Fuente: El Correo Español. Juan Vázquez de Mella. 5 de Mayo de 1894.

Tomado de: León XIII, los carlistas y la monarquía liberal. Tomo II. Máximo Filibero. Valencia. 1894. Páginas 260 – 271.

Visto en: BIBLIOTECA SAAVEDRA FAJARDO DE PENSAMIENTO POLÍTICO HISPÁNICO




Cómo muere el integrismo



«Cada vez –decía Nocedal al redactor del Heraldo, refiriéndose a íntegros y carlistas– se pronuncian con más entusiasmo unos y otros a favor de la reconciliación, pero sobre la base de la defensa legal del principio y la doctrina católica tradicionalista, y esa reconciliación se hará. Tardará un año, dos, pero que viene no cabe dudarlo.»

Evidente. Y aún nos parece que vendrá primero, porque no creemos que los restos del integrismo duren dos años. ¡Sería una agonía demasiado larga! Una tisis política en último grado no dura tanto.

Y después pensar en viajes, organizaciones y batallas, aunque sean de ley, acusa en el enfermo los postreros síntomas fatales.

Inclinémonos, pues, sobra una fosa que se abre, y meditemos acerca de las vicisitudes y mudanzas de las soberbias humanas. La unión se hará. ¡Vaya si se hará! A la menor sacudida revolucionaria está hecha. ¿Sobre la base de la defensa legal de la doctrina católica tradicionalista? Defensa legal… doctrina católica tradicionalista… nos parece una unión algo oscura. Porque ¿vamos a limitarnos a la doctrina prescindiendo de las instituciones que la lleven a la práctica y de las personas que hagan reales esas instituciones? Entonces la revolución se sonreirá al ver delante de sus muros, no un ejército con su caudillo a la cabeza, sino una legión de catedráticos de metafísica y unas compañías de periodistas de pluma en ristre a guisa de lanzas de Aquiles o de Astolfo. Bien están la pluma, la tribuna y la cátedra; pero si les falta el fusil y la espada, valen poco políticamente en los tiempos que corren. ¡Defensa legal! ¡Nada más que legal! Estamos en pleno posibilismo castelarino. A un lado la fuerza, el derecho puede subir al solio en hombros de la ¡sinceridad electoral! ¡Viva la evolución mansa y pacífica!...

Perdone D. Ramón Nocedal, este plan de campaña no es suyo, ni de Castelar, ni de Celleruelo; debió habérselo inspirado a todos estos señores un estadista de los vuelos intelectuales de D. Simplicio de Bobadilla…

Pues la unión de los católicos se hará como quiere el Papa. Como quiere el Papa sí; pero como quiere Nocedal, que es un papa como Pedro Luna, escastillado en su Peñíscola, es decir, en su integrismo, así no se hará, ni dentro de un año, ni dentro de dos docenas. Abundan mucho las tragedias sociales en los últimos años de este desventurado siglo decimonono para que nos dé a los católicos españoles la humorada de representar en el escenario político zarzuelas desacreditadas.

La unión de los católicos es una frase que bien mirada expresa un deber trivialísimo entre los hijos de la Iglesia so pena de carecer de sentido y ser una flatus vocis.

La unión de los católicos, ¿con quién? Entre sí. ¿Por qué vínculo? Por la misma fe, la misma moral y el mismo culto y jerarquía. Luego se trata de la unión con la Iglesia nuestra Madre, y entonces quien discrepe en doctrina o en conducta, en moral o disciplina, será hereje o cismático, pero no será católico. Un católico no unido a la Iglesia es tan absurdo como la Iglesia separada de Cristo.

¿De qué se trata entonces al hablar de la unión de los católicos? No de la unión religiosa, sino de la unión política para defenderla.

¿Y cómo se puede realizar esa unión? De tres maneras.

