico el carácter semisagrado que hoy se le otorga por influencia de las idea constitucionales primero y totalitarias después. Existía S. M. Católica, el Rey de España, Hispaniarum rex por la gracia de Dios, y la Hacienda Pública era Real Hacienda, y el servicio militar, real servicio. Pero el Rey servía al mismo orden superior divino que el súbdito desde el puesto más alto, más rico en poder y derechos, pero también en deberes y limitaciones. No es casualidad que en España, por ejemplo, la Marcha Real fuera a la vez himno nacional e himno religioso.

De aquí que nada pueda empequeñecer más la noción de Monarquía que su concepción instrumentalista, como mero mecanismo de sucesión. De aquí también que, tratándose de Monarquía, nunca pueda hablarse de instauración sino de restauración. Un poder santificado por su permanencia y lo remoto de su origen, poder que gobierna en nombre de un sobre-ti religioso e histórico, no puede reivindicar otro título que el orden natural y la tradición histórica. Su misma esencia entraña la negación del principio voluntarista o revolucionario que «instaura» un orden nuevo o provee a su perduración sediciosa.

¿Supone esta concepción de la Monarquía que el acatamiento de sus súbditos o de sus leales haya de ser incondicional e irremisible? ¿Que la voluntad humana y concreta del príncipe haya de ser absoluta y sin apelación, como pretendió el regalismo del siglo XVII? La sociedad familiar y el poder del padre en la misma pueden ilustrar por vía de analogía tanto esta cuestión como la relación del príncipe con el pueblo. La patria potestad es incondicionada y no precede de ningún voluntario instaurador ni de delegación alguna; sin embargo, ¿son los hijos para el padre o el padre para los hijos? Pregunta carente de sentido real: justamente en la medida en que el poder paterno está totalmente ordenado al bien de los hijos resulta absoluto el deber de obediencia y respeto por parte de éstos. Cierto que un padre puede faltar a sus deberes, o mandar contra el orden natural, o desentenderse de su cometido. Nunca por esto dejará de ser padre y de resultar, en esta condición santa, insustituible. Pero la familia podrá y deberá dejar de obedecerle en cuanto sea evidentemente contrario a la ley natural, y gobernarse por un consejo de familia o unos tutores que suplan aquella autoridad legítima pero desviada o abdicada.

Del mismo modo, los pueblos o los grupos que acatan un poder como incondicionado y representante de una legitimidad histórica pueden ver un día que la persona o la estirpe que lo encarna lo ejerce contra sus propios principios o que se desentiende de su ejercicio. No por ello ha de desaparecer la sociedad civil como no desaparece la familia ante la falla del poder paterno. Buscará órganos de poder que lo suplan; pero ello no supondrá en modo alguno el carácter meramente técnico o instrumental de aquel poder patrio o regio. Aún más: el retorno del orden plenamente deseado será siempre para ese grupo humano la restauración del poder santo y originario, nunca la instauración de un orden nuevo que perpetúe la provisionalidad de una situación de emergencia.


Rafael Gambra



Tomado de: FUNDACIÓN IGNACIO LARRAMENDI