La momia y el vivito

JUAN MANUEL DE PRADA



A nadie se le escapa que los socialistas son un partido declinante, tal vez una estrella muerta.


Entre muchas gentes a las que se ha pastoreado con el caramelito democrático del optimismo euforizante se extiende ahora cierto pesimismo circunstancial, a veces aderezado de llantos jeremíacos, ante la incapacidad de nuestros partidos para entenderse y formar gobierno. A quienes llevamos mucho tiempo denunciando las lacras del sistema partitocrático, la situación presente se nos antoja tan sólo un avatar archisabido –todo lo penoso que se quiera, pero archisabido– del proceso de desintegración social y demolición del bien común, que es el abono del que saca su pujanza la partitocracia, como el moho saca vigor del alimento putrefacto.

Ya Donoso nos advertía, en terrible frase profética, que «el principio electivo es cosa tan corruptora que todas las sociedades, así antiguas como modernas, en que ha prevalecido han muerto gangrenadas». Con menos sentido teológico de la Historia que Donoso llegaba a la misma conclusión Michels, que nos aseguraba que todas las batallas que desarrollan las oligarquías políticas son sólo simulacros; y que, a la postre, lo máximo que pueden deparar sus disensiones son aparentes metamorfosis realizadas con la instintiva mira de retener el dominio de las masas.
Los socialistas han obtenido los peores resultados electorales de su historia; y aun así pueden considerarse unos resultados hinchados por las inercias propias de las sociedades masificadas, que fabrican personas en serie y las programan para ejecutar siempre los mismos actos reflejos. Pues resulta, en verdad, enigmático que al partido que más daño ha hecho a los trabajadores siga siendo votado por sus damnificados; que siga siendo votado a pesar del figurín que puso como candidato no resulta enigmático, sino milagroso (o, dicho con mayor exactitud, taumatúrgico).
Pero, aunque las inercias propias de las sociedades masificadas le hayan adjudicado una porción de votos inverosímil, a nadie se le escapa que los socialistas son un partido declinante, tal vez una estrella muerta. Este apagamiento y declinación lo perciben, antes que nadie, los propios socialistas, que saben que pueden sucumbir al menor movimiento, como los cofrades del estafón del Buscón de Quevedo, que evitaban que les diese la luz del sol para no mostrar que sus herreruelos estaban calvos y sus calzas andrajosas tenían entretelas de nalga. En efecto, los socialistas saben que todas las alianzas les perjudican: si propician una frágil investidura de Rajoy, temen que Podemos les pegue otro mordisco entre los izquierdistas desencantados; y si se alían con Podemos, temen ser directamente fagocitados por la pujanza de los mozos de Pablo Iglesias (no deja de tener su gracia malévola que la Nemésis de los socialistas lleve el nombre de su fundador).
Por otro lado, saben que si finalmente vuelven a convocarse elecciones pueden ser arrojados al basurero de la Historia, convertidos en fosfatina. Así que, ante expectativas tan penosas, hacen como el perro del hortelano, que ni come ni deja comer; y en la esperanza de matar de hambre a todo quisque cifran su supervivencia, que por supuesto es lo único que les interesa, pues tienen muchas andorgas que llenar.
Pero hagan lo que hagan, lo mismo si hacen postureo que si se mueven, benefician a Podemos. Porque, aunque se resistan a creerlo, Podemos es la oligarquía que ha venido a sustituirlos, en el proceso de gangrena progresiva en que nos hallamos inmersos. Las oligarquías ni se crean ni se destruyen, sólo se transforman; y en esta transformación la momia de Pablo Iglesias va a ser sustituida por un Pablo Iglesias muy vivito y coleante, dispuesto a tomar el relevo en el dominio de las masas.




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