Primera. Prescindiendo de todas las diferencias de apreciación acerca de doctrinas e instituciones referentes a la gobernación del Estado. Es decir, dejando de ser los católicos monárquicos o republicanos, alfonsinos o carlistas, partidarios del parlamentarismo o del régimen representativo tradicional, y hasta regionalistas o centralizadores, librecambistas o proteccionistas, etc.; en suma, acabando con la manía de pensar en derecho político, práctico, económico, Administración y Hacienda. Más claro, dejando de ser ciudadanos para… ser mejores cristianos. ¡Buena solución!

Segunda. Conservando cada uno sus preferencias «en cuanto no están reñidas con la Religión y la justicia», como dice León XIII en la Encíclica Cum Multa, o lo que es lo mismo, defendiendo la legitimidad del derecho contra toda usurpación o tiranía, trátese de la Iglesia, la monarquía, las regiones o la patria; que no se puede hollar un derecho, por inferior que sea la persona que le ostente, sin que de rechazo se ofenda a la Religión y a la justicia.

Tercera. Prescindir de toda política práctica más o menos tocada de liberalismo y opuesta a la genuina y tradicional, y juntarse con los que la defienden, o por lo menos no ponerles obstáculos para que la hagan triunfar.

Cualquiera de las dos últimas bases de unión nos parece aceptable. La última es nuestro ideal. La segunda la única posible hoy y la que el Papa recomienda. La primera un absurdo a que se acogen ciertos réprobos de la política que se encuentran, como el alma de Garibay, suspensos entre los cielos y la tierra, o que, habiéndose metido por su torpeza y orgullo en atolladero más difícil que el del carro de Juan Ranas, quieren, para tener, a falta de otros lenitivos, el consuelo de los tontos, encerrarnos a todos en un callejón sin otra salida que el absurdo y la infamia.

Para defender tamaña insensatez, que en la práctica niegan los mismos que la propalan en teoría, se ha apelado a un burdo sofisma de tránsito que consiste en confundir lo secundario con lo accidental y lo accidental con lo indiferente. Por eso discurren de esta torpísima manera: la Iglesia es lo principal; luego son accidentales y por lo tanto indiferentes las cuestiones que atañen a la organización y forma del Estado, legitimidad del poder, derechos regionales, cuestiones económicas, etc., y acerca de esas cosas puede cualquiera pensar lo que le dé la gana o no pensar nada. ¡Sofisma manifiesto! Lo que es secundario con relación a una cosa, puede ser principal con respecto a otra. En la Iglesia misma hay verdades inferiores y subordinadas que son en sí importantísimas y que con relación a los dogmas capitales son subalternas. Hay en moral deberes de justicia que como universales obligan siempre, y deberes de caridad que por naturaleza son hipotéticos. Parte de la disciplina y los sagrados Cánones no tienen la importancia y son secundarios con respecto a los preceptos del Decálogo y a sus derivaciones inmediatas, y sin embargo erraría gravemente el que los tuviese por accidentales e indiferentes.

La monarquía, sobre todo en los pueblos donde tiene arraigo secular, es institución importantísima; pero comparada con la constitución misma de la Iglesia, resulta a los ojos del católico muy secundaria. La protección de la agricultura o de la industria no interesa tanto ni tiene tan universal trascendencia como la inmortalidad del alma; pero a nadie que esté en su juicio se le ocurre afirmar que es accidental e indiferente que un pueblo viva en la miseria o en la riqueza.

Accidental es en cuanto al agua que esté fría o hirviendo; pero no será indiferente para quien haya de beberla. En suma: lo secundario no es lo accidental, ni esto lo indiferente; y los que en tales paralogismos se apoyan para probar que dinastías, instituciones fundamentales, fueros e intereses económicos no significan nada, o tan poco, que lo único de que hay que preocuparse es de la Religión, ofenden a la Iglesia, que jamás ha creído indiferentes esas cosas, y ultrajan a la lógica poniendo lo espiritual enfrente de lo temporal, al cristiano en contradicción con el ciudadano, al católico con el español.

Asociaciones religiosas, peregrinaciones, Congresos católicos, obras de propaganda social, Círculos de obreros, cuanto la Iglesia estime oportuno para propagar la verdad o combatir el mal, tiene en nosotros servidores incondicionales y vamos con júbilo a todas esas partes, inmunes de pecaminoso laicismo, dispuestos a no reconocer en lo religioso más jefes que los Obispos en comunión con la Santa Sede.

Pero se pide que renunciemos a la monarquía representativa española, institución tutelar de la patria; a nuestras gloriosas Cortes, que, restauradas, pueden hacernos olvidar las ignominias de los Parlamentos modernos; a los fueros, esencia de verdadero regionalismo y alma de libre democracia cristiana; y al gran principio de la legitimidad íntegra, es decir, de origen y de ejercicio, que es la aureola divina del poder soberano; pues esa renuncia, que sería una traición miserable y una insigne necedad, jamás podrá arrancárnosla nadie, porque no existe quien pueda prohibirnos que amemos la justicia y aborrezcamos la iniquidad.

Así entendemos nosotros la unión de los católicos, y no creemos que nadie que tenga sentido común pueda entenderla de otra manera.

No hay partido político posible si carece de programa fijo para la gobernación del Estado; y como una de las cosas más esenciales en esa materia es sin duda lo que se refiere a la manera de organizar el poder público, sea en forma de monarquía o república, con un régimen unitario y centralizador, o federativo y libre, quien carece de plan en problema tan importante, no puede constituir comunidad política de ninguna especie. Si se limita al orden social y los grandes intereses nacionales, desligados de toda relación con la manera de ser de la autoridad protárquica, podrá formar escuela más o menos teórica, pero partido político no. Si se encierra en el orden religioso y excluye por indiferentes o accidentales los demás, constituirá quizás excelente cofradía, pero de ningún modo partido político.

Y esto es precisamente lo que le pasa al integrismo. En el Manifiesto de Burgos todavía afirmaba este lema: Dios, Patria, Rey. Después suprimió la tercera parte, y aun puede decirse que la segunda, encerrando sus místicas aspiraciones en el sólo Dios basta, que interpretado a la letra, y sin el alto sentido de los grandes ascetas, viene a indicar que sobra el mundo con integrismo y todo. Es decir, que el integrismo, limitándose al terreno religioso, resulta, por cualquier lado que se le mire, cofradía, aunque no aprobada; pero lo que es partido político, como no sea de otro planeta, eso es imposible sostenerlo.

Las cofradías no fundan círculos políticos ni preparan elecciones y periódicos, ni celebran banquetes y conciliábulos, y el integrismo, que, oyéndole, parece que nunca ha salido de una sacristía, hace todas esas cosas prescindiendo de los Prelados, que debían ser sus únicos y exclusivos jefes.

Se sabe que siendo una cofradía no aprobada quiere ser un partido político, y no lo consigue.

Así es que el integrismo, resulta muy difícil de definir, porque a semejanza del concepto ontológico de ser, suprema abstracción de la mente, que por no hallarse comprendido en ningún género no puede ser bien definido, el integrismo que presume de partido y no lo es, tampoco está encerrado en ninguna especie de cofradía ni asociación política actualmente conocida.

Para cofradía le faltan los estatutos aprobados, el espíritu y fin piadoso; para partido una bandera política con instituciones y organización bien definida.

Se trata, pues, de un ser híbrido, que en resumen es grupo disidente, escisión que muere y secta que se disuelve.

Pero cofradía o partido, mezcla informe de las dos cosas, parte desnaturalizada de ellas, conjura anticarlista o lo que sea; ¿cuál es el medio y el instrumento de que piensa servirse para rendir el Estado ante el altar y hacer que impere Jesucristo como supremo Señor en el mundo oficial que ahora vive emancipado de la Cruz? ¿Medios? Únicamente los pacíficos y legales. Nada de procedimientos guerreros o violentos. Esta bandera posibilista levantada por Nocedal en Santander hace dos años, es afirmada de nuevo con fervorosa adhesión.

¿Instrumentos? La prensa y las elecciones. Ir ganando distritos hasta tener mayoría, imponerse en el Parlamento, y leyes, instituciones, todo se habrá conseguido. ¡Cosa más sencilla! Es verdad que todo el integrismo no ha podido traer ni un diputado ni un senador, pero no hay que desesperarse; con el tiempo, y dada la sinceridad electoral y los prestigios cada día mayores del grupo, se conseguirá primero una gran minoría, y después la conquista pacífica y legal del poder. La soberanía social de Jesucristo subirá a las alturas del mando por medio de la Constitución de 1876 liberalmente practicada.

¡Hermoso porvenir! Según esta consoladora teoría, las instituciones tienen la manía del suicidio, y además una candidez primitiva, en virtud de la cual lo primero que se les ocurre al establecerse es proporcionar a los adversarios los medios prácticos y legales para destruirlas pacíficamente.

No insistamos. El que crea que legalmente va a destruir el régimen actual y echar abajo, ¡sirviéndose de ella como único instrumento!, la legalidad establecida en Sagunto, puede ir a formar partidos en una casa de orates, que es el único sitio donde tamañas simplezas pueden encontrar prosélitos.

¿Y la guerra? ¿Qué piensa Nocedal de la guerra, él que en todos los días de fiesta está dispuesto a derramar desde las columnas de El Siglo Futuro hasta la última gota de su sangre?

Pues piensa lo que de seguro van ustedes a leer con indudable regocijo, que es lo siguiente, dicho al redactor del Heraldo, Sr. Gallego, que para no alterar el pensamiento enseñó antes de publicarlas las cuartillas de la interview a D. Ramón.

Vean ustedes y no se desmayen de miedo:

«La guerra carlista.– El Sr. Nocedal estuvo bien expresivo en este punto importante.

Todos los temores que sobre esto lanzan algunos son infundados.

No hay, no puede haber amenaza alguna de guerra. Los carlistas no se echan al campo porque no pueden. El campesino sigue las inspiraciones de su párroco, y ahora no van ni han de ir los curas a predicar la guerra, alentando a los chicos a que cojan las armas.

No hay ni puede haber guerra, ni tienen valor las amenazas de ella, porque además de eso, la guerra se hace no sólo con hombres, sino con armas y municiones y equipos, y no cuentan con dinero para ello.

No hay guerra ni puede haberla, porque saben bien que los íntegros, obedientes a la voz del Papa, no la quieren; es más, la rechazan con todas sus fuerzas, y excuso decirle que con esta base no hay guerra posible.

¡En seguida es cosa fácil eso de la guerra carlista en las actuales circunstancias!

¡Qué fuera está de la realidad quien con ella amenace o la tema!

Aquí no podrá haber más que una guerra, que sería, si llegasen los momentos críticos, la guerra por la fe católica tradicional.

Por lo demás, bien puede asegurarse que aunque mañana se proclamase la república en España, no habría nada. Bien tranquila podía estar de cuidados venidos por el lado de la guerra carlista.

La voz del Papa es el único programa en cuanto al procedimiento.

Por esto, cuando se habla de compras de armamento y de encargos de confección de boinas, hay que reírse.»

Y cuando se dice toda esa serie de inocentadas, ¿qué hemos de hacer, ponernos serios? Encogerse de hombros y mirar de alto a bajo con la más compasiva de las miradas al desdichado que, sin saber lo que pasa en el carlismo ni conocer sus secretos, e ignorando más que ningún otro político en España cuanto se refiere a nuestra fuerza militar, se pone a dar seguridades a los adversarios de nuestra causa y a decirles que estén sosegados y tranquilos en el momento precisamente en que él procura, de miedo a irremediable muerte política, alejar el argumento de la guerra civil, que si pesa mucho en la voluntad de los partidos liberales, en la nocedalina es como montaña de plomo que aplasta hasta la esperanza de existir.

Para el que conozca al hombre y la situación imposible en que está colocado, esas informaciones responden como una careta a esto que se trata de ocultar: «Yo no puedo, sin que la gente se ría, hablar de guerra y de ejército; tengo que contentarme con plagiar a Celleruelo, y como los liberales creen en la posibilidad de una nueva guerra civil, y lo que ellos temen es la fuerza, que lo demás les importa poco, y esa fuerza la tienen los carlistas, a ellos únicamente los respetan y de mí nadie va a hacer caso. Luego no me queda más recurso que procurar convencerlos, aunque no lo consiga, de que los carlistas no pueden hacer la guerra, y, por lo tanto, que no tienen más medios que los que empleamos Celleruelo y yo.»

De ahí las tres razones que demuestran, como dos y dos son seis, que no habrá guerra por la razón del párroco, la del dinero y la graciosísima de que los íntegros no la quieren. La primera es muy notable, aunque truncada por la modestia de Nocedal, porque lo que quiere decir sin duda es que el campesino obedece al párroco, el párroco a Nocedal, y éste no quiere la guerra; luego la primera razón y la tercera son una misma, la falta de voluntad del integrismo. ¡Ah si D. Ramón quisiera! Entonces temblaría ensangrentado el planeta ante el terrible galopar de los escuadrones de Alcira, Fernández de Velasco, Astrell y Solero, los carabineros de la Iglesia, como si dijéramos. Y gracias que Ortí y Lara y Rivas no agregarían sus legiones, que si eso no sucediera, los partidos liberales tendrían que contratar siquiera por una década a todos los chinos y japoneses para poder resistir el empuje del Atila cristiano.

Afortunadamente, en las Provincias Vascongadas y Navarra la gran mayoría de los párrocos es carlista, y aún pudiéramos decir que todos sin excepción, incluso los que se llaman furibundos integristas, y piden con el crucifijo en la mano votos para D. Ramón, amenazando con el infierno al que vote a Olazábal, liberal empedernido y poco menos que masón, que todo eso ha llegado a decirse del noble caballero; todos esos ¡pásmese D. Ramón! son carlistas, y cuando dicen que nos detestan y nos odian más que a los doctrinarios recalcitrantes y a los sectarios de logia, en esos momentos en que desahogan su furor contra el cesarismo carlista, ¡quién lo pensara!, están, sin quererlo, haciendo nuestra apología y el proceso del integrismo que creen representar.

La razón es sencilla. El carlismo que ellos combaten y odian, le odiamos y combatimos nosotros mucho más porque es un tejido de absurdos, deslealtades e infamias que han inventado para justificar una traición vergonzosa un puñado de sectarios que pernoctó en nuestro campo, procurando al marcharse pagarnos la deuda de gratitud, contraída con el que les alzó de la nada a los primeros puestos, de manera alevosa y criminal. Ese carlismo, odiado por excelentes párrocos demasiado nobles y sencillos para conocer los fariseos cuando se visten de santos, no existe en la realidad, ni tiene nada absolutamente que ver con el carlismo real, auténtico y verdadero.

Que resuene una corneta en los caseríos del valle o las escarpadas rocas de la montaña; que se despliegue a los vientos la bandera de los antiguos días, y verá Nocedal desbordarse por las cañadas de la sierra o trepar a la alta cumbre los esforzados campesinos, repitiendo como grito de guerra el ¡viva Carlos VII!, que significa el viva la religión y los fueros, y que el mismo párroco integrista, conmovido por santas emociones de júbilo, oirá como el ¡Dios lo quiere! de los nuevos cruzados.

¡Ah! Si no contáramos con más obstáculo que los párrocos integristas, no tardaba D. Carlos dos semanas en tomar posesión del Palacio de Oriente. No hay uno solo de esos párrocos vascongados y navarros que en presencia de D. Carlos, y después de haber hablado con él media hora, se atreva a decir que no es carlista. En menos tiempo se convencería de que cuanto ha dicho Nocedal del primer caballero de Europa era una insigne impostura.

Pero no contamos sólo con los heroicos campesinos, ni vamos únicamente a Navarra, las Vascongadas, Cataluña, el Maestrazgo, Aragón y Castilla y provincias de España que en día no lejano darán poderoso contingente a nuestra causa; contamos, y en plazo no largo, con otra cosa: con el noble ejército convertido por los partidos liberales en escalera para subir al presupuesto unos cuantos titiriteros políticos y después miserablemente abandonado a una vida pobre y enteca, sin la organización, los medios y el horizonte a que tiene incuestionable derecho.

¡Ah! Si Nocedal y los liberales supieran cuantos nobles correligionarios nuestros, muchos ni sospechados siquiera, visten el honroso uniforme militar, qué escalofrío de terror sentirían al medir aproximadamente uno de los focos de fuerza para día no lejano.

¡Y el dinero! Nocedal cuenta el de los carlistas por las suscripciones de El Siglo Futuro, y todo lo ve de color de trampa.

No somos ricos desgraciadamente; pero así y todo puede tomar nota de este dato. En el espacio de una semana puede D. Carlos de Borbón contar para un levantamiento con cantidad no menor de veinte millones de pesetas. Hasta sabemos quiénes, sin pasar de tres y fuera de España, darán la tercera parte de esa cantidad.

¡Y, vamos, que con mucho menos se vuelca un régimen en España! Si los republicanos, nuestros vecinos de enfrente, tuvieran siquiera la quinta parte, hace tiempo que estarían más lucidos.

En cuanto a que el integrismo no quiere la guerra, sonreímos brevemente y pasamos a otra cosa.

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Ahora, enfrente de las palabras de político tan previsor y tan capaz para meterse en callejones sin salida como Nocedal, véase lo que dice Cánovas, el único estadista formal que hay en la España parlamentaria, y que ciertamente no se distinguió nunca por el amor a los carlistas:

«Ha visto, dice un redactor de La Correspondencia, el jefe ilustre del partido conservador con profundo desagrado la publicidad que han tenido las entrevistas de los corresponsales con D. Jaime de Borbón.

A los periódicos de su comunión política ha impuesto silencio el gran estadista.

No cree que el carlismo sea un partido despreciable, ni mucho menos. Por el contrario, lo considera fuerza viva en la política española, que no dejaría de manifestarse y alentar si viniesen para la patria los escándalos del federalismo o desdichas de otra índole que, por fortuna, no hay motivo para esperar. (Ya lo veremos).

Cualquiera incidencia en este sentido bastaría para tratar de encender de nuevo la guerra civil, aunque el triunfo fuese imposible como en anteriores intentos. (También lo veremos).

Cree por eso el Sr. Cánovas del Castillo que los asuntos que al carlismo se refieren no pueden menos de tratarse en serio.»

Ya lo oye Nocedal; según el Sr. Cánovas del Castillo, las cosas del carlismo no pueden tratarse más que en serio, que es lo mismo que decir que D. Ramón no debe ocuparse en esas cosas.

Para Cánovas el carlismo tiene una gran fuerza. La guerra civil es posible y hasta probable, y como ha dicho recientemente, las Vascongadas y Navarra (y puedo añadir otras regiones) son yesca que sólo espera la chispa.

Ahora compare el lector la autoridad de un adversario artero que sólo puede vivir a costa del daño que haga al carlismo y la autoridad de un hombre como Cánovas, que lleva más de cuarenta años figurando en la política y conociendo el país.

¿Pero el carlismo va a lanzarse inmediatamente a la guerra civil? De ninguna manera; Dios y el tiempo señalarán la hora, que se aproxima, pero que aun no ha llegado. Antes tienen los anarquistas económicos que nos desgobiernan y los anarquistas dinamiteros que nos amenazan, que llevar más adelante su obra. Ellos se encargarán de destruir muchas cosas, quitándonos a nosotros la odiosidad de haberlas suprimido.

El anarquismo y el socialismo vienen a decir a esta generación decadente, sin amores y sin esperanzas: «¡Orden cristiano en vez de libertades anárquicas!»

Y la bancarrota, que llega; y el Ejército que sufre; y los hogares de los campos que se apagan, piden, no un dictador, que pasa entre pronunciamientos y motines, sino un Rey que gobierne a la española y que permanezca entre la inflexibilidad de la justicia y el amor al pueblo. Es decir, que ya no resuelve nada el general X; es necesario que venga pronto el único ejemplo de Rey que queda en la Europa latina: Carlos VII.»

5 de Agosto de 1894